Aquellos maravillosos años de la infancia: 1989

Tenía pendiente la publicación de esta entrada desde hace tiempo (muuuucho tiempo) ya que es la que finaliza una miniserie que, a razón de una entrada por año, ha ido retratando mi infancia. En este caso nos remontamos a 1989, año en el que me regalaron mi primera cámara con la que precisamente fueron hechas estas fotografías en las que ya se vislumbran algunos rasgos que incluso pese al tiempo que ha pasado siguen siendo reconocibles.

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De hecho, a lo largo de los años he tenido ocasión de encontrarme con profesores que me dieron clase en aquella época y siempre me han reconocido sin ningún género de dudas. Nada más acercarme a ellos enseguida me he encontrado con un sonoro «¡Hombre, Luis, cuánto tiempo!» o «Yo te di clase a ti…» señal de que en el fondo mi aspecto no ha cambiado demasiado en las tres últimas décadas.

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Las dos fotografías que ilustran este artículo están hechas el mismo día en las inmediaciones del barrio de Venecia y el caso es que todavía recuerdo perfectamente a mi madre haciéndolas. La primera es en uno de los árboles de los márgenes del paseo del río a la altura del colegio Iplacea; árbol que sigue allí sólo que ahora bastante más grande. La segunda es en el parque que existe todavía hoy en el extremo sur del mencionado barrio pero en el que ya no están esos rústicos troncos de madera en los que cada vez que pasaba trataba de mostrar al mundo mis innatas cualidades para el funambulismo.

A partir de aquí empecé a ser yo el que casi siempre estaba detrás de la cámara, por lo que mis apariciones fueron mucho más esporádicas e incluso hay años en los que no aparezco ni en una miserable imagen. Por tanto, a partir de este año la mini-serie perdería su sentido y de ahí que haya decidido poner el punto final justo en el último año de la década de los ochenta.

Han sido ocho entradas en las que os he mostrado cómo fui creciendo y cambiando durante la primera década de mi existencia y con las que espero haberos hecho partícipes de lo que fui para así tener una perspectiva desde la que entender todo lo que vino después.

Aquellos maravillosos años de la infancia: 1987

Lo reconozco: de pequeño me daban miedo las bengalas; y de ahí que en la fotografía que ilustra esta entrada no sea capaz de apretar más mis labios.

Enero de 1987

Esta imagen fue tomada en las Navidades de 1987 mientras pasábamos aquellas fiestas en familia en casa de mis abuelos incluida mi hermana nacida apenas un par de meses antes. Recuerdo bien que una mañana mi padre compró un sobre de aquellas pequeñas bengalas chispeantes y que a mi madre le pareció una buena idea que sujetara una de ellas encendida para hacerme una fotografía que diera cuenta del momento.

Por eso, a diferencia de otras imágenes de mi infancia, aquí no sonrío; y es que mi mueca representa más miedo que otra cosa. Lo que se me pasaba por la cabeza en esos momentos era que una de las chispas de la bengala prendería mi ropa y tendríamos un accidente. Y aunque al final nada de eso ocurrió, durante aquellos interminables segundos no podía evitar pensar en el inminente desastre mientras mantenía el incesante chisporroteo lo más alejado posible de mí.

No recuerdo mucho más de aquellas Navidades porque los recuerdos se mezclan con las de otros años al ser unas fiestas que más o menos siempre siguen el mismo guión. Sin embargo, sí que me acuerdo de que una tarde pusieron El Imperio Contraataca en la televisión y vi la película (que en aquellos días me pareció un rollo) yo sólo tumbado sobre la alfombra del salón mientras en el exterior caía una fuerte tormenta con rayos, truenos y centellas. No obstante, por mucho ruido que hiciera el cielo, a mí me acobardaba mucho más una simple bengala que costaba apenas diez pesetas.

Recuerdos de la infancia: el parque Manuel Azaña

Hoy me apetece hacer un poco de memoria, así que os hablaré de un parque cerca de mi casa que construyeron en 1987 y que supuso una pequeña revolución en la fisonomía de esta zona de la ciudad por sus novedosas formas: el parque Manuel Azaña.

Si cierro los ojos y me traslado a finales de la década de los ochenta o principios de los noventa, recuerdo tenuemente una gran montaña de tierra en la que los niños jugábamos a subirla y bajarla sin descanso (poniéndonos la ropa hecha un asco, claro). También me acuerdo de una estructura de cemento en forma de laberinto situada en el centro de una especie de castillo donde jugábamos con pistolas de fogueo y lanzándonos petardos como si fueran cartuchos de dinamita… Una original construcción que tiempo después fue desmantelada por razones de seguridad. Seguro que los que ahora rondan la treintena y pasaron su infancia en los barrios de Nueva Alcalá y Tabla Pintora saben de lo que estoy hablando.

Parque Manuel Azaña a finales de los 80

Parque Manuel Azaña a finales de los 80. Pinchando sobre la imagen accederéis a versiones de más resolución y notas informativas de cada elemento.

Por cierto, para situaros un poco os comentaré que esa fábrica de ladrillos que se ve en la parte superior derecha de la imagen es donde actualmente está emplazado el local del supermercado Champion de Ronda Fiscal que lleva cerrado varios años. Del mismo modo, en ese solar que se ve en la esquina superior izquierda hoy podéis ver un bonito parque donde el otro día hice un par de fotos.

Una cosa bastante curiosa es que por aquella época surcaban el parque Manuel Azaña una serie de canales de aproximadamente medio metro de ancho por los que corría agua y que en invierno se congelaban de tal modo que, si no pesabas mucho, hasta podías ponerte en pie sobre ellos. Canales que no tardaron en convertirse en una acumulación de suciedad y también en el destino de algún que otro niño al que sus amigos hacían la trastada de turno en pleno invierno, de modo que el ayuntamiento decidió enterrarlos para evitar cualquier posible problema.

Es una pena que no tenga más fotografías del parque por aquellas épocas (la que tenéis ahí arriba es todo lo que he podido encontrar), pero lo que sí puedo hacer es ofreceros unas imágenes que capté el otro día en el auditorio que forma parte del parque desde el primer día y que actualmente sigue en pie con el mismo aspecto que entonces (bueno, la estatua de Azaña se ha trasladado a una glorieta cercana y el lugar está lleno de pintadas; pero básicamente se encuentra como en mis recuerdos).

En este auditorio se han realizado mítines electorales, funciones de teatro, conciertos, campañas benéficas… y eso que es un horno en verano, un congelador en invierno y una incomodidad durante todo el año. Sin embargo, aunque el lugar es feo con ganas, es una de las pocas cosas que quedan del proyecto original, por lo que cada vez que paso cerca de este sitio me acuerdo de todas las tardes pasadas allí trotando entre sus gradas.

Auditorio Manuel Azaña

Auditorio Manuel Azaña

Auditorio Manuel Azaña

Auditorio Manuel Azaña

Auditorio Manuel Azaña

Hoy en día el parque Manuel Azaña no es más que una extensión de tierra con arbustos anexa al auditorio donde no se ven muchos niños que digamos y por la que no es muy recomendable pasar de madrugada. Sin embargo, dando una vuelta por allí no puedo evitar recordar aquellos años de mi infancia en los que mis únicas preocupaciones al salir del colegio era ver un rato la televisión y salir a jugar con mis amigos.

En aquellas épocas, caer rodando por una ladera de tierra o acabar metido hasta las rodillas en un riachuelo de agua helada no representaba ningún problema y, qué queréis que os diga: aquí seguimos todos, así que tampoco parece que fuera algo tan peligroso, ¿no?

Un viaje a la infancia

Necesitaba volver por unos días a mis orígenes y así recuperar viejas sensaciones. Por eso dejé atrás todo, por eso cargué nada más que tres o cuatro cosas básicas en el coche y escapé a toda prisa de la ciudad sin mirar lo que dejaba atrás.

Los viales

Durante todo el camino estuve recordando anécdotas de las vacaciones que pasé durante mi infancia en aquel pueblo costero a los pies de unas montañas de tierra rojiza. Fueron muchos kilómetros bajo el sol acompañado nada más que por los éxitos radiofónicos que escupía la emisora de turno, pero también vinieron a mi memoria multitud de pensamientos fugaces sobre aquellas noches llenas de estrellas y todos los sueños que quedaron pendientes de cumplir.

Después de tantos años me preguntaba qué aspecto tendrían mis amigos, cómo estarían aquellos senderos entre pinos por los que tanto nos gustaba perdernos, qué habría ocurrido en las vidas de cada uno de ellos… Dudas que me habían rondado la cabeza durante años y que por fin iban a tener respuesta.

¿Seguiría Rebeca tan guapa como en aquella foto que me dio al despedirnos? ¿Tendría Óscar tanto éxito con las chicas como entonces? ¿Estaría el césped junto a nuestras casas tan verde como lo recuerdo en la tarde de mi marcha definitiva?

Podría haber avisado de algún modo de mi inminente llegada, pero preferí no hacerlo; igual que cuando teníamos doce años. El ritual siempre era el mismo: ir casa por casa llamando al timbre para anunciar alegremente a mis amigos que un verano más estaba allí dispuesto a pasar días y noches inolvidables. Seguir cumpliendo con aquella tradición sería un modo de demostrar que el tiempo transcurrido no tenía por qué habernos cambiado lo más mínimo.

Repetitividad urbana

Ya habían sucedido demasiados cambios en mi vida; sobre todo desde que me había convertido en un treintañero cuya existencia era pura rutina. Necesitaba sentir que todavía quedaba un remanso de paz en el que el tiempo no hubiera avanzado en las últimas dos décadas, y estaba seguro que ese lugar no era otro que aquel del que provienen los mejores recuerdos de mi vida. Estaba tan cansado del ajetreo del día a día en la ciudad que busqué en aquel lugar que tantas veces había añorado un renacer que me permitiera ver las cosas de otro modo.

Era tres de agosto; plena época estival. La urbanización estaría llena de gente, pero no me sería complicado dar con Rebeca, Óscar y los demás. Recordaba perfectamente sus pisos 3º F y 5º B respectivamente. El de Manolo era el de al lado de Óscar, así que 5º C. El de Noelia el 2º C, pero del portal de al lado, que también era el de Rubén…

De repente, sin darme cuenta siquiera, apareció la señal que indicaba que debía abandonar la autovía en la próxima salida. Estaba tan sumido en mis pensamientos que no me había dado cuenta de que el mar había hecho acto de presencia a mi derecha varios kilómetros antes anunciando la proximidad a mi destino. Estaba a pocos minutos de volver a ver a mis amigos de la infancia, de darles la sorpresa de su vida… y sólo pensar en aquello logró que los latidos de mi corazón se aceleraran considerablemente.

Salí de la autovía y el sol me golpeó de lleno en los ojos. Enfilé una carretera mal asfaltada por la que parecía ser el único en circular y, finalmente, llegué a la entrada del pueblo. Habían pasado veinte largos años desde la última vez que estuve allí, pero seguía tan reconocible como siempre: la entrada del parque, la pequeña gasolinera, la calle principal… sin embargo, por allí no había ni rastro de las casas bajas que recordaba. En su lugar, altos bloques de apartamentos azules y blancos dominaban el paisaje e impedían ver la costa desde aquel rincón.

Parking

-Cosas del progreso; el ladrillo, que por aquí se expandió más que por ningún otro lugar… -pensé. Sin embargo , a medida que me fui adentrando por las calles me fui dando cuenta de que había muchos otros cambios más sutiles pero también mucho más crueles con mis recuerdos.

Ya no había grandes portalones con canastos de fruta en los que las familias del pueblo vendían los productos de sus propias huertas. Recuerdo que en aquellos lugares se podían encontrar las sandías más jugosas, las manzanas con el sabor más intenso que he probado y los melocotones más deliciosos del mundo. Robustas puertas de garaje de las que asomaban insignias cromadas de coches alemanes habían sustituido a aquellas improvisadas tiendas que apenas tenían una mano de pintura y unas balanzas que hoy podrían estar perfectamente en un museo.

Empecé a sentir algo de miedo: miedo a que mis recuerdos estuvieran distorsionados, a que los ojos de aquel niño vieran aquí un paraíso que en realidad nunca existió. Puede que de pequeño se vean las cosas desde otro punto de vista; pero algo era seguro: mis amigos. Y si aquel lugar se había transformado tan profundamente, nada mejor que mi visita sorpresa para que se dieran cuenta de que algunas cosas nunca cambiarán por mucho tiempo que pase.

Me costó un poco orientarme porque algunas calles eran nuevas y otras estaban tan arregladas que parecían pertenecer a otro lugar. El camino de tierra que daba a la huerta de Antonio ahora era una calle llena de tiendas, y el camping que había junto a la urbanización se había convertido en un infinito bloque de viviendas cuya sombra se estiraba hasta casi la orilla del mar.

Camping semidesierto

En la entrada de la urbanización me encontré una barrera cerrada. Otro cambio más, porque en la década de los ochenta se podía entrar libremente y sin problemas de ningún tipo, así que decidí aparcar fuera y entrar caminando para no molestar al portero, pues por la hora supuse que estaría echando la siesta. Sin embargo, en el apartamento que hacía las veces de portería no había ningún cartel identificativo y por un momento dudé si en realidad seguiría cumpliendo aquella función.

Tras dar toda la vuelta a la finca me encontré con que sus puertas también estaban cerradas con llave, pero no podía quedarme allí plantado después de tantas horas de viaje. Me detuve junto a una de ellas (la más cercana a la zona donde los miembros de la pandilla teníamos nuestras casas) y esperé a que saliera algún vecino, cosa que sucedió en apenas un par de minutos durante los cuales me entretuve mirando el perfil de los edificios que había junto a los acantilados del final de la playa. Cuando era pequeño, sobre aquellos riscos no había más que algunos chalets dispersos, pero ahora era incapaz de encontrar un edificio de menos de catorce plantas.

-Bueno, al menos la urbanización parece que sigue igual que siempre. Han pintado las fachadas y ahora hay una valla exterior, pero eso parece todo -me dije mientras me acercaba al que fue mi portal durante algunos veranos.

Entresuelo

El viejo telefonillo de plástico había sido sustituido por uno metálico y brillante, pero para llevar la sorpresa hasta sus últimas consecuencias preferí no llamar y subir directamente a casa de Óscar aprovechando que la puerta estaba abierta (siendo esta la primera que me encontraba en tal estado). El portal poco tenía ya que ver con el que yo recordaba: las viejas puertas del ascensor estaban pintadas de un azul intenso y el suelo se encontraba tan limpio que me veía reflejado al mirar hacia abajo.

Quería plantarme en la puerta de la casa de Óscar lo más fresco posible, así que desestimé la idea de subir las escaleras y esperé a que el ascensor llegara al ver que estaba iluminada la flecha que indicaba que éste era su destino. Cuando hizo acto de presencia, a través del ventanuco de la puerta vi que bajaba alguien en él y por un momento me dio un vuelco el corazón pensando que podría ser el propio Óscar; pero en su lugar abrió la puerta una mujer cargada con una especie de capazo marrón y varias toallas de playa metidas en él. Saludé sin saber muy bien por qué (supongo que por las viejas costumbres, ya que en aquel bloque de viviendas nos conocíamos todos cuando pasaba en él mis veranos) y antes de dar tiempo siquiera a que me contestara me metí en el ascensor y pulsé la tecla del quinto piso.

Las plantas parecían tardar horas en pasar, sobre todo ahora que el ascensor tenía puertas interiores, y con un suave movimiento amortiguado (nada que ver con el salto que daba en cada parada aquel cacharro en el que tantas veces subí años atrás) las puertas se abrieron para mostrarme la inconfundible puerta de la casa de Óscar.

Estaba exactamente igual a como la recordaba: el tirador de la puerta, el marco, la misma mirilla, el mismo timbre… fue fantástico descubrir que algunas cosas no habían cambiado, así que no lo pensé dos veces y llamé alegremente como si no hubieran pasado aquellos veinte largos años. Escuché con atención y noté que alguien se aproximaba a la puerta al tiempo que de fondo se escuchaba el balbucear de un bebé de pocos meses. ¿Habría tenido un niño Óscar? ¿Se habría casado al final con Noelia como todos pronosticábamos? Alguien giró una llave en la cerradura y en ese momento me di cuenta de que dos décadas de espera llegaban a su fin.

A franjas

Me abrió la puerta un hombre alto, delgado, de unos cincuenta años y con algunas canas ya. Demasiado mayor para ser Óscar; demasiado joven para ser su padre. Me quedé sin saber qué decir, pero aquello no fue un problema porque enseguida me preguntó: -¿Qué desea?.

-Estoy buscando a un amigo de la infancia… Se llama Óscar y… hasta donde yo sé, esta es su casa -dije titubeando un poco. Aquel hombre se quedó pensativo y por su gesto pareció comenzar a atar algunos cabos. Me dijo que compraron el apartamento a una familia hace unos cinco años porque ya apenas iban por allí y no les compensaba mantener una casa que casi no pisaban. Le pregunté que si le sonaba de algo el apellido Domenech y me dijo que, efectivamente, esa era la familia que les vendió el piso.

Mientras me contaba aquello, miré disimuladamente sobre su hombro y distinguí a una chica joven sentada en el sofá del salón junto a una mujer mayor. Ambas miraban embelesadas a un niño que gateaba por un suelo lleno de juguetes. Era el mismo salón en el que había estado con Óscar viendo la televisión durante tardes enteras, pero aquel escenario había dejado de pertenecer a mi infancia para convertirse en un lugar extraño y desconocido.

Según me contó aquel hombre de voz profunda y amable, la familia de Óscar ya no iba por allí porque lo que en un principio les enamoró del pueblo se había perdido para siempre. Ya no era un lugar de descanso y desconexión; sino una pequeña gran urbe con sus atascos, sus colas en las tiendas y sus restaurantes con gente en la puerta esperando a que quedara alguna mesa libre… Ni rastro del pueblo de pescadores que algún día fue; se acabó el anonimato de un lugar que casi nadie conocía en la década de los ochenta.

Mi ánimo sufrió un duro revés ante aquella revelación, pero todavía me quedaba bastante gente por visitar, así que le di las gracias a aquel hombre y marché hacia el piso de Rebeca esperando tener algo más de suerte. Había pasado muy buenos momentos junto a aquella chica viva, alegre, despreocupada y con el pelo del color del trigo; así esperaba poder recordarlos durante un rato de charla inolvidable que me devolviera la ilusión del niño que un día fui.

Los rigores del verano

La entrada de su casa sí que era radicalmente diferente a la de mis recuerdos: habían reemplazado la puerta original por una blindada y las ventanas ahora tenían rejas. Llamé al timbre y nadie contestó pese a que escuchaba con claridad una televisión sonando a todo volumen en alguna habitación de la casa. Llamé una segunda vez por si acaso no me habían escuchado y a los pocos instantes me pareció percibir el sonido de la mirilla abriéndose con rapidez aunque nadie dijo una palabra. No quise probar a llamar una tercera vez; temí encontrarme con una historia parecida a la de la familia de Óscar y opté por marcharme para volver más tarde si mi búsqueda daba más y mejores frutos que hasta el momento.

Fui a ver a Noelia al bloque de al lado: aquella chica simpática, de ojos azules y miedosa de cualquier perro que siempre andaba tonteando con Óscar. Llegué hasta la puerta de su casa y vi que estaba en bastante mal estado: los rayos del sol la habían deteriorado bastante y nadie se había preocupado de darle una simple capa de barniz. Las ventanas estaban sucias y no había ningún felpudo bajo mis pies, por lo que supuse que la casa llevaría bastante tiempo vacía. De todos modos, ya que había llegado hasta allí no iba a darme la vuelta sin más, y resignado a mi mala suerte probé a llamar al timbre que, sin dar crédito a mis oídos, sonó alto y claro llegando incluso a sobresaltarme con su estridente sonido.

Los contraluces de la escalera

Me abrió la puerta un niño de unos siete años de pelo claro y sonrisa pícara. Me miró, no dijo nada, dio la vuelta y salió corriendo dejándome allí plantado con la puerta de la casa entreabierta. Escuché como llamaba a su madre y cuando ella contestó enseguida sentí una cierta familiaridad con aquella voz. Se asomó a la puerta de la cocina y descubrí aquellos ojos azules que tantas veces llamaron mi atención cuando apenas estaba empezando a experimentar sensaciones que años más tarde comencé a considerar amor.

No sabía quién era, no hacía falta que lo dijera porque su cara lo decía todo. Noelia siempre fue muy expresiva, y no había perdido aquella facultad. Esta vez fui yo quien tomo la palabra y simplemente dije: -¿Noelia?. Ante lo que ella contestó: -Sí, y tú eres…. -¡Jorge! -respondí. -Tal vez no te acuerdes de mí, pero… veraneaba aquí hace casi veinte años y siempre estábamos juntos tú, yo, Óscar, Rebeca, Rubén….

La expresión de su mirada cambió por completo a medida que iba hablando. Se secó las manos torpemente con un paño anaranjado y comenzó a acercarse a mí mientras decía: -¿Jorge? ¿El de Zaragoza? ¿El que siempre llegaba el último en las carreras de bicis?.

Sí, ese era yo: el eterno patoso que no sólo tenía la costumbre de llegar en última posición en todas las competiciones que organizábamos, sino también el que chocó contra Óscar una vez jugando al fútbol perdiendo ambos el conocimiento durante unos instantes. Ese era Jorge: el chico soñador que hablaba de cambiar el mundo por uno más justo, el que planeaba lo que haría de mayor sin saber que en realidad la vida da tantas vueltas que hacer planes a largo plazo es una pérdida de tiempo. Allí, tumbado en el césped junto a mis amigos contando estrellas y hablando de mil y unas cosas que se nos quedaban grandes pasé los mejores veranos de mi vida. Y lo único que me unía en ese momento a aquella época maravillosa era Noelia.

Me abrazó, me dijo que aunque durante los primeros veranos tras mi marcha se había acordado de mí a menudo, también reconoció después pasaron años enteros sin un miserable recuerdo y que, por eso, ahora se sentía extraña. Es lógico, yo también sentía algo parecido. Noelia formaba parte de mi vida pasada, pero saltaba a la vista que ya no era la misma persona que yo recordaba.

Muchas preguntas se agolpaban en mi cabeza: ¿Ese niño era suyo? Y en tal caso… ¿Quién era su padre? ¿Dónde estaba el resto de toda nuestra pandilla? ¿Seguía Rebeca viviendo en su piso? En realidad ya conocía las respuestas, me di cuenta nada sentir el extraño abrazo de Noelia: todos habíamos cambiado irremediablemente. Aunque una conocida canción diga que veinte años no es nada, en realidad dos décadas bastan para cambiar la vida de familias enteras. Durante casi toda mi vida me negué a creerlo. Realicé ese viaje para tratar de demostrarme que no era un esclavo del tiempo, que en el fondo no había perdido nada en el camino recorrido durante veinte años de vivencias; pero me equivocaba. Mis amigos no eran los mismos: unos sencillamente ya no estaban y otros habían hecho su vida de tal modo que ahora ocupaban el lugar y el papel de nuestros padres en aquellos años felices. El tiempo había ejecutado su sentencia, y ni yo ni nadie podía hacer nada para cambiar las cosas.

Le dije a Noelia que iba a acercarme un momento al coche para subir unas rosquillas típicas de Zaragoza que había traído y que con ellas, acompañadas de un café, podíamos charlar de todo lo sucedido durante los años transcurridos. Con un «ahora mismo subo» me despedí de un pasado que era mejor dejar reposar tranquilo. Yo ya no pintaba nada en la vida de Noelia del mismo modo que era una tontería seguir buscando un pasado maravilloso donde sólo quedaba polvo y hojarasca.

Sé que fui un cobarde, y que tal vez Noelia me recordará con amargura durante otros veinte años por lo que hice; pero en vez de coger aquellas rosquillas que sólo existían en mi imaginación, salí de la urbanización sin mirar atrás, arranqué el coche y no me detuve hasta que llegué a mi Zaragoza natal mientras me prometía que, a partir de ese día, dejaría que los buenos recuerdos fueran simplemente eso: recuerdos.

Luz misteriosa

Queridos reyes magos…

Hace unos días me encontré en el fondo de un cajón una carta fechada a finales de 1984 bastante particular; y es que fue enviada a esos tres entrañables personajes que esta misma noche repartirán regalos a diestro y siniestro por todos los hogares del mundo en apenas unas horas. Nada más tocarla recordé con claridad una bonita historia que después de más de dos décadas ha vuelto a mi memoria y que hoy me gustaría contaros.

Si todavía poseo esta carta es porque en la mañana del 6 de Enero de 1985 me la encontré de regreso junto a los regalos que había pedido, y gracias a ello hoy puedo compartir con todos vosotros este entrañable recuerdo. Fue un bonito detalle por parte de «sus majestades» que ha perdurado en el tiempo tras tras veintitrés largos años; y es que el haber dejado aquel trozo de papel que había enviado un par de semanas antes era la prueba irrefutable de que mi misiva había llegado a sus reales manos.

No fui yo, sino mi padre, quien escribió aquellas líneas, porque con mis casi 5 añitos el don de la escritura no era mi mayor virtud. Mi pequeña mano lo único que hizo fue estampar en ella una temblona firma al final que mezclaba mi nombre incompleto con el número 25. En su momento tendría para mí todo el sentido del mundo, pero a día de hoy no consigo recordar por qué no puse simplemente Luis. Supongo que ya desde pequeño me gustaba tomar el camino más largo para hacer las cosas.

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Carta reyes magos navidad 1984 (2)

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Bendita inocencia la que teníamos los niños de esa edad. Si hoy tuviera que escribir una carta a los Reyes Magos les pediría sin dudarlo un contrato indefinido, una hipoteca asequible, mis mejores deseos para los que me rodean y un poco de paz para la humanidad en general; pero en 1984 lo que me quitaba el sueño era una bicicleta roja (con una bomba para hinchar las ruedas; importante observación), una estación de servicio para coches en miniatura y poco más.

Era tan sencillo aquello que si te habías portado bien durante todo el año y habías aprobado tus asignaturas en el colegio sabías que tendrías aquellos juguetes que pedías en la carta (como fue mi caso); pero hoy en día uno ha de tener claro que nada de lo que pueda desear va a depender de cómo haya llevado los doce meses precedentes, ya que al fin y al cabo en la vida hay muchos más factores que no siempre están relacionados con uno mismo pero que nos condicionan notablemente.

De todos modos, lo que quiero mostraros con esta carta que hoy comparto con vosotros es una muestra de la ilusión que nunca debemos perder, ya que a veces en la vida uno se lleva sorpresas y se da cuenta de que un buen día aquello por lo que luchó durante mucho tiempo aparece ante sus ojos con total nitidez.

Tratad de ser felices; yo estoy en ello.

Aquella tortura veraniega llamada Vacaciones Santillana

Mis recuerdos de los veranos en la niñez son por lo general siempre positivos excepto por una cosa que, si nacisteis en la década de los ochenta, tal vez conozcáis vosotros también: el maldito Vacaciones Santillana. Una auténtica tortura patrocinada por los profesores y bendecida por los padres que no servía para otra cosa que amargarle las tardes al estudiante de turno.

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Aquel invento del demonio servía en teoría para que los conocimientos que habías adquirido durante el curso escolar no se perdieran en esos tres meses de vacaciones estivales; pero la cruda realidad es que aquello era un tostón que se hacía con desgana y desidia. Si el pobre chaval (es decir; yo) había estudiando durante el curso y había sacado buenas notas (seamos sinceros: había que ser muy vago para suspender en el colegio alguna asignatura) ¿qué necesidad había de amargarle esos meses de diversión y despreocupación escolar? ¿No sirven acaso las vacaciones para cambiar radicalmente la vida monótona y cuadriculada que llevamos durante el resto del año? ¿Acaso mi padre se llevaba cosas del trabajo para hacer durante aquellos días de Agosto?

Incluso ahora le veo todavía menos sentido a aquellas páginas llenas de ejercicios: total, si en el futuro al chaval le da por ir a la universidad ya le tocará pasarse los veranos estudiando para sacar alguna asignatura en Septiembre; pero durante la infancia ese tiempo de vacaciones debería ser sagrado y estar regulado por algún decreto-ley o similar.

Me acuerdo bien de los primeros años de la década de los noventa en los que durante mi estancia en la playa tenía que estar dos horas después de comer (concretamente de 15’00 a 17’00; hay cosas que no se olvidan con facilidad) haciendo los ejercicios del libro de tal modo que refrescara todo el conocimiento que mi mente infantil había recavado durante los largos meses del invierno. Sobre el papel esto es muy bonito, pero en realidad yo sólo me veía sentado en la mesa de la terraza, bostezando, con un calor que ni en el infierno y mirando el reloj una y otra vez deseando que llegaran las cinco de la tarde para irme a la calle a reunirme con mis amigos.

Lo peor del tema es que a mis amigos no les obligaban a rellenar el puñetero cuadernillo, y era habitual dirigir mi vista hacia la calle y verlos en los columpios de la urbanización jugando y durmiendo la siesta sobre el césped. Una auténtica tortura que a día de hoy todavía recuerdo bien. Algún día debería rebuscar por el maletero de mi armario para hallar alguno de esos Vacacioes Santillana, prenderle fuego, grabarlo y subirlo a Youtube. Anda que no me iba a quedar ancho…

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Tengo que confesar que durante aquellas dos horas malditas no hacía ni el huevo, y lo que ocurría es que al final del verano me pegaba una panzada a hacer ejercicios durante dos o tres días para que en el primer día del curso los profesores (los muy mamones te pedían el cuadernillo y todo) creyeran que había sido un chico ejemplar y lo había llevado todo al día durante el verano.

Y si aún aquello me hubiera servido de algo podría entenderlo; pero en el colegio año tras año veías los mismos temas de las mismas asignaturas una y otra vez, sólo que cada curso un poco más ampliados: un año aprendes a sumar, el siguiente a sumar llevando, luego a restar… y así hasta el día que descubres la calculadora.

En fin, ignoro si actualmente el Vacaciones Santillana se sigue vendiendo o alguna asociación de defensores del tiempo libre ha conseguido que el ministerio de educación lo retire del mercado; pero sea como sea a mí ya nadie me devolverá todas aquellas horas de vacaciones perdidas en la terraza del apartamento con un lapicero en la mano y la mirada perdida en el infinito.

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¡Y una leche!

PD: De regalo os dejo… ¡Un anuncio de los odiosos cuadernillos! :mrgreen:


Los niños de hoy y los columpios de ayer

Recuerdo que de pequeño ir al parque a jugar era sinónimo de mercromina en las rodillas; y menos mal que en casa había mercromina, porque no me quiero imaginar el dolor de aquellos aparatosos raspones rociados con el temido alcohol del botiquín.

El caso es que hace unas semanas, viendo un mini-parque infantil en Oropesa del Mar, se me venían a la cabeza esas imágenes de mi propia niñez en las que jugando en el parque de al lado de casa pegabas un patinazo y gracias a la gravilla que se estilaba en aquellos años te asegurabas un buen raspón en las rodillas con un sangrado instantáneo, espectacular y abundante.

Jugar en el parque con tus amigos te curtía, te hacía un tipo duro que jamás lloraría ante una caída de las características antes descritas porque sería tildado de afeminado por sus compañeros durante toda su existencia (los niños son crueles y hacen circular los rumores más rápido que la pólvora). Del mismo modo, pasar sobre el típico arco de tubos de metal o ponerse de pie sobre aquellas barras parelelas de frío acero eran ejercicios de riesgo ante los que cualquier padre actual se horrorizaría. Y no digamos el encerrarnos en aquellas extrañas construcciones tubulares de colores sin forma definida en las que trepabas hasta ponerte en cualquier postura imaginable y en las que el resbalón de una mano implicaba una segura y urgente visita al dentista.

Columpios clásicos

Sin embargo, ahora los parques para los niños están tapizados con una especie de suelo fabricado a base de goma elástica en el que es casi imposible hacerse daño. Ya no hay manera de hacerse una brecha en la frente al caerse desde lo alto del tobogán así como no hay modo alguno de dejarse la palma de la mano en el suelo al caerse de la bici. Cosas cotidianas que a la gente de mi generación nos han marcado la infancia y hemos crecido con ellas alegremente sin más contratiempo que los primeros auxilios en casa a cargo de nuestras madres, que parecen tener genes de enfermeras, dicho sea de paso.

Del mismo modo, los columpios de ahora están pensados para que los niños no se puedan hacer ningún daño al jugar en ellos; cosa que los de antaño no tenían en cuenta para nada. Entonces estaban de moda los tubos de acero, las bisagras chirriantes y llenas de grasa así como los neumáticos atados con cadenas. Todavía recuerdo los gritos de mi madre al comprobar que me había enganchado una manga del jersey en la articulación del balancín o que me había enganchado las zapatillas nuevas en ese saliente de acero que remataba el último peldaño de la escalera del tobogán.

Es de agradecer que la seguridad llegue a todos los ámbitos de la sociedad, pero creo que los parques infantiles han perdido un poco el puntito de «aventura» que tenían en los años 80. Está bien que los niños no se machaquen las rodillas al primer patinazo, pero ese suelo parece estar más bien diseñado para que si al chaval de turno se le cae la PSP al suelo no se le parta por la mitad.

Parque acolchado

Lo que me entristece es que estos niños que ahora juegan auspiciados bajo la seguridad de estos suelos de goma jamás sabrán lo que es caerse de rodillas jugando al pilla-pilla vistiendo pantalones cortos. Si en la vida se aprende a base de palos, muchos niños de hoy tendrán grandes lagunas el día de mañana.

Alcalá de Henares ayer y hoy (5)

Señoras y señores, hoy nos vamos de hotel. Bueno, no exactamente de hotel, pues en la década de los 40 ó 50 no había grandes lujos en Alcalá de Henares, pero sí que nos vamos a hospedar en la posada Acebrón, situada en plena plaza de Cervantes.

Posada Acebrón 1940-50

«Posada Acebrón» (Anónima) 1940-50. Extraída del libro «El archivo y la fotografía de Alcalá de Henares» de Luis Alberto Cabrera Pérez. ISBN: 84-87914-53-5.

La antigua posada Acebrón en la actualidad

La antigua posada Acebrón en la actualidad.

Como podéis observar poco tiene que ver la antigua posada con lo que es en la actualidad, y sin ir más lejos la tienda de alimentación que había en sus bajos fue reemplazada años después por una tienda de regalos que hoy en día (pese a lo que pueda parecer en la segunda fotografía) está abierta al público. Os comentaré que si os acercáis por aquí y os fijáis bien en la madera horizontal todavía se pueden ver los restos de algunas letras semiborradas del rótulo de la posada.

Lo que más me gusta de esta fotografía es que es incluso inquietante comprobar como las columnas siguen siendo las mismas y hasta casi podemos imaginar las siluetas de la gente de la fotografía de hace sesenta años recortadas sobre la actual. Puede que el niño que se ve en primer plano o la niña del balcón todavía vivan hoy en día y al pasar por este lugar de la ciudad vengan a su mente los primeros recuerdos de su infancia.

¡El próximo Lunes más fotos de Alcalá! 😉