Un viaje a la infancia

Necesitaba volver por unos días a mis orígenes y así recuperar viejas sensaciones. Por eso dejé atrás todo, por eso cargué nada más que tres o cuatro cosas básicas en el coche y escapé a toda prisa de la ciudad sin mirar lo que dejaba atrás.

Los viales

Durante todo el camino estuve recordando anécdotas de las vacaciones que pasé durante mi infancia en aquel pueblo costero a los pies de unas montañas de tierra rojiza. Fueron muchos kilómetros bajo el sol acompañado nada más que por los éxitos radiofónicos que escupía la emisora de turno, pero también vinieron a mi memoria multitud de pensamientos fugaces sobre aquellas noches llenas de estrellas y todos los sueños que quedaron pendientes de cumplir.

Después de tantos años me preguntaba qué aspecto tendrían mis amigos, cómo estarían aquellos senderos entre pinos por los que tanto nos gustaba perdernos, qué habría ocurrido en las vidas de cada uno de ellos… Dudas que me habían rondado la cabeza durante años y que por fin iban a tener respuesta.

¿Seguiría Rebeca tan guapa como en aquella foto que me dio al despedirnos? ¿Tendría Óscar tanto éxito con las chicas como entonces? ¿Estaría el césped junto a nuestras casas tan verde como lo recuerdo en la tarde de mi marcha definitiva?

Podría haber avisado de algún modo de mi inminente llegada, pero preferí no hacerlo; igual que cuando teníamos doce años. El ritual siempre era el mismo: ir casa por casa llamando al timbre para anunciar alegremente a mis amigos que un verano más estaba allí dispuesto a pasar días y noches inolvidables. Seguir cumpliendo con aquella tradición sería un modo de demostrar que el tiempo transcurrido no tenía por qué habernos cambiado lo más mínimo.

Repetitividad urbana

Ya habían sucedido demasiados cambios en mi vida; sobre todo desde que me había convertido en un treintañero cuya existencia era pura rutina. Necesitaba sentir que todavía quedaba un remanso de paz en el que el tiempo no hubiera avanzado en las últimas dos décadas, y estaba seguro que ese lugar no era otro que aquel del que provienen los mejores recuerdos de mi vida. Estaba tan cansado del ajetreo del día a día en la ciudad que busqué en aquel lugar que tantas veces había añorado un renacer que me permitiera ver las cosas de otro modo.

Era tres de agosto; plena época estival. La urbanización estaría llena de gente, pero no me sería complicado dar con Rebeca, Óscar y los demás. Recordaba perfectamente sus pisos 3º F y 5º B respectivamente. El de Manolo era el de al lado de Óscar, así que 5º C. El de Noelia el 2º C, pero del portal de al lado, que también era el de Rubén…

De repente, sin darme cuenta siquiera, apareció la señal que indicaba que debía abandonar la autovía en la próxima salida. Estaba tan sumido en mis pensamientos que no me había dado cuenta de que el mar había hecho acto de presencia a mi derecha varios kilómetros antes anunciando la proximidad a mi destino. Estaba a pocos minutos de volver a ver a mis amigos de la infancia, de darles la sorpresa de su vida… y sólo pensar en aquello logró que los latidos de mi corazón se aceleraran considerablemente.

Salí de la autovía y el sol me golpeó de lleno en los ojos. Enfilé una carretera mal asfaltada por la que parecía ser el único en circular y, finalmente, llegué a la entrada del pueblo. Habían pasado veinte largos años desde la última vez que estuve allí, pero seguía tan reconocible como siempre: la entrada del parque, la pequeña gasolinera, la calle principal… sin embargo, por allí no había ni rastro de las casas bajas que recordaba. En su lugar, altos bloques de apartamentos azules y blancos dominaban el paisaje e impedían ver la costa desde aquel rincón.

Parking

-Cosas del progreso; el ladrillo, que por aquí se expandió más que por ningún otro lugar… -pensé. Sin embargo , a medida que me fui adentrando por las calles me fui dando cuenta de que había muchos otros cambios más sutiles pero también mucho más crueles con mis recuerdos.

Ya no había grandes portalones con canastos de fruta en los que las familias del pueblo vendían los productos de sus propias huertas. Recuerdo que en aquellos lugares se podían encontrar las sandías más jugosas, las manzanas con el sabor más intenso que he probado y los melocotones más deliciosos del mundo. Robustas puertas de garaje de las que asomaban insignias cromadas de coches alemanes habían sustituido a aquellas improvisadas tiendas que apenas tenían una mano de pintura y unas balanzas que hoy podrían estar perfectamente en un museo.

Empecé a sentir algo de miedo: miedo a que mis recuerdos estuvieran distorsionados, a que los ojos de aquel niño vieran aquí un paraíso que en realidad nunca existió. Puede que de pequeño se vean las cosas desde otro punto de vista; pero algo era seguro: mis amigos. Y si aquel lugar se había transformado tan profundamente, nada mejor que mi visita sorpresa para que se dieran cuenta de que algunas cosas nunca cambiarán por mucho tiempo que pase.

Me costó un poco orientarme porque algunas calles eran nuevas y otras estaban tan arregladas que parecían pertenecer a otro lugar. El camino de tierra que daba a la huerta de Antonio ahora era una calle llena de tiendas, y el camping que había junto a la urbanización se había convertido en un infinito bloque de viviendas cuya sombra se estiraba hasta casi la orilla del mar.

Camping semidesierto

En la entrada de la urbanización me encontré una barrera cerrada. Otro cambio más, porque en la década de los ochenta se podía entrar libremente y sin problemas de ningún tipo, así que decidí aparcar fuera y entrar caminando para no molestar al portero, pues por la hora supuse que estaría echando la siesta. Sin embargo, en el apartamento que hacía las veces de portería no había ningún cartel identificativo y por un momento dudé si en realidad seguiría cumpliendo aquella función.

Tras dar toda la vuelta a la finca me encontré con que sus puertas también estaban cerradas con llave, pero no podía quedarme allí plantado después de tantas horas de viaje. Me detuve junto a una de ellas (la más cercana a la zona donde los miembros de la pandilla teníamos nuestras casas) y esperé a que saliera algún vecino, cosa que sucedió en apenas un par de minutos durante los cuales me entretuve mirando el perfil de los edificios que había junto a los acantilados del final de la playa. Cuando era pequeño, sobre aquellos riscos no había más que algunos chalets dispersos, pero ahora era incapaz de encontrar un edificio de menos de catorce plantas.

-Bueno, al menos la urbanización parece que sigue igual que siempre. Han pintado las fachadas y ahora hay una valla exterior, pero eso parece todo -me dije mientras me acercaba al que fue mi portal durante algunos veranos.

Entresuelo

El viejo telefonillo de plástico había sido sustituido por uno metálico y brillante, pero para llevar la sorpresa hasta sus últimas consecuencias preferí no llamar y subir directamente a casa de Óscar aprovechando que la puerta estaba abierta (siendo esta la primera que me encontraba en tal estado). El portal poco tenía ya que ver con el que yo recordaba: las viejas puertas del ascensor estaban pintadas de un azul intenso y el suelo se encontraba tan limpio que me veía reflejado al mirar hacia abajo.

Quería plantarme en la puerta de la casa de Óscar lo más fresco posible, así que desestimé la idea de subir las escaleras y esperé a que el ascensor llegara al ver que estaba iluminada la flecha que indicaba que éste era su destino. Cuando hizo acto de presencia, a través del ventanuco de la puerta vi que bajaba alguien en él y por un momento me dio un vuelco el corazón pensando que podría ser el propio Óscar; pero en su lugar abrió la puerta una mujer cargada con una especie de capazo marrón y varias toallas de playa metidas en él. Saludé sin saber muy bien por qué (supongo que por las viejas costumbres, ya que en aquel bloque de viviendas nos conocíamos todos cuando pasaba en él mis veranos) y antes de dar tiempo siquiera a que me contestara me metí en el ascensor y pulsé la tecla del quinto piso.

Las plantas parecían tardar horas en pasar, sobre todo ahora que el ascensor tenía puertas interiores, y con un suave movimiento amortiguado (nada que ver con el salto que daba en cada parada aquel cacharro en el que tantas veces subí años atrás) las puertas se abrieron para mostrarme la inconfundible puerta de la casa de Óscar.

Estaba exactamente igual a como la recordaba: el tirador de la puerta, el marco, la misma mirilla, el mismo timbre… fue fantástico descubrir que algunas cosas no habían cambiado, así que no lo pensé dos veces y llamé alegremente como si no hubieran pasado aquellos veinte largos años. Escuché con atención y noté que alguien se aproximaba a la puerta al tiempo que de fondo se escuchaba el balbucear de un bebé de pocos meses. ¿Habría tenido un niño Óscar? ¿Se habría casado al final con Noelia como todos pronosticábamos? Alguien giró una llave en la cerradura y en ese momento me di cuenta de que dos décadas de espera llegaban a su fin.

A franjas

Me abrió la puerta un hombre alto, delgado, de unos cincuenta años y con algunas canas ya. Demasiado mayor para ser Óscar; demasiado joven para ser su padre. Me quedé sin saber qué decir, pero aquello no fue un problema porque enseguida me preguntó: -¿Qué desea?.

-Estoy buscando a un amigo de la infancia… Se llama Óscar y… hasta donde yo sé, esta es su casa -dije titubeando un poco. Aquel hombre se quedó pensativo y por su gesto pareció comenzar a atar algunos cabos. Me dijo que compraron el apartamento a una familia hace unos cinco años porque ya apenas iban por allí y no les compensaba mantener una casa que casi no pisaban. Le pregunté que si le sonaba de algo el apellido Domenech y me dijo que, efectivamente, esa era la familia que les vendió el piso.

Mientras me contaba aquello, miré disimuladamente sobre su hombro y distinguí a una chica joven sentada en el sofá del salón junto a una mujer mayor. Ambas miraban embelesadas a un niño que gateaba por un suelo lleno de juguetes. Era el mismo salón en el que había estado con Óscar viendo la televisión durante tardes enteras, pero aquel escenario había dejado de pertenecer a mi infancia para convertirse en un lugar extraño y desconocido.

Según me contó aquel hombre de voz profunda y amable, la familia de Óscar ya no iba por allí porque lo que en un principio les enamoró del pueblo se había perdido para siempre. Ya no era un lugar de descanso y desconexión; sino una pequeña gran urbe con sus atascos, sus colas en las tiendas y sus restaurantes con gente en la puerta esperando a que quedara alguna mesa libre… Ni rastro del pueblo de pescadores que algún día fue; se acabó el anonimato de un lugar que casi nadie conocía en la década de los ochenta.

Mi ánimo sufrió un duro revés ante aquella revelación, pero todavía me quedaba bastante gente por visitar, así que le di las gracias a aquel hombre y marché hacia el piso de Rebeca esperando tener algo más de suerte. Había pasado muy buenos momentos junto a aquella chica viva, alegre, despreocupada y con el pelo del color del trigo; así esperaba poder recordarlos durante un rato de charla inolvidable que me devolviera la ilusión del niño que un día fui.

Los rigores del verano

La entrada de su casa sí que era radicalmente diferente a la de mis recuerdos: habían reemplazado la puerta original por una blindada y las ventanas ahora tenían rejas. Llamé al timbre y nadie contestó pese a que escuchaba con claridad una televisión sonando a todo volumen en alguna habitación de la casa. Llamé una segunda vez por si acaso no me habían escuchado y a los pocos instantes me pareció percibir el sonido de la mirilla abriéndose con rapidez aunque nadie dijo una palabra. No quise probar a llamar una tercera vez; temí encontrarme con una historia parecida a la de la familia de Óscar y opté por marcharme para volver más tarde si mi búsqueda daba más y mejores frutos que hasta el momento.

Fui a ver a Noelia al bloque de al lado: aquella chica simpática, de ojos azules y miedosa de cualquier perro que siempre andaba tonteando con Óscar. Llegué hasta la puerta de su casa y vi que estaba en bastante mal estado: los rayos del sol la habían deteriorado bastante y nadie se había preocupado de darle una simple capa de barniz. Las ventanas estaban sucias y no había ningún felpudo bajo mis pies, por lo que supuse que la casa llevaría bastante tiempo vacía. De todos modos, ya que había llegado hasta allí no iba a darme la vuelta sin más, y resignado a mi mala suerte probé a llamar al timbre que, sin dar crédito a mis oídos, sonó alto y claro llegando incluso a sobresaltarme con su estridente sonido.

Los contraluces de la escalera

Me abrió la puerta un niño de unos siete años de pelo claro y sonrisa pícara. Me miró, no dijo nada, dio la vuelta y salió corriendo dejándome allí plantado con la puerta de la casa entreabierta. Escuché como llamaba a su madre y cuando ella contestó enseguida sentí una cierta familiaridad con aquella voz. Se asomó a la puerta de la cocina y descubrí aquellos ojos azules que tantas veces llamaron mi atención cuando apenas estaba empezando a experimentar sensaciones que años más tarde comencé a considerar amor.

No sabía quién era, no hacía falta que lo dijera porque su cara lo decía todo. Noelia siempre fue muy expresiva, y no había perdido aquella facultad. Esta vez fui yo quien tomo la palabra y simplemente dije: -¿Noelia?. Ante lo que ella contestó: -Sí, y tú eres…. -¡Jorge! -respondí. -Tal vez no te acuerdes de mí, pero… veraneaba aquí hace casi veinte años y siempre estábamos juntos tú, yo, Óscar, Rebeca, Rubén….

La expresión de su mirada cambió por completo a medida que iba hablando. Se secó las manos torpemente con un paño anaranjado y comenzó a acercarse a mí mientras decía: -¿Jorge? ¿El de Zaragoza? ¿El que siempre llegaba el último en las carreras de bicis?.

Sí, ese era yo: el eterno patoso que no sólo tenía la costumbre de llegar en última posición en todas las competiciones que organizábamos, sino también el que chocó contra Óscar una vez jugando al fútbol perdiendo ambos el conocimiento durante unos instantes. Ese era Jorge: el chico soñador que hablaba de cambiar el mundo por uno más justo, el que planeaba lo que haría de mayor sin saber que en realidad la vida da tantas vueltas que hacer planes a largo plazo es una pérdida de tiempo. Allí, tumbado en el césped junto a mis amigos contando estrellas y hablando de mil y unas cosas que se nos quedaban grandes pasé los mejores veranos de mi vida. Y lo único que me unía en ese momento a aquella época maravillosa era Noelia.

Me abrazó, me dijo que aunque durante los primeros veranos tras mi marcha se había acordado de mí a menudo, también reconoció después pasaron años enteros sin un miserable recuerdo y que, por eso, ahora se sentía extraña. Es lógico, yo también sentía algo parecido. Noelia formaba parte de mi vida pasada, pero saltaba a la vista que ya no era la misma persona que yo recordaba.

Muchas preguntas se agolpaban en mi cabeza: ¿Ese niño era suyo? Y en tal caso… ¿Quién era su padre? ¿Dónde estaba el resto de toda nuestra pandilla? ¿Seguía Rebeca viviendo en su piso? En realidad ya conocía las respuestas, me di cuenta nada sentir el extraño abrazo de Noelia: todos habíamos cambiado irremediablemente. Aunque una conocida canción diga que veinte años no es nada, en realidad dos décadas bastan para cambiar la vida de familias enteras. Durante casi toda mi vida me negué a creerlo. Realicé ese viaje para tratar de demostrarme que no era un esclavo del tiempo, que en el fondo no había perdido nada en el camino recorrido durante veinte años de vivencias; pero me equivocaba. Mis amigos no eran los mismos: unos sencillamente ya no estaban y otros habían hecho su vida de tal modo que ahora ocupaban el lugar y el papel de nuestros padres en aquellos años felices. El tiempo había ejecutado su sentencia, y ni yo ni nadie podía hacer nada para cambiar las cosas.

Le dije a Noelia que iba a acercarme un momento al coche para subir unas rosquillas típicas de Zaragoza que había traído y que con ellas, acompañadas de un café, podíamos charlar de todo lo sucedido durante los años transcurridos. Con un «ahora mismo subo» me despedí de un pasado que era mejor dejar reposar tranquilo. Yo ya no pintaba nada en la vida de Noelia del mismo modo que era una tontería seguir buscando un pasado maravilloso donde sólo quedaba polvo y hojarasca.

Sé que fui un cobarde, y que tal vez Noelia me recordará con amargura durante otros veinte años por lo que hice; pero en vez de coger aquellas rosquillas que sólo existían en mi imaginación, salí de la urbanización sin mirar atrás, arranqué el coche y no me detuve hasta que llegué a mi Zaragoza natal mientras me prometía que, a partir de ese día, dejaría que los buenos recuerdos fueran simplemente eso: recuerdos.

Luz misteriosa

20 pensamientos en “Un viaje a la infancia

  1. Llegué hasta este blog hace 2 días y me leí practicamente todos los artículos de fotografía que has escrito, excelentes por cierto. Además de la fotografía veo que te gusta escribir, y he de decir que lo haces muy bien. Felicidades.

    Me ha gustado mucho el relato, ¿tiene algo de autobiográfico? Es duro aceptar de una vez por todas que todo ha cambiado, que ya no somos los que éramos, pero tarde o temprano sucede, desgraciadamente.

    Un saludo.

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    • Muchas gracia por tu comentario Gohan. Si alguno de los artículos sobre fotografía te sirve para aclarar algún concepto que habías escuchado alguna vez pero no tenías muy claro, entonces el esfuerzo de escribirlos habrá merecido la pena 😉

      Con respecto al relato, siempre me ha costado mucho escribir algo partiendo de cero, por lo que todos mis relatos tienen algo de autobiográfico. Y en éste, por supuesto, también 😉

      ¡Un saludo y muchas gracias por comentar!

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  2. A mi tb me ha gustado mucho.
    Es una forma muy bonita de describir que la vida sigue igual con nosotros o sin nosotros. Nunca te ha pasado, no se por ejemplo al dejar la universidad, la sensación d q sí, podrás volver, pero nada será igual. Las cosas quedan, pero los momentos pasan, puedes volver pero ya no es tu momento.
    En fin q creo q me estoy liando y me estoy poniendo un poco profunda ;P

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    • ¡Qué grande eres, Laura!

      Sí, exactamente eso es lo que expresa el relato: el contexto de las cosas, el que todo aquello que vivimos sucede en su momento, y fuera de él no tienen sentido ni son lo mismo.

      Si me pusiera a hacer un ranking de los mejores comentarios que hay en el blog, no dudes que éste estaría en lo más alto de la lista; en serio.

      ¡Un besito! 🙂

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  3. wow que bien te ha quedado este post!, y la verdad es que me ha pegado, precisamente me estaba acordando de la epoca que salia con mis amigos y que como despues de 10 años ya somos casi extraños, la mayoria se han casado y tienen hijos y al no tener ya mucho en comun de que hablar (digo, ni casada ni hijos y ahora solo hablan de esas cosas entre ellas) hemos ido poco apoco alejandonos y buscando un nuevo circulo de amistades mas ad-hoc a lo que ahora somos, hay cosas que se quedan, pero la mayoria se va..
    salu2

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    • Los cambios que suceden a lo largo del tiempo es algo que siempre me ha llamado la atención y se manifiesta en muchos de mis escritos y de mis fotografías. En este caso, paseando por las zonas de la urbanización que narro en el relato para hacer las fotografías que lo ilustran vinieron a mi memoria un montón de anécdotas y recuerdos que seguro servirán de base para alguna futura entrada más.

      ¡Un besito y gracias por comentar, Klau! 🙂

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  4. Muy buen relato, perfecto para el verano, por el tema (a todos nos ha pasado algo parecido, sólo te faltó citar «Cómo hemos cambiado» de Presuntos Implicados), por las fotos que lo ilustran perfectamente y porque se lee fácilmente.

    Sólo una precisión: yo cambiaría la frase «acompañado nada más que por mi propia música«; a no ser que quisieras decir que el autor de la música eres tú, yo escribiría «acompañado sólo por la música de mi reproductor/discman/el-aparato-que-sea«.

    Es una tontería, pero vaya, por tocar las bolas y señalar algún defecto al relato.

    Y en lo personal, sentirse viejo y tener estas crisis de nostalgia con treinta años o así que tienes, que no eres tan viejo, tío…

    P.S. No sé si ya lo comenté, si eso lo repito: me cago en tus muelas: cada vez que caigo en tu blog me tiro horas leyendo tus textos, tus reseñas de fotografía, las mismas fotos… Eres un mamón, sabes cómo enganchar a uno, enlazando tus posts… Que lo sepas.

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    • Es cierto, tienes toda la razón sobre lo de «mi propia música». De hecho ahora lo retocaré, así que muchas gracias por la putualización.

      Por cierto, celebro que el blog te sirva de entretenimiento, pues para mí es importante que la gente al entrar aquí pase un buen rato.

      Y lo de las crisis de sentirse viejo y tal, bueno, a veces le doy vueltas al tema de que a mis casi 30 años todavía estoy trazando mi camino, pero aun así no creo que sea nada grave, porque si miro a mi alrededor hay muchísima gente en la misma situación.

      ¡Un saludo y gracias por tu comentario!

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  5. Un relato muy bonito y nostálgico… Me he acordado de los amigos que hice en Oropesa de pequeño, en concreto una chica de Guadalajara con la que prometí cartearme; ella me envió una carta desde Guadalajara, y yo no respondí nunca. Es una espinita que tengo clavada; imagino que con el tiempo habríamos dejado de tener contacto, pero nunca podré saberlo.

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    • Uf, lo de las cartas también me ocurrió a mí con bastante gente. Lo más curioso es que todavía tengo en casa apuntadas todas las direcciones que fui recopilando aquellos veranos, así que aunque es tarde, todavía hay un hilo del que podría tirar (aunque, como planteo en el relato, hay cosas que es mejor dejar como están 😉 ).

      ¡Un saludo y gracias por pasarte a comentar! 😉

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  6. Sobre la vejez: precisamente tu estilo te hace parecer mayor, leyéndote uno diría que tienes más de cuarenta (¿qué joven de 30 dice «celebro que el blog te sirva de entretenimiento»?); no sé qué influencias tienes, qué te gusta leer, pero si no fuera por los temas, incluso tus mismos comentarios en esta entrada son muy «clásicos», demasiado «correctos» y cuidados incluso para un blog personal… Y te lo dice uno que sí es mayor que tú, bastante mayor. Yo si no critico no soy yo, así que te sugiero que «sueltes» un poco tu estilo, a ver qué pasa…

    Sobre la edad y trazarse el camino, hace unos años (cuando yo tenía treinta) nos podíamos permitir el lujo de hacerlo, la cosa estaba mal, pero no tanto como ahora. Pero hoy, en estos tiempos de crisis, tener simplemente un curro y un piso de alquiler es casi imposible, no digamos ya aquello de «realizarse» (ya ni se usa la expresión), así que.

    Y bueno, todos hemos estado en Oropesa, quiero decir, a todos nos ha pasado más o menos lo que cuentas. Yo recuerdo cuando tuve que volver al colegio donde estudié a por unos papeles, lo típico de que aquello te parece más pequeño de lo que era (obvio, hemos crecido)… Otro tema para recordar.

    P.S. En donde vivo en vez de «celebro que el blog te sirva de entretenimiento» dirían «chachi que te enrolle mi tar y tar, loko, y eso» ;).

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    • Sí; si me pongo a analizar mi forma de expresarme puede que sea demasiado formal, pero es mi manera de ser. Cuando me pongo a escribir no me paro a pensar cómo suena (me ocurre lo mismo al hablar) porque precisamente al ser un blog personal me expreso tal y como se me pasan las cosas por la cabeza.

      Es decir, que si como dices, «me suelto» va a salir el mismo tipo de expresión, porque es mi forma natural de expresarme.

      ¡Un saludo!

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  7. Perdón por el coñazo, se me olvidaba: curioso que alguien de la generación de la consola tenga un estilo tan clásico, incluso en tus artículos técnicos y reseñas de U. Nivel.

    Sintómatico, habría que investigar eso: cómo son y cómo piensan los «consoleros»…

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  8. Pero vamos a ver, ¿tienes o no activadas las actualizaciones automáticas de tu disco duro mental? A ver si va ser alguna librería desactualizada (tómese la frase en todos sus sentidos)…

    A lo mejor no te he leído lo suficiente, pero como que no sueles comentar tus lecturas. ¿Qué te gusta leer? ¿Una entrada sobre eso?

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    • Bueno, reconozco que en el último año no he leído demasiados libros por falta de tiempo; pero siempre me han apasionado (y me apasionarán) los relatos de todo tipo y condición: comenzando por Stephen King y sus historias sobre el terror cotidiano y terminando por Antonio Gala y sus múltiples puntos de vista sobre el amor.

      En cualquier caso, musicalmente me encanta Nacho Vegas; y si te paras a escuchar cualquiera de sus discos verás que su forma de ver las cosas también parece la de alguien de más edad de la que realmente tiene. Supongo que me gusta su música por alguna extraña afinidad.

      ¡Un saludo!

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  9. Esta historia también me ha gustado mucho. Analiza, con bastante sentido crítico, la imposibilidad de lo eterno en el mundo real. La eternidad sería, en este caso, un concepto, algo que sólo existe en nuestro pensamiento pero a lo que nos negamos a renunciar. ¡Son cosas como ástas las que nos hacen humanos!
    Y debo añadir que yo, al igual que el protagonista de tu relato, también dejé de veranear en Oropesa en 1989 porque, según decía mi padre entonces «hay tanta gente que es imposible vivir». Imagínate lo que dice ahora cuando vamos de vez en cuando por allí a visitar a la familia xD

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