Review: Super Mario Bros. (Nintendo Mini Classics)

Estoy seguro de que alguna vez habréis jugado a la recreativa o a las diferentes encarnaciones en consola de Super Mario Bros. Se trata de todo un clásico de los videojuegos y, para mi gusto, uno de los mejores de todos los tiempos por su simplicidad y la adicción que provoca.

Pues bien, resulta que en la segunda mitad de la década de los ochenta apareció una Game&Watch basada en este famosísimo título y el pequeño llavero de la serie Nintendo Mini Classics que hoy nos ocupa no es más que la miniaturización de aquella G&W con todas sus característica intactas. Por tanto, estamos ante un pedazo de la historia de los videojuegos.

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Datos de la máquina analizada

  • Título: Super Mario Bros.
  • Fabricante: Stadlbauer (bajo licencia de Nintendo)
  • Año de fabricación: 2014
  • Color de la carcasa: Gris plata
  • Número de referencia: 10315
  • Número de pantallas: 1
  • Niveles de dificultad inicial: 1
  • Otras funciones: reloj, despertador
  • Controles: Cruceta, botón principal y dos botones secundarios
  • Alimentación: 2 pilas de botón tipo CR44
  • Dimensiones y peso: 65 x 45 x 15 mm. 42 gr
  • Título y año de aparición de la Game&Watch en la que se basa: Super Mario Bros. 1986
  • Texto descriptivo: ¡El malvado dragón Kuppa tiene prisionera a la princesa Toadstool! Mario tiene que superar con habilidad los más diferentes obstáculos en ocho niveles diferentes para poder liberar a la princesa.

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Detalles

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Jugando

Pese a las limitaciones de la máquina, el juego recuerda en buena medida al Super Mario Bros. al que todos hemos jugado alguna vez. La esencia del título es avanzar a través de las plataformas de los niveles sin caer al vacío a la vez que esquivamos los ataques de los enemigos que van apareciendo.

La principal diferencia (aparte del aspecto gráfico, claro está) es que en este caso al llegar al final de cada nivel no tendremos que luchar contra Bowser para liberar a la princesa, sino que simplemente con tocarla habremos conseguido pasar al siguiente nivel.

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Hay dos tipos principales de niveles: aquellos en los que debemos ir avanzando mientras la pantalla va haciendo scroll hacia la izquierda y otros en los que el escenario no hace scroll pero las plataformas se mueven y tenemos un tiempo límite para llegar hasta la princesa.

Entre ambos estilos, suman un total de ocho niveles que se repiten en nueve ocasiones. Durante la primera ronda no hay enemigos y tan sólo tendremos  que lidiar con las plataformas y el scroll; pero en la segunda ronda de niveles y posteriores aparecerán en nuestro camino algunos de los más clásicos enemigos de la saga como Darkitu o la bala de cañón pero también nos iremos encontrando algunos elementos de ayuda como vidas extra o estrellas.

La primera ronda de niveles es muy sencilla de pasar, ya que con mantenernos en la parte central de la pantalla tendremos margen de maniobra suficiente como para que no nos sorprenda ninguna plataforma traicionera. Además, contamos con las consabidas tres vidas para pasarnos el juego, de modo que aunque tengamos algún despiste las posibilidades de llegar al final del octavo nivel son elevadas.

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Como os decía, al principio el juego es muy sencillo, pero luego ya la cosa se complica en buena medida, ya que al ir apareciendo enemigos por los niveles la dificultad crece bastante y no será tan sencillo llegar al final de cada uno de ellos.

En pocas palabras

Tan simple como adictivo, este pequeño llavero destila la esencia del Super Mario Bros. original pese a sus limitaciones técnicas. Si, al igual que yo, habéis pasado muchas horas saltando entre bloques de ladrillos, champiñones con patas y plantas carnívoras sabréis apreciar la magia que encierra este título.

Si por el contrario sois de la «generación Playstation» podéis aprovechar lo poco que cuesta y abulta este llavero y comprobar por vosotros mismos cómo eran los primeros videojuegos que llegaron al gran público gracias a máquinas de recursos muy limitados pero programadas con ingenio y cariño.

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Dentro de unos días publicaré la siguiente entrega de esta serie, pues ya tengo la review bastante avanzada y como ya os dije, se trata de un proyecto que me está haciendo mucha ilusión ir sacando a la luz.

¡Nos leemos!

Review: Mario’s Cement Factory (Nintendo Mini Classics)

Mario’s Cement Factory representó en su momento una de las primeras apariciones del famoso fontanero en las máquinas de Nintendo. Aparecida originalmente en la Game&Watch de 1983 del mismo título, vamos a ver hoy esta reencarnación en forma de llavero que conserva intacta la jugabilidad de la máquina original sólo que en un formato mucho más pequeño.

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Datos de la máquina analizada

  • Título: Mario’s Cement Factory
  • Fabricante: Stadlbauer (bajo licencia de Nintendo)
  • Año de fabricación: 2014
  • Color de la carcasa: Azul oscuro
  • Número de referencia: 10320
  • Número de pantallas: 1
  • Niveles de dificultad inicial: 2
  • Otras funciones: reloj, despertador
  • Controles: Cruceta, botón principal y dos botones secundarios
  • Alimentación: 2 pilas de botón tipo CR44
  • Dimensiones y peso: 65 x 45 x 15 mm. 42 gr
  • Título y año de aparición de la Game&Watch en la que se basa: Mario’s Cement Factory. 1983
  • Texto descriptivo: ¡El intrépido Mario en acción en la fábrica de cemento! Abre las compuertas de las tolvas de alimentación para echar en la hormigonera el cemento que rebosa. Per cuidado: ¡Tienes que lograr saltar a tiempo al ascensor!

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Detalles

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Jugando

Nuestro cometido en este título de la serie Nintendo Mini Classics es gestionar de una forma eficiente la carga de cemento en los dos camiones que aparecen en la parte inferior de la pantalla. Para ello contamos con dos tolvas de carga en cada lado de la pantalla: las superiores se irán llenando a medida que «cucharadas» de cemento vayan llegando hasta ellas de forma aleatoria y las inferiores se irán llenando a medida que le demos salida al cemento contenido en la tolva de arriba abriendo la compuerta correspondiente.

Las tolvas inferiores son exactamente iguales a las de arriba, pero estas sólo se llenarán con el cemento que enviemos al abrir la tolva superior correspondiente. Cuando activamos su compuerta correspondiente el cemento que haya en ella irá al camión de la parte inferior.

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Del mismo modo, para ir vaciando las tolvas y llevando el cemento al camión correspondiente hemos de movernos entre las cuatro plataformas a través de unos ascensores que se van moviendo sin detenerse y pulsar el botón de acción junto a la palanca. Las de la parte izquierda van hacia abajo y las de la parte derecha hacia arriba, así que hemos de acceder a ellas justo cuando estén a nuestra altura, ya que en caso contrario caeremos al vacío y perderemos una vida.

Hay que tener muy en cuenta que en las tolvas sólo caben tres unidades de cemento, por lo que hemos de estar muy pendientes de ello; ya que en caso de desbordarse cualquiera de ellas el cemento caerá sobre el conductor del camión y perderemos una vida. Por suerte (o por desgracia, porque llega a ser desesperante) cuando en una tolva hay tres unidades de cemento un pitido comienza a sonar haciéndonos entender que o nos damos prisa o el desastre llegará de un momento a otro. Gracias al cielo, los camiones tienen capacidad ilimitada de carga de cemento.

También hemos de tener cuidado con no llegar al limite superior o inferior del movimiento de los ascensores, ya que en tal caso (sí, lo habéis adivinado) perderemos una vida. Como veis, son unas cuantas cosas a tener en cuenta si no queremos quedarnos sin las tres preciadas vidas con las que contamos a las primeras de cambio.

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A medida que llevemos cemento a los camiones iremos sumando puntos, pero cada 100 puntos la velocidad del juego se incrementará y las cosas se irán complicando. Además, no sé si es así, pero me da la sensación de que a medida que vamos subiendo de nivel las unidades de cemento que van apareciendo por la parte superior lo hacen cada vez de forma más seguida, de modo que en un abrir y cerrar de ojos tendremos la tolva de arriba a punto de desbordarse con lo que ello supone.

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Si queréis hacerlo más o menos bien, mi consejo es que tratéis de controlar el movimiento de los ascensores para no caer al vacío y en lo que a las tolvas se refiere centrad vuestra atención en las dos superiores, ya que son las únicas que se irán llenando sin vuestro control directo. Y la cosa es que en cuanto metáis cemento a las tolvas inferiores y dejéis vacías las superiores bajéis al nivel inferior y metáis el cemento al camión para volver rápidamente al nivel superior y tener así vigiladas las tolvas superiores.

En pocas palabras

No sé si habréis jugado alguna vez a uno de esos juegos en los que debemos de gestionar correctamente una serie de acontecimientos que cada vez suceden a más velocidad. Los hay de control de aterrizaje y despegue de vuelos, de defensa de torres, de servir platos en un restaurante… Pero antes de todos ellos estaba este Mario’s Cement Factory, que trata de evitar que se nos acumule demasiado cemento en las tolvas a la vez que nos movemos a través de unos ascensores que parecen ir siempre a un ritmo desacompasado con nuestros movimientos.

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Como ya apunté en la introducción a estas entradas sobre las Nintendo Mini Classics, si no habéis probado una de estas máquinas tal vez no podáis imaginar la adición que provocan en cuanto le pillamos un poco el truco al juego. Si bien todas ellas son divertidas, Mario’s Cement Factory es, posiblemente, mi favorita de todas las que tengo a día de hoy y de ahí que haya decidido empezar por ella para estrenas estas reviews.

Sea como sea, a lo largo del tiempo iré analizando todas las que tengo y contándoos los pormenores de cada uno de estos llaveros que son tan sencillos como entretenidos. ¡Espero que el viaje os resulte entretenido!

Nintendo Mini Classics: fragancias atemporales en frascos pequeños

Nací en los primeros días de la década de los 80, de modo que ante mis ojos y por mis manos han pasado las más diversas máquinas de videojuegos hasta llegar al estado actual del ocio electrónico. Como ya os comenté en un artículo de 2009, las Game & Watch fueron durante mi más tierna infancia el oscuro objeto de mis deseos. Y si bien es cierto que en casa tengo apenas un par de ellas, nunca he ocultado mi profunda admiración por estas máquinas antecesoras de todas las portátiles que fueron apareciendo en el mercado con el paso de los años.

Zelda y Bomb Sweeper (cerradas)Basadas en estas videoconsolas de bolsillo, apareció originalmente en 1998 una serie de llaveros totalmente jugables conocidos como Nintendo Mini Classics que volvieron a reeditarse de nuevo en 2014 y que para los amantes de los diseños minimalistas son una auténtica maravilla. No os podéis imaginar cuánta diversión y adicción son capaces de generar una pantalla LCD de minúsculas dimensiones, unos pocos bytes de memoria, una cruceta digital y un botón de acción si no habéis probado una de estas máquinas.

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Pues bien, vamos ahora a dar un salto hasta el presente, donde haciendo la compra en un centro comercial de las afueras de Madrid durante una mañana lluviosa me topé casi sin querer con unos cuantos modelos de la reedición 2014 de estos llaveros recién sacados de algún almacén polvoriento que parecían mirarme con ojillos tristes esperando a que los adoptara.

Como ya os podréis imaginar, al final los ocho modelos que tenían en la tienda se vinieron conmigo para hacer compañía a la edición de Zelda de 1998 que lleva en mi casa desde hace una eternidad y dándome de paso la idea de un nuevo subproyecto para el blog que hoy ve la luz con esta breve introducción.

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Mi idea es analizar una por una todas las Nintendo Mini Classics de las que dispongo poniéndolas en su contexto histórico y mirándolas con un cierto punto de vista retro. Por descontado, además de hablaros sobre la temática de cada juego y sus principales características, trataré de acompañar cada artículo de diversas fotografías que revelen los pequeños detalles de estas creaciones, ya que las considero unas máquinas realmente bonitas que espero vosotros también sepáis apreciar.

Siempre he pensado que para comprender el presente hay que conocer el pasado, de modo que con la ayuda de estos llaveros voy a tratar de poneros en situación para que os hagáis una idea de cómo eran las consolas portátiles en la década de los ochenta cuando la GameBoy era apenas un boceto en alguna libreta de Gunpei Yokoi.

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Y de momento poco más: como os decía antes, esto es tan sólo una introducción a esta serie de reviews que poco a poco irán viendo la luz con la esperanza de que os resulten curiosas, amenas y didácticas al mismo tiempo. Yo pienso disfrutar todo lo posible creándolas, así que espero que vosotros también las disfrutéis desde el otro lado de la pantalla.

Aquellas aventuras conversacionales de los años 80

Influenciado, sin duda, por la lectura de Ocho quilates (obra dividida en dos tomos que repasa la época dorada del software español durante la década de los 80) me dispongo hoy a hablaros brevemente de un género con escaso recorrido en nuestro país pero al que muchos de nosotros nos enganchamos de forma muy seria: las aventuras conversacionales.

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¿Qué es una aventura conversacional?

Si sois habituales de los juegos y ya lleváis una larga trayectoria en el mundillo sabréis que la aventura gráfica es un género prácticamente extinto hoy en día. Género que, propiamente dicho, comenzó con aquellos inolvidables títulos de Lucasfilm como Maniac mansion, Loom o Monkey island y que tuvo años muy fructíferos hasta medidados de la década pasada, momento en el que el género experimentó un rápido declive.

Sin embargo, antes de aquellos títulos que se jugaban con ratón y en los que veíamos en pantalla los resultados de nuestras órdenes (toda una novedad para la época) existían otras aventuras en las que la experiencia era menos visual y más imaginativa. Precisamente de esas aventuras es de lo que os quería hablar hoy.

Las aventuras conversacionales son títulos más cercanos a una especie de «libro interactivo» que a un videojuego de aventuras propiamente dicho. La diferencia con los títulos que vinieron después es que en pantalla tenemos una descripción del lugar en el que nos encontramos en apenas tres o cuatro líneas de texto, una ilustración (y no en todos los casos) y un cursor parpadeante esperando a nuestras órdenes escritas tal y como podéis ver en la siguiente captura de pantalla.

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Precisamente el término conversacional viene de que en realidad el juego consistía en ir introduciendo comandos escritos como si de una conversación se tratara, ya que solían ser de la forma «examina ladrillo», «nada hacia la costa», «dar veinte pesos a chica»… Nada que ver con los clicks de ratón en forma «verbo + objeto» que llegarían años después para facilitarle la vida al aventurero.

La aventura conversacional en España

En nuestro país, la aventura conversacional no fue un género multitudinario, pero gracias a Aventuras AD (una empresa creada bajo los auspicios de Dinamic) sí que consiguió tener una cierta presencia en el mercado y, sobre todo, un grupo leal de seguidores que esperaban con ansias la publicación de cualquier nuevo título.

Aventuras AD publicó varias aventuras conversacionales, siendo las más conocidas La aventura original, Jabato y La diosa de Cozumel. Títulos de temáticas diversas pero con un denominador común basado en unas descripciones precisas y concretas que nos trasladaban a los parajes donde transcurría la acción y unos acertijos capaces de desesperar al más paciente de los jugadores.

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Aunque Aventuras AD era una compañía formada por varias personas, al frente estuvo todo el tiempo Andrés Samudio; persona que a lo largo de los años se ha ganado el cariño y la admiración de todos los que nos hemos acercado en mayor o menos medida a este particular género.

De hecho, además de su trabajo como creador de aventuras conversacionales Andrés Samudio también escribía en revistas como Microhobby, donde yo particularmente disfrutaba mucho de aquella sección titulada «El viejo archivero» en la que Andrés trataba de resolver las dudas que los aventureros le planteaban; pero siempre desde el punto de vista de un extraño personaje que escribía en la soledad de un castillo tenebroso de los Cárpatos.

El viejo archivero

También me acuerdo mucho de otra sección muy particular de la misma revista llamada «El mundo de la aventura», donde se daba al lector información general sobre este género tan desconocido hasta el momento en España, se analizaban algunos títulos aparecidos en el extranjero y, finalmente, incluso se aportaban consejos para aquellos que se animaran a programar sus propias aventuras.

Mi visión personal del asunto

La aventura conversacional enseguida se convirtió en uno de mis géneros favoritos, debido seguramente al ejercicio de imaginación que requería el jugar a alguno de aquellos títulos (siempre he sido muy aficionado a la literatura en general).

Como os decía antes, las ilustraciones que en algunos casos aparecían en las pantallas del juego no eran más que una especie de boceto para hacer un poco más amigable el «entorno gráfico» del videojuego; pero en realidad la aventura tomaba forma en nuestra cabeza al leer los textos descriptivos referidos tanto a las localizaciones como a los personajes que conformaban el título. De ahí la similitud de cualquiera de estos títulos con un libro más que con un videojuego al uso.

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Cierto es que se trata de un género complejo y que requiere grandes dosis de paciencia para ir avanzando en la aventura, pero cuando conseguías salir de una celda de la que no parecía haber escapatoria alguna o lograbas abrirte paso a través de un mercadillo en la provincia de Yucatán la sensación era tan genial que compensaba todo el esfuerzo realizado.

De hecho, estas aventuras conversacionales convenía jugarlas teniendo lápiz y papel a mano para ir anotando pistas, haciendo esquemas de laberintos, ciudades y mazmorras. Datos que nos ayudarían a tener más clara nuestra situación y los recursos de los que podríamos hacer uso en un momento dado.

Jabato

Un homenaje al impulsor de la aventura conversacional en España

¿Y por qué me ha dado hoy por sacar a relucir esto de las aventuras conversacionales? Bueno, además de lo que os comentaba al principio del artículo sobre la reciente lectura de Ocho quilates, el pasado fin de semana estuve en la feria Retromadrid que se celebró en la sala Matadero y allí me llevé la sorpresa de ver en persona al mismísimo Andrés Samudio, que presentaba un libro que acaba de publicar llamado precisamente «La aventura original» (del que me hice con un ejemplar que me dedicó amablemente) y donde tuve ocasión de cruzar con él algunas impresiones de aquellas aventuras conversacionales que tan buenas memorias me traen muchos años después.

Como recuerdo de aquel instante quedó una fotografía que para mí es de lo más entrañable y que ahora me hace especial ilusión observar, pues gracias a ese hombre se desarrolló en mi el gusto por los videojuegos de aventuras (conversacionales en la época del Spectrum y de otros tipos a medida que el género fue evolucionando con los años) y también consiguió que pasara muchas horas leyendo sus artículos sobre un género que para él fue pasión y profesión a partes iguales.

Con Andrés Samudio en Retromadrid 2013

¡Mil gracias por tantas tardes de aventuras, Andrés!

El pasado de Oropesa en postales (V)

Como ya os dije en la entrada anterior, hoy volvemos a la playa de La Concha; si bien en esta ocasión la vamos a ver desde el punto de vista contrario al de la tercera entrega de esta serie.

Playa de la concha desde "el balcó". Aprox 1985

Playa de la concha desde «el balcó». Aprox 1985

En esta primera imagen, tomada por el día a diferencia de las otras dos que veremos posteriormente, se puede observar que la urbanización Oromar aparece con uno de sus edificios en obras, de modo que podemos fechar la imagen hacia 1985. Además, en ella se puede apreciar la ausencia del puerto deportivo (en ese momento faltaban aproximadamente siete años para su construcción) lo que también nos da una buena pista para situar la instantánea en su época.

Gracias a que la fotografía está hecha desde el balcó podéis distinguir claramente los dos chalets de los que os hablé cuando el otro día mirábamos la playa de La Concha desde su otro extremo: tanto el que está engarzado en el peñasco que hay sobre el mar como el que fue propiedad de Luis García Berlanga y que se encuentra situado en las inmediaciones de la vía férrea. Comentar a modo de curiosidad que en esta época el chalet de Berlanga estaba pintado de color blanco mientras que en la actualidad su tono es naranja oscuro.

La línea de la costa es muy similar a lo que se puede observar a día de hoy desde allí, si bien se echan en falta algunos edificios en las inmediaciones de las torres «Las Vegas», ya que en la postal de ahí arriba todavía se aprecia mucha vegetación en esa zona. Del mismo modo, se hace raro no ver la carretera que pasa junto al puerto y que a continuación sube por la montaña para dar acceso a los numerosos chalets que con los años fueron floreciendo en sus faldas.

Ya os comenté que esta parte de Oropesa era entonces inaccesible y hasta que no se llevó a cabo la construcción del puerto deportivo de la localidad todo aquello era considerado playa salvaje como hoy en día lo es La Renegá. De hecho, a modo de curiosidad os diré que se aprovechó la orografía del terreno para darle forma al puerto en la medida de lo posible, ya que el espigón principal se sitúa precisamente sobre ese primer saliente que se ve en la postal.

Playa de la concha desde "el balcó" por la noche. Aprox 1985

Playa de la concha desde «el balcó» por la noche. Aprox 1985

Playa de la concha. Aprox 1985

Playa de la concha. Aprox 1985

Las otras dos postales que os muestro hoy están tomadas por la noche (o más bien en la blue hour) y aunque datan aproximadamente de la misma fecha que la primera, en ellas podemos ver la localidad cuando tienen todas sus luces encendidas y su característico reflejo sobre la superficie del mar. Daos cuenta de que la primera de las dos está hecha prácticamente desde el mismo lugar que la diurna.

Sé que no son las mejores imágenes para apreciar detalles, pero quería compartirlas con vosotros porque es una buena prueba de que la fotografía nocturna es algo que siempre me ha llamado la atención. Es cierto que no la practico muy a menudo porque nunca he sido muy amigo del trípode, pero reconozco que a veces me lío la manta a la cabeza y busco algún buen paisaje que retratar cuando el sol ha hecho mutis por el foro.

El pasado de Oropesa en postales (III)

Ya que en la entrada anterior estuvimos hablando de la playa de La Concha, vamos a continuar hoy viendo postales antiguas de esa zona de Oropesa del mar, pues además de que me siento muy unido a ella, es de la que más material gráfico dispongo.

De las tres postales que hoy quiero compartir con vosotros la que tenéis a continuación es la que más me gusta por ser la que más elementos muestra haciéndolo además mediante el empleo de una vista aérea.

Playa de la concha. Aprox 1985

Playa de la concha. Aprox 1985

Vamos a ir fijándonos poco a poco en los diversos elementos que aparecen en la imagen como el entonces inexistente puerto deportivo que no se construyó hasta 1992. Al no existir dicha infraestructura, la carretera que discurre paralela a la costa terminaba a la par que la propia playa de La Concha, de modo que el acceso a las calas que hay después era muy complejo.

De hecho, por aquellos tiempos no existía la actual ley de costas y nada impedía al dueño de un chalet construido junto al mar, cercar un buen trozo de playa (cuando no la playa entera) y disfrutar de ella como si de un jardín particular se tratara.

Esto mismo es lo que ocurrió en Oropesa con la cala Retor, que fue puesta a disposición del público cuando la ley de costas prohibió expresamente las playas privadas y que anteriormente formaba parte del chalet que Luis García Berlanga tenía allí. Chalet que actualmente pertenece a otras personas pero que sigue siendo digno de admirar tanto por su tamaño como por su especial ubicación.

Como os decía, entre que el acceso era complejo (podéis ver que un saliente de la montaña se sumergía directamente en el mar aislando la zona posterior a él) y que la cala era propiedad de Berlanga, durante muchos años nadie ajeno a aquel chalet pudo poner un pie en esa extensión de arena.

Por cierto, aprovecho que estamos hablando de este tema para aclarar una cosa que mucha gente confunde: el chalet que fue de Luis García Berlanga no es ese construido directamente sobre el peñasco que se adentra en el mar, sino uno que hay metido entre la maleza justo a la izquierda cuando se empieza a bajar la cuesta que da al puerto deportivo. De hecho, para clarificar el tema os voy a poner un enlace a Google Street View donde podéis ver la puerta de madera que da acceso al chalet que fue propiedad de Berlanga (en la parte derecha) y la verja negra de entrada al chalet que hay sobre las rocas al que me refería antes (en la parte izquierda). Como veis son dos construcciones que nada tienen que ver la una con la otra.

Volviendo a los elementos distintivos del paisaje, podemos apreciar también la antigua línea férrea paralela a la costa que actualmente es el trazado de la famosa «via verde» que une las localidades de Oropesa y Benicassim. Cuando se construyó el nuevo trazado del ferrocarril se optó por aprovechar el antiguo itinerario para dar lugar a un paseo que recorren miles de personas cada verano.

Llama la atención también en esta época la escasez de edificios más allá de la urbanización Mediterráneo, ya que actualmente se trata de una zona llena de construcciones a cada cual de mayor altura. De hecho, aunque ya se aprecia en esta postal, luego veremos que incluso la urbanización Oromar (una de las más antiguas de la zona) todavía tenía alguno de sus edificios en construcción.

Del mismo modo, se echan en falta en primer plano dos de los edificios que hoy en día ya forman parte del paisaje urbanístico de Oropesa: el hotel Neptuno y la oficina de turismo. Lo que sí que ha permanecido invariable durante todos estos años es el camping Voramar que sigue funcionando rodeado de edificios. De hecho es el único camping que no se ha rendido a día de hoy en esta zona, ya que el resto fueron vendidos hace ya unos años para levantar gigantescos edificios en sus terrenos.

Pero bueno, una vez repasada esta «vista general» vamos a centrarnos en una postal particularmente curiosa:

Playa de la concha. Urbanización Oromar. Aprox 1985

Playa de la concha. Urbanización Oromar. Aprox 1985

Esta postal de la playa de La Concha tiene la particularidad de que está editada por LUBASA, que es la empresa que construyó la urbanización protagonista de la imagen así como muchas otras infraestructuras de la provincia de Castellón. Si mal no recuerdo, esta postal la regalaban en la oficina que gestionaba la venta de los apartamentos que se estaban construyendo en ese momento (de ahí que aparezca parte de la urbanización en obras) y de ahí que no aparezca el escudo de Oropesa sino el propio logo de la empresa constructora.

En la postal podemos ver una extensión de terreno delante de la urbanización donde unos años después se construirían una serie de locales comerciales que a día de hoy siguen en funcionamiento. Uno de esos locales (que hoy en día es un restaurante) era un salón recreativo llamado Orpesa jocs propiedad del padre de un amigo de la infancia donde solíamos ir a jugar muchas tardes de verano. Más allá de la urbanización casi todo eran campos de almendros, si bien esto lo veremos con más detenimiento en la tercera postal de esta entrada.

Por último, si os fijáis bien, la actual plaza de París ya tenía su forma definida, aunque en 1985 ni se llamaba plaza de París ni tenía los bancos que la caracterizan no siendo más que una simple plazoleta con sauces en su interior.

Playa de la concha. Finales años 80

Playa de la concha. Finales años 80

En esta tercera postal tenemos una vista similar a la anterior, sólo que unos años más tarde y algo más alejada. En ella podemos ver que la urbanización Oromar ya está completamente terminada, que los locales comerciales que antes os comentaba se han levantado ya y que la separación entre la zona de costa y el pueblo de Oropesa está claramente definida. Hoy en día esta separación está muy difuminada, ya que donde antes había campos ahora hay urbanizaciones y chalets de tal modo que entre la playa y el pueblo (podéis verlo al fondo de la fotografía) tenemos un continuo de calles y edificios que antes era poco más que una carreterucha estrecha que pasaba bajo la vía del tren.

Fijándonos expresamente en la playa, podéis ver que a finales de los 80 seguía habiendo barcas sobre la arena de la playa y también unas camas elásticas en las que recuerdo haber brincado en más de una ocasión junto a mi hermano. Por la escasa cantidad de sombrillas y la posición de las sombras deduzco que la fotografía está tomada a principios de verano, pues en esta época la afluencia de gente a las playas de Oropesa ya era más que considerable en plena temporada alta (algo que se puede apreciar en la primera de las tres postales que hoy os ofrezco).

Por cierto, si conocéis Oropesa en la actualidad tal vez os hayan llamado la atención lo bajitas que eran las palmeras del paseo por aquellos tiempos y que donde ahora hay una serie de enormes urbanizaciones antes había un conjunto de árboles que escondían el camping Torrepaquita del que hoy sólo queda una singular edificación propiedad del dueño de dicho camping.

Comentar para finalizar que si bien el desarrollo urbanístico de Oropesa fue notable hasta este punto (finales de los 80) fue en la década de los 90 cuando esta tranquila localidad saltó a la fama y se produjo en ella una cantidad tan grande de cambios que en poco tiempo la aupó a los primeros puestos de popularidad del turismo nacional. Si cuando iba al colegio apenas nadie había oído hablar de Oropesa del mar, en los años del instituto raro era el que no había pasado unos días en esta localidad castellonense.

Sobre el cierre del colegio Zulema

Recientemente me encontré con la triste noticia del próximo cierre del que fue mi colegio en los años 80 y en el que cursé ocho años de EGB: el Zulema. Y aunque reconozco que mi primera reacción fue de incredulidad y tristeza, hoy me gustaría contaros el caso más pausadamente y reflexionar durante unos minutos sobre ello.

El baby-boom de los 80

Tengo claro que yo fui uno más de los niños del baby-boom de aquella época; y es que éramos tantos los chavales nacidos en torno a 1980 que todo se nos fue quedando pequeño en Nueva Alcalá según íbamos creciendo: cuando estábamos en edad escolar faltaban colegios, cuando llegamos al instituto hubo que ampliar el existente y construir uno nuevo, cuando cumplimos los 18 las autoescuelas florecieron por doquier y los bares de «la zona» estaban todos los fines de semana hasta la bandera…

Sin embargo, han pasado los años y la situación ha cambiado radicalmente: muchos nos hemos ido del barrio y ahora lo que más abunda allí son los padres de todos nosotros. Personas que ahora tienen entre cincuenta y sesenta años, de modo que la demanda de colegios, institutos, autoescuelas y bares de copas ha caído radicalmente y así seguirá hasta que el barrio poco a poco se vuelva a poblar de parejas jóvenes que tengan hijos y vuelvan a completar el imparable ciclo de la vida.

El cierre del Zulema

¿Quiere esto decir que el cierre del colegio Zulema está justificado? Obviamente no; y de hecho estoy convencido de que si no fuera por la actual situación económica nadie en el ayuntamiento o en la Comunidad de Madrid se plantearía siquiera el cierre de un centro de enseñanza. Sin embargo, está claro que alguien pensó que se podría ahorrar dinero haciendo un «donde caben dos caben tres» en los colegios de Nueva Alcalá y al final el Zulema es el que se ha llevado la palma.

La idea es meter a todos los niños del Zulema (todavía no se ha hablado de qué pasará con los profesores, que es algo que también preocupa) en el vecino colegio Henares; si bien parece ser que no es tan fácil la cosa como se pinta, ya que por lo visto en este centro no es que sobre precisamente mucho aforo y seguramente el curso que viene habrá problemas de espacio en las aulas si la cosa sigue adelante.

En pie de guerra

Como es lógico, ante esta perspectiva los padres de los alumnos no han tardado en ponerse en pie de guerra (con protestas y manifestaciones casi a diario) ya no sólo por el hecho de tener que trasladar a sus hijos a otro centro con lo que esto conlleva en cuanto a adaptación al nuevo colegio, nuevos compañeros, nuevos profesores… sino también porque temen que la calidad de la enseñanza recibida se degrade en mayor o menor medida debido a la saturación de las aulas. Del mismo modo, muchos de ellos comentan que de los dos colegios fusionados el Zulema es el que cuenta con mayores y mejores instalaciones, lo que contribuye aun más a la incomprensión general del asunto.

Pero no sólo son los padres los que se oponen al cierre del colegio, ya que a este movimiento se han sumado los comerciantes de la zona que ven cómo con el cierre del centro se esfumará buena parte de sus ingresos: los padres que dejan al niño en el colegio y hacen la compra o se toman una cerveza en el bar de la esquina, la papelería a escasos 30 metros de la puerta principal en la que todos los chavales compran material escolar, los frutos secos que venden bollos y chucherías a los chavales…

Obviamente el cierre de un colegio no es colgar un letrero en la puerta y llevarse a todo el mundo cuatro calles más abajo. El cierre del Zulema significará el fin de muchos de los comercios de una zona que bastante abandono ha sufrido ya en los últimos años, pues recuerdo que cuando era pequeño esa parte del barrio era un auténtico hervidero de tiendas y hoy en día sobreviven tan sólo media docena de ellas gracias al movimiento de personas que hay en las horas de entrada y salida del colegio.

Soluciones alternativas

No me dedico a la política y por tanto no soy ningún experto en macro-economía ni nada que se le parezca. Sin embargo, siempre aplico el sentido común a todo lo que hago; y aunque con los números en la mano parece que el cierre de un colegio en un barrio donde hay muchos menos niños que hace dos décadas podría estar justificado, nunca hay que olvidar que la educación es uno de los pilares sobre los que se asienta la sociedad y es algo que no podemos permitirnos descuidar.

Seguramente habrá otros gastos asociados al centro que se podrían reducir o bien se podrían destinar algunas partidas presupuestarias a mantener abierto el colegio manteniendo así a los alumnos en sus pupitres. La solución del cierre debería de ser la última en ser llevada a cabo tanto por el perjuicio directo a padres y alumnos como por la mala imagen que se da del sistema educativo español en general; aunque por lo que se ha comentado durante los últimos días parece que la decisión está más que tomada y en septiembre el Zulema no abrirá sus puertas.

El lado sentimental

Al margen de todo lo comentado en los párrafos anteriores también me gustaría hablar un poco sobre el aspecto «sentimental» de esta noticia; y es que no puedo dejar al margen el hecho de que el Zulema fue mi colegio tal y como os decía al principio de esta entrada.

Allí cursé toda la EGB, que si bien sólo asienta una serie de conocimientos básicos para todo lo que vendrá después, no es menos cierto que lo más importante que se aprende a esas edades son los conceptos como la amistad, el respeto a los profesores, el trato con los demás, el interés por aprender…

Desgraciadamente no he tenido con el colegio Zulema la misma relación que con el que fue mi instituto; pero sí que me he encontrado alguna vez con profesores que me dieron clase allí y eso es algo siempre hace ilusión. Sobre todo cuando te das cuenta de que se acuerdan de ti y que incluso recuerdan alguna anécdota concreta de un día en clase que tú ya habías borrado de tu memoria hace años.

Recuerdo los horarios de clase por aquella época: de 9 a 12 y de 15 a 17. Unas horas de entrada y salida que a cualquier padre le hacían ir de cabeza y que con los años se cambiaron por un horario continuado más acorde a los tiempos actuales en los que los dos progenitores han de trabajar para poder sacar adelante una familia y una hipoteca.

Me acuerdo también del frío que hacía en los vestuarios del gimnasio a primera hora de la mañana en invierno, de las clases de pretecnología, de cómo jugábamos en los recreos con cualquier cosa que recordara vagamente a un balón, de los días de lluvia en los que nos quedábamos en clase, del primer examen de mi vida (que no me dio tiempo a terminar y quise llevarme a casa), de la inauguración de radio-zulema donde emitieron un programa sobre U2 que hicimos entre un amigo y yo, del aterrador despacho del jefe de estudios, del primer día de clase del nuevo curso, del «Zulemón», de algún compañero que ya de pequeño apuntaba maneras, de algún profesor con el que hoy me gustaría sentarme a charlar sobre la vida, del conserje abriendo las puertas cinco minutos antes de que sonara la campana, de mi madre esperándome todos los días junto al mismo árbol, del camino a mi casa tapizado de hojas amarillas, de las tardes viendo Campeones y Bola de Dragón delante de un tazón de leche y un cuaderno lleno de cuentas… Muchos recuerdos de cosas que han marcado mi infancia y, en general, que me han hecho ser como soy actualmente.

La importancia de la educación temprana

Puede que no pensemos mucho en ello, pero todo aquello que vivimos cuando tenemos tan pocos años queda tan grabado en nuestro interior que nos acompañará toda la vida. Por eso la educación temprana es tan importante y por eso no se debería recortar ni un euro en ella ni tomarla a la ligera.

Sé que es difícil, pero espero que haya una solución de última hora para que el curso que viene el Zulema siga acogiendo nuevos alumnos. Si así fuera, todos esos recuerdos que guardo en mi memoria podrán seguir siendo los recuerdos de los niños de esta generación y de las que vengan después.

Aquellos maravillosos años de la infancia: 1988

Pocos meses antes de estrenar el año 1988 entró en casa mi primer ordenador: un ZX Spectrum +2 con sus 128 KB de memoria y su unidad de cassette integrada para la carga y grabación de programas.

En la primera de las dos fotografías que ilustran esta entrada podéis verme a mi a los mandos del aparato jugando a lo que parece un título de plataformas tan habitual en aquellas épocas (algo estilo Mario Bros, Bomb Jack o similares) mientras mi hermano se dedica a mirar la acción en pantalla poniendo una cara bastante «peculiar».

Enero de 1988

Por lo demás, bajo el televisor en blanco y negro al que estaba conectado mi querido Spectrum podéis ver algunos de los juegos que tenía por aquella época. Recuerdo que con el ordenador venía de regalo un pack de doce títulos y que por comprarlo en El Corte Inglés me regalaron cuatro más. Por lo tanto, desde el primer día tenía ya diversión asegurada; aunque bien es cierto que poco a poco mis padres y abuelos fueros regalándome otros títulos cuyos precios variaban entre las 875 pesetas de las novedades en caja de plástico hasta las 1200 que solían valer las ediciones especiales en caja grande de plástico (como ese Bomb Jack II que destaca entre el resto de juegos).

De cualquier modo, reconozco que ahora me da un poco de pena no haber usado aquel Spectrum para otra cosa que no fuera jugar. Programar aquella sencilla máquina no era nada complicado, y mucha gente consiguió hacer cosas realmente interesante con aquellos limitados recursos que la máquina ponía a su disposición. Aun así, gracias al Spectrum aprendí muchos conceptos informáticos que se mantienen vigentes hoy en día como la diferencia entre bits y bytes, el modo de acceder a las posiciones de memoria y cosas de ese estilo; por lo que siempre tendré presente su recuerdo.

En cuanto a la segunda imagen, esta me muestra en la terraza de mi casa posando delante de la cámara según las indicaciones de mi madre, a quien se adivina vestida con una camisa roja en el reflejo del cristal que queda a mi espalda. Por lo frondoso de los árboles que también se aprecian en la fotografía así como por mi vestimenta se confirma que fue tomada en Mayo de ese año.

Mayo de 1988

Todavía me acuerdo de esas sillas que se ven en la parte inferior derecha de la fotografía que desplegábamos cuando llegaba la primavera y los primeros rayos del sol pegaban de lleno en la terraza. Al ser de tela y estar a la intemperie se echaron a perder con los años y las sustituimos por unas de plástico; pero he de reconocer que eran realmente cómodas. También me acuerdo de ese horrible cinturón rojo que llevo puesto, y aunque es verdad que estéticamente es de lo peor que he visto, al menos el sistema de enganche funcionaba mucho mejor que el de los clásicos cinturones «de agujeros».

Y así, entre recuerdos y aberraciones estéticas, terminan estas líneas correspondientes al año de los juegos olímpicos de Seúl. Dentro de unos días avanzaremos un poco más y nos plantaremos en 1989; pero eso ya será en otra entrada.

Aquellos maravillosos años de la infancia: 1985

Bienvenidos a 1985: el año en el que Gorvachov se convirtió en presidente de la unión soviética y Ronald Reagan inició su segundo mandato en la casa blanca, dando lugar a las conversaciones que marcarían el final de la guerra fría. De cualquier modo, a mí todo aquello de la política me pillaba muy lejano, y yo sólo me preocupaba de divertirme y ver a Eva Nasarre en la tele.

Enero de 1985

La primera de las imágenes que ilustran esta entrada corresponde al día que cumplía cinco años. Como veis, estaba a punto de zamparme un bollo de chocolate y, por la cara que pongo en la foto, debía de estar viendo Barrio Sésamo, ya que en el mueble al que miraba estaba colocada la televisión y teniendo en cuenta que era la hora de la merienda, es muy posible que estuvieran emitiendo las andanzas de Espinete, Don Pimpón y compañía.

En aquellos años los cumpleaños se celebraban en mi casa con la familia; aunque poco después empezaría la época en la que para esas celebraciones invitaba a mis amigos y celebrábamos allí una merendola con patatas, Fanta y tarta de almendra. Muy ochentero todo, vamos… 😛

Julio de 1985

La siguiente imagen pertenece al mes de Julio y está tomada en Oropesa del Mar. Concretamente en la zona sur de la playa de la concha, casi pegado a la cala que hay al final del actual paseo (por si alguien conoce la zona y quiere situarse). La verdad es que se me hace raro ver cómo en aquellos años apenas había gente en la playa, ya que hoy en día en esa zona (bueno, en realidad en toda la playa) la proliferación de sombrillas es notoria.

Por cierto, no sé si os habrán llamado la atención, pero yo no puedo dejar de fijarme en las horribles cangrejeras que llevaba en los pies por aquellas épocas. Es verdad que ahora parecen (y de hecho lo son) un espanto; pero entonces eran de lo más habitual y todo el mundo tenía unas metidas en su armario.

Julio de 1985

La tercera imagen está tomada el mismo día que la anterior (recuerdo la sesión fotográfica) y en ella se me ve sentado en una barca y con la urbanización de fondo. Lo más curioso es que en la parte derecha se puede ver en obras la zona en la que tenemos el apartamento actualmente, pues el primero (que vendimos hace ya veinte años porque se nos quedó pequeño con el nacimiento de mi hermana) era una de esas terrazas que se ven en la parte izquierda.

También es curioso comprobar cómo antiguamente había siempre barcas varadas en la playa que pertenecían a gente que salía a pescar o simplemente las tenían como medio de recreo. Con los años construyeron el puerto deportivo y ya no permitieron dejar las barcas en la playa, pero yo creo que la vista de una playa con barquitas en la arena es algo siempre agradable y que se he perdido en muchos lugares costeros; aunque por suerte pude ver algo así de nuevo hace cinco años en Galicia.

Recuerdos de la infancia: el parque Manuel Azaña

Hoy me apetece hacer un poco de memoria, así que os hablaré de un parque cerca de mi casa que construyeron en 1987 y que supuso una pequeña revolución en la fisonomía de esta zona de la ciudad por sus novedosas formas: el parque Manuel Azaña.

Si cierro los ojos y me traslado a finales de la década de los ochenta o principios de los noventa, recuerdo tenuemente una gran montaña de tierra en la que los niños jugábamos a subirla y bajarla sin descanso (poniéndonos la ropa hecha un asco, claro). También me acuerdo de una estructura de cemento en forma de laberinto situada en el centro de una especie de castillo donde jugábamos con pistolas de fogueo y lanzándonos petardos como si fueran cartuchos de dinamita… Una original construcción que tiempo después fue desmantelada por razones de seguridad. Seguro que los que ahora rondan la treintena y pasaron su infancia en los barrios de Nueva Alcalá y Tabla Pintora saben de lo que estoy hablando.

Parque Manuel Azaña a finales de los 80

Parque Manuel Azaña a finales de los 80. Pinchando sobre la imagen accederéis a versiones de más resolución y notas informativas de cada elemento.

Por cierto, para situaros un poco os comentaré que esa fábrica de ladrillos que se ve en la parte superior derecha de la imagen es donde actualmente está emplazado el local del supermercado Champion de Ronda Fiscal que lleva cerrado varios años. Del mismo modo, en ese solar que se ve en la esquina superior izquierda hoy podéis ver un bonito parque donde el otro día hice un par de fotos.

Una cosa bastante curiosa es que por aquella época surcaban el parque Manuel Azaña una serie de canales de aproximadamente medio metro de ancho por los que corría agua y que en invierno se congelaban de tal modo que, si no pesabas mucho, hasta podías ponerte en pie sobre ellos. Canales que no tardaron en convertirse en una acumulación de suciedad y también en el destino de algún que otro niño al que sus amigos hacían la trastada de turno en pleno invierno, de modo que el ayuntamiento decidió enterrarlos para evitar cualquier posible problema.

Es una pena que no tenga más fotografías del parque por aquellas épocas (la que tenéis ahí arriba es todo lo que he podido encontrar), pero lo que sí puedo hacer es ofreceros unas imágenes que capté el otro día en el auditorio que forma parte del parque desde el primer día y que actualmente sigue en pie con el mismo aspecto que entonces (bueno, la estatua de Azaña se ha trasladado a una glorieta cercana y el lugar está lleno de pintadas; pero básicamente se encuentra como en mis recuerdos).

En este auditorio se han realizado mítines electorales, funciones de teatro, conciertos, campañas benéficas… y eso que es un horno en verano, un congelador en invierno y una incomodidad durante todo el año. Sin embargo, aunque el lugar es feo con ganas, es una de las pocas cosas que quedan del proyecto original, por lo que cada vez que paso cerca de este sitio me acuerdo de todas las tardes pasadas allí trotando entre sus gradas.

Auditorio Manuel Azaña

Auditorio Manuel Azaña

Auditorio Manuel Azaña

Auditorio Manuel Azaña

Auditorio Manuel Azaña

Hoy en día el parque Manuel Azaña no es más que una extensión de tierra con arbustos anexa al auditorio donde no se ven muchos niños que digamos y por la que no es muy recomendable pasar de madrugada. Sin embargo, dando una vuelta por allí no puedo evitar recordar aquellos años de mi infancia en los que mis únicas preocupaciones al salir del colegio era ver un rato la televisión y salir a jugar con mis amigos.

En aquellas épocas, caer rodando por una ladera de tierra o acabar metido hasta las rodillas en un riachuelo de agua helada no representaba ningún problema y, qué queréis que os diga: aquí seguimos todos, así que tampoco parece que fuera algo tan peligroso, ¿no?

¡He encontrado mi Werlisa de 1989 guardada en un cajón!

Hace aproximadamente una semana estaba buscando unos documentos antiguos por un mueble de mi casa y de repente me encontré con algo que creía perdido para siempre y que me hizo abrir los ojos como platos al divisarlo entre unas cajas con material escolar de épocas pasadas. No era más que una funda de nylon en color negro con unas bandas amarillas, la palabra WERLISA escrita en el mismo color y una correa medio deshilachada colgando de un lateral, pero lo verdaderamente importante llevaba esperándome en el interior desde hacía muuuuchos años.

Werlisa club 35

Se trataba ni más ni menos que de… ¡mi primera cámara de fotos!. Una Werlisa Club 35 que me regalaron mis padres exactamente el 10 de Mayo de 1989 con motivo de mi primera comunión. Y es curioso que me la encuentre precisamente ahora, pues hice referencia a esta cámara en la entrevista que me realizaron hace unos meses para Diario de Alcalá. Es una sensación muy especial la que le invade a uno cuando piensa que veinte años después de disparar mis primeras fotografías la cámara está de nuevo en mis manos como si no hubiera transcurrido el tiempo.

Werlisa club 35

Werlisa club 35

Werlisa club 35

La verdad es que se me hace un poco raro agarrar de nuevo este modelo: mi mano izquierda apenas entra por la correa que a los nueve años me quedaba incluso holgada y estoy ya tan acostumbrado al peso de mi Nikon D40 que esta parece estar fabricada en cartón piedra. De todos modos, me fascina comprobar que la cámara está intacta (siempre he sido muy cuidadoso con todas mis cosas) y que funciona perfectamente, por lo que mi mente ya se ha puesto a entretejer un plan que va a poner en contacto dos décadas de imágenes y que iré desgranando poco a poco por aquí.

Werlisa club 35

Werlisa club 35

De la cámara os puedo comentar así a nivel medio técnico que se trata de un modelo analógico (como es lógico) para carrete de 35mm fabricado en España por la firma Certex y que está equipada con una óptica fija de 38mm de la que no conozco su apertura, aunque supongo que rondará f/4.5 o así como suele ser habitual en las cámaras de gama baja para mantener enfocado todo lo que esté situado a una distancia superior al metro y medio. El objetivo tiene dos posiciones en función de la luminosidad ambiente y una tercera por si tenemos una unidad de flash conectada a la zapata superior como podéis apreciar en dos de las fotografías que ilustran la entrada.

En la parte trasera disponemos de un visor sin ningún tipo de indicador así como de una rueda de arrastre. Obviamente, la cámara no lleva ningún tipo de pila o batería porque el movimiento del carrete se realiza de forma completamente manual, así que podíamos irnos con ella durante una semana al monte sin más preocupación de no quedarnos sin carretes con los que fotografiar todo lo que se nos pusiera por delante.

Como os digo, este hallazgo ha sido una gran sorpresa que me ha llevado a coger mis álbumes antiguos para poner ponerme a recordar aquellas primeras fotos de papel; algo que, si me lo permitís, me gustaría hacer junto a todos vosotros a lo largo de los próximos días.

😉

Un viaje a la infancia

Necesitaba volver por unos días a mis orígenes y así recuperar viejas sensaciones. Por eso dejé atrás todo, por eso cargué nada más que tres o cuatro cosas básicas en el coche y escapé a toda prisa de la ciudad sin mirar lo que dejaba atrás.

Los viales

Durante todo el camino estuve recordando anécdotas de las vacaciones que pasé durante mi infancia en aquel pueblo costero a los pies de unas montañas de tierra rojiza. Fueron muchos kilómetros bajo el sol acompañado nada más que por los éxitos radiofónicos que escupía la emisora de turno, pero también vinieron a mi memoria multitud de pensamientos fugaces sobre aquellas noches llenas de estrellas y todos los sueños que quedaron pendientes de cumplir.

Después de tantos años me preguntaba qué aspecto tendrían mis amigos, cómo estarían aquellos senderos entre pinos por los que tanto nos gustaba perdernos, qué habría ocurrido en las vidas de cada uno de ellos… Dudas que me habían rondado la cabeza durante años y que por fin iban a tener respuesta.

¿Seguiría Rebeca tan guapa como en aquella foto que me dio al despedirnos? ¿Tendría Óscar tanto éxito con las chicas como entonces? ¿Estaría el césped junto a nuestras casas tan verde como lo recuerdo en la tarde de mi marcha definitiva?

Podría haber avisado de algún modo de mi inminente llegada, pero preferí no hacerlo; igual que cuando teníamos doce años. El ritual siempre era el mismo: ir casa por casa llamando al timbre para anunciar alegremente a mis amigos que un verano más estaba allí dispuesto a pasar días y noches inolvidables. Seguir cumpliendo con aquella tradición sería un modo de demostrar que el tiempo transcurrido no tenía por qué habernos cambiado lo más mínimo.

Repetitividad urbana

Ya habían sucedido demasiados cambios en mi vida; sobre todo desde que me había convertido en un treintañero cuya existencia era pura rutina. Necesitaba sentir que todavía quedaba un remanso de paz en el que el tiempo no hubiera avanzado en las últimas dos décadas, y estaba seguro que ese lugar no era otro que aquel del que provienen los mejores recuerdos de mi vida. Estaba tan cansado del ajetreo del día a día en la ciudad que busqué en aquel lugar que tantas veces había añorado un renacer que me permitiera ver las cosas de otro modo.

Era tres de agosto; plena época estival. La urbanización estaría llena de gente, pero no me sería complicado dar con Rebeca, Óscar y los demás. Recordaba perfectamente sus pisos 3º F y 5º B respectivamente. El de Manolo era el de al lado de Óscar, así que 5º C. El de Noelia el 2º C, pero del portal de al lado, que también era el de Rubén…

De repente, sin darme cuenta siquiera, apareció la señal que indicaba que debía abandonar la autovía en la próxima salida. Estaba tan sumido en mis pensamientos que no me había dado cuenta de que el mar había hecho acto de presencia a mi derecha varios kilómetros antes anunciando la proximidad a mi destino. Estaba a pocos minutos de volver a ver a mis amigos de la infancia, de darles la sorpresa de su vida… y sólo pensar en aquello logró que los latidos de mi corazón se aceleraran considerablemente.

Salí de la autovía y el sol me golpeó de lleno en los ojos. Enfilé una carretera mal asfaltada por la que parecía ser el único en circular y, finalmente, llegué a la entrada del pueblo. Habían pasado veinte largos años desde la última vez que estuve allí, pero seguía tan reconocible como siempre: la entrada del parque, la pequeña gasolinera, la calle principal… sin embargo, por allí no había ni rastro de las casas bajas que recordaba. En su lugar, altos bloques de apartamentos azules y blancos dominaban el paisaje e impedían ver la costa desde aquel rincón.

Parking

-Cosas del progreso; el ladrillo, que por aquí se expandió más que por ningún otro lugar… -pensé. Sin embargo , a medida que me fui adentrando por las calles me fui dando cuenta de que había muchos otros cambios más sutiles pero también mucho más crueles con mis recuerdos.

Ya no había grandes portalones con canastos de fruta en los que las familias del pueblo vendían los productos de sus propias huertas. Recuerdo que en aquellos lugares se podían encontrar las sandías más jugosas, las manzanas con el sabor más intenso que he probado y los melocotones más deliciosos del mundo. Robustas puertas de garaje de las que asomaban insignias cromadas de coches alemanes habían sustituido a aquellas improvisadas tiendas que apenas tenían una mano de pintura y unas balanzas que hoy podrían estar perfectamente en un museo.

Empecé a sentir algo de miedo: miedo a que mis recuerdos estuvieran distorsionados, a que los ojos de aquel niño vieran aquí un paraíso que en realidad nunca existió. Puede que de pequeño se vean las cosas desde otro punto de vista; pero algo era seguro: mis amigos. Y si aquel lugar se había transformado tan profundamente, nada mejor que mi visita sorpresa para que se dieran cuenta de que algunas cosas nunca cambiarán por mucho tiempo que pase.

Me costó un poco orientarme porque algunas calles eran nuevas y otras estaban tan arregladas que parecían pertenecer a otro lugar. El camino de tierra que daba a la huerta de Antonio ahora era una calle llena de tiendas, y el camping que había junto a la urbanización se había convertido en un infinito bloque de viviendas cuya sombra se estiraba hasta casi la orilla del mar.

Camping semidesierto

En la entrada de la urbanización me encontré una barrera cerrada. Otro cambio más, porque en la década de los ochenta se podía entrar libremente y sin problemas de ningún tipo, así que decidí aparcar fuera y entrar caminando para no molestar al portero, pues por la hora supuse que estaría echando la siesta. Sin embargo, en el apartamento que hacía las veces de portería no había ningún cartel identificativo y por un momento dudé si en realidad seguiría cumpliendo aquella función.

Tras dar toda la vuelta a la finca me encontré con que sus puertas también estaban cerradas con llave, pero no podía quedarme allí plantado después de tantas horas de viaje. Me detuve junto a una de ellas (la más cercana a la zona donde los miembros de la pandilla teníamos nuestras casas) y esperé a que saliera algún vecino, cosa que sucedió en apenas un par de minutos durante los cuales me entretuve mirando el perfil de los edificios que había junto a los acantilados del final de la playa. Cuando era pequeño, sobre aquellos riscos no había más que algunos chalets dispersos, pero ahora era incapaz de encontrar un edificio de menos de catorce plantas.

-Bueno, al menos la urbanización parece que sigue igual que siempre. Han pintado las fachadas y ahora hay una valla exterior, pero eso parece todo -me dije mientras me acercaba al que fue mi portal durante algunos veranos.

Entresuelo

El viejo telefonillo de plástico había sido sustituido por uno metálico y brillante, pero para llevar la sorpresa hasta sus últimas consecuencias preferí no llamar y subir directamente a casa de Óscar aprovechando que la puerta estaba abierta (siendo esta la primera que me encontraba en tal estado). El portal poco tenía ya que ver con el que yo recordaba: las viejas puertas del ascensor estaban pintadas de un azul intenso y el suelo se encontraba tan limpio que me veía reflejado al mirar hacia abajo.

Quería plantarme en la puerta de la casa de Óscar lo más fresco posible, así que desestimé la idea de subir las escaleras y esperé a que el ascensor llegara al ver que estaba iluminada la flecha que indicaba que éste era su destino. Cuando hizo acto de presencia, a través del ventanuco de la puerta vi que bajaba alguien en él y por un momento me dio un vuelco el corazón pensando que podría ser el propio Óscar; pero en su lugar abrió la puerta una mujer cargada con una especie de capazo marrón y varias toallas de playa metidas en él. Saludé sin saber muy bien por qué (supongo que por las viejas costumbres, ya que en aquel bloque de viviendas nos conocíamos todos cuando pasaba en él mis veranos) y antes de dar tiempo siquiera a que me contestara me metí en el ascensor y pulsé la tecla del quinto piso.

Las plantas parecían tardar horas en pasar, sobre todo ahora que el ascensor tenía puertas interiores, y con un suave movimiento amortiguado (nada que ver con el salto que daba en cada parada aquel cacharro en el que tantas veces subí años atrás) las puertas se abrieron para mostrarme la inconfundible puerta de la casa de Óscar.

Estaba exactamente igual a como la recordaba: el tirador de la puerta, el marco, la misma mirilla, el mismo timbre… fue fantástico descubrir que algunas cosas no habían cambiado, así que no lo pensé dos veces y llamé alegremente como si no hubieran pasado aquellos veinte largos años. Escuché con atención y noté que alguien se aproximaba a la puerta al tiempo que de fondo se escuchaba el balbucear de un bebé de pocos meses. ¿Habría tenido un niño Óscar? ¿Se habría casado al final con Noelia como todos pronosticábamos? Alguien giró una llave en la cerradura y en ese momento me di cuenta de que dos décadas de espera llegaban a su fin.

A franjas

Me abrió la puerta un hombre alto, delgado, de unos cincuenta años y con algunas canas ya. Demasiado mayor para ser Óscar; demasiado joven para ser su padre. Me quedé sin saber qué decir, pero aquello no fue un problema porque enseguida me preguntó: -¿Qué desea?.

-Estoy buscando a un amigo de la infancia… Se llama Óscar y… hasta donde yo sé, esta es su casa -dije titubeando un poco. Aquel hombre se quedó pensativo y por su gesto pareció comenzar a atar algunos cabos. Me dijo que compraron el apartamento a una familia hace unos cinco años porque ya apenas iban por allí y no les compensaba mantener una casa que casi no pisaban. Le pregunté que si le sonaba de algo el apellido Domenech y me dijo que, efectivamente, esa era la familia que les vendió el piso.

Mientras me contaba aquello, miré disimuladamente sobre su hombro y distinguí a una chica joven sentada en el sofá del salón junto a una mujer mayor. Ambas miraban embelesadas a un niño que gateaba por un suelo lleno de juguetes. Era el mismo salón en el que había estado con Óscar viendo la televisión durante tardes enteras, pero aquel escenario había dejado de pertenecer a mi infancia para convertirse en un lugar extraño y desconocido.

Según me contó aquel hombre de voz profunda y amable, la familia de Óscar ya no iba por allí porque lo que en un principio les enamoró del pueblo se había perdido para siempre. Ya no era un lugar de descanso y desconexión; sino una pequeña gran urbe con sus atascos, sus colas en las tiendas y sus restaurantes con gente en la puerta esperando a que quedara alguna mesa libre… Ni rastro del pueblo de pescadores que algún día fue; se acabó el anonimato de un lugar que casi nadie conocía en la década de los ochenta.

Mi ánimo sufrió un duro revés ante aquella revelación, pero todavía me quedaba bastante gente por visitar, así que le di las gracias a aquel hombre y marché hacia el piso de Rebeca esperando tener algo más de suerte. Había pasado muy buenos momentos junto a aquella chica viva, alegre, despreocupada y con el pelo del color del trigo; así esperaba poder recordarlos durante un rato de charla inolvidable que me devolviera la ilusión del niño que un día fui.

Los rigores del verano

La entrada de su casa sí que era radicalmente diferente a la de mis recuerdos: habían reemplazado la puerta original por una blindada y las ventanas ahora tenían rejas. Llamé al timbre y nadie contestó pese a que escuchaba con claridad una televisión sonando a todo volumen en alguna habitación de la casa. Llamé una segunda vez por si acaso no me habían escuchado y a los pocos instantes me pareció percibir el sonido de la mirilla abriéndose con rapidez aunque nadie dijo una palabra. No quise probar a llamar una tercera vez; temí encontrarme con una historia parecida a la de la familia de Óscar y opté por marcharme para volver más tarde si mi búsqueda daba más y mejores frutos que hasta el momento.

Fui a ver a Noelia al bloque de al lado: aquella chica simpática, de ojos azules y miedosa de cualquier perro que siempre andaba tonteando con Óscar. Llegué hasta la puerta de su casa y vi que estaba en bastante mal estado: los rayos del sol la habían deteriorado bastante y nadie se había preocupado de darle una simple capa de barniz. Las ventanas estaban sucias y no había ningún felpudo bajo mis pies, por lo que supuse que la casa llevaría bastante tiempo vacía. De todos modos, ya que había llegado hasta allí no iba a darme la vuelta sin más, y resignado a mi mala suerte probé a llamar al timbre que, sin dar crédito a mis oídos, sonó alto y claro llegando incluso a sobresaltarme con su estridente sonido.

Los contraluces de la escalera

Me abrió la puerta un niño de unos siete años de pelo claro y sonrisa pícara. Me miró, no dijo nada, dio la vuelta y salió corriendo dejándome allí plantado con la puerta de la casa entreabierta. Escuché como llamaba a su madre y cuando ella contestó enseguida sentí una cierta familiaridad con aquella voz. Se asomó a la puerta de la cocina y descubrí aquellos ojos azules que tantas veces llamaron mi atención cuando apenas estaba empezando a experimentar sensaciones que años más tarde comencé a considerar amor.

No sabía quién era, no hacía falta que lo dijera porque su cara lo decía todo. Noelia siempre fue muy expresiva, y no había perdido aquella facultad. Esta vez fui yo quien tomo la palabra y simplemente dije: -¿Noelia?. Ante lo que ella contestó: -Sí, y tú eres…. -¡Jorge! -respondí. -Tal vez no te acuerdes de mí, pero… veraneaba aquí hace casi veinte años y siempre estábamos juntos tú, yo, Óscar, Rebeca, Rubén….

La expresión de su mirada cambió por completo a medida que iba hablando. Se secó las manos torpemente con un paño anaranjado y comenzó a acercarse a mí mientras decía: -¿Jorge? ¿El de Zaragoza? ¿El que siempre llegaba el último en las carreras de bicis?.

Sí, ese era yo: el eterno patoso que no sólo tenía la costumbre de llegar en última posición en todas las competiciones que organizábamos, sino también el que chocó contra Óscar una vez jugando al fútbol perdiendo ambos el conocimiento durante unos instantes. Ese era Jorge: el chico soñador que hablaba de cambiar el mundo por uno más justo, el que planeaba lo que haría de mayor sin saber que en realidad la vida da tantas vueltas que hacer planes a largo plazo es una pérdida de tiempo. Allí, tumbado en el césped junto a mis amigos contando estrellas y hablando de mil y unas cosas que se nos quedaban grandes pasé los mejores veranos de mi vida. Y lo único que me unía en ese momento a aquella época maravillosa era Noelia.

Me abrazó, me dijo que aunque durante los primeros veranos tras mi marcha se había acordado de mí a menudo, también reconoció después pasaron años enteros sin un miserable recuerdo y que, por eso, ahora se sentía extraña. Es lógico, yo también sentía algo parecido. Noelia formaba parte de mi vida pasada, pero saltaba a la vista que ya no era la misma persona que yo recordaba.

Muchas preguntas se agolpaban en mi cabeza: ¿Ese niño era suyo? Y en tal caso… ¿Quién era su padre? ¿Dónde estaba el resto de toda nuestra pandilla? ¿Seguía Rebeca viviendo en su piso? En realidad ya conocía las respuestas, me di cuenta nada sentir el extraño abrazo de Noelia: todos habíamos cambiado irremediablemente. Aunque una conocida canción diga que veinte años no es nada, en realidad dos décadas bastan para cambiar la vida de familias enteras. Durante casi toda mi vida me negué a creerlo. Realicé ese viaje para tratar de demostrarme que no era un esclavo del tiempo, que en el fondo no había perdido nada en el camino recorrido durante veinte años de vivencias; pero me equivocaba. Mis amigos no eran los mismos: unos sencillamente ya no estaban y otros habían hecho su vida de tal modo que ahora ocupaban el lugar y el papel de nuestros padres en aquellos años felices. El tiempo había ejecutado su sentencia, y ni yo ni nadie podía hacer nada para cambiar las cosas.

Le dije a Noelia que iba a acercarme un momento al coche para subir unas rosquillas típicas de Zaragoza que había traído y que con ellas, acompañadas de un café, podíamos charlar de todo lo sucedido durante los años transcurridos. Con un «ahora mismo subo» me despedí de un pasado que era mejor dejar reposar tranquilo. Yo ya no pintaba nada en la vida de Noelia del mismo modo que era una tontería seguir buscando un pasado maravilloso donde sólo quedaba polvo y hojarasca.

Sé que fui un cobarde, y que tal vez Noelia me recordará con amargura durante otros veinte años por lo que hice; pero en vez de coger aquellas rosquillas que sólo existían en mi imaginación, salí de la urbanización sin mirar atrás, arranqué el coche y no me detuve hasta que llegué a mi Zaragoza natal mientras me prometía que, a partir de ese día, dejaría que los buenos recuerdos fueran simplemente eso: recuerdos.

Luz misteriosa

El maldito juego de la silla

No sé vosotros, pero yo odiaba a muerte el famoso «juego de la silla» cuando iba al colegio. Supongo que lo conoceréis: se hace una especie de corro rodeando unas sillas (si hay N niños se emplean N-1 sillas, por expresarlo matemáticamente) y suena una música. Cuando esta se calla los niños se sientan rápidamente en las sillas, quedando eliminado aquel que se quede de pie.

silla

Pues bien… ¡el maldito juego era infinitamente cruel con los niños! Yo no sé si los profesores se daban cuenta el tema entonces, pero el niño que se quedaba de pie (que en muchas ocasiones era yo) era objeto de mofa por parte de todos los que sí habían conseguido sentarse. Imaginaos un montón Nelsons (concretamente N-1) estirando su dedo índice hacia vosotros y exclamando un sonoro «¡Ha-Ha!».

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En serio, no creo yo que hoy en día los psicólogos de los colegios recomienden este juego, porque eramos unos cuantos los eliminados a las primeras de cambio mientras que la gloria de la victoria final (cuando N=2 y se calla la música definitivamente) siempre se la llevaba el mismo chico de clase que también era un as en baloncesto, jugando a las chapas y corriendo en la pista de atletismo.

Y bueno, lo mismo os diría de las humillantes configuraciones de equipos a la hora de jugar al fútbol en el recreo; pues los capitanes siempre elegían en las primeras rondas a los que destacaban en este deporte y al final nos quedábamos siempre esperando los que no pasábamos del seis en educación física sintiéndonos como las migajas del mantel.

¡Qué tiempos aquellos los salvajes años 80…!

Alcalá de Henares ayer y hoy (80)

Volvemos una vez más a la calle Mayor para detenernos un momento en la mítica «ferretería Tomás» que existía en su parte central y que hace años desapareció. Aprovecharé para comentaros que el edificio estuvo mucho tiempo completamente abandonado, pero desde hace unos meses está siendo radicalmente remodelado por su parte interior (la fachada ha de quedar intacta al ser toda esta zona patrimonio de la humanidad) para albergar algún comercio del que todavía no se sabe nada definitivo pero sobre el que han circulado multitud de rumores diciendo que iba a ser un Zara, un Banesto… dentro de unos meses sabremos la respuesta, pero de momento lo único que hay es una monumental obra que se está prolongando en el tiempo algo más de lo habitual.

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“Calle Mayor”. Anónima. Mediados de los años 80. Extraída del libro “15 años de ayuntamientos democráticos” ISBN: 84-87914-11-X

Si os fijáis bien en los detalles os daréis cuenta que entre una fotografía y otra no ha habido demasiados cambios. Es cierto que en esta ocasión no ha transcurrido demasiado tiempo entre ellas (veinticinco años aproximadamente) pero también hay que reconocer que existen lugares de Alcalá de Henares que en un par de décadas han quedado completamente irreconocibles.

Pero por favor, detened vuestro ojos sobre el gran cartel que dice «FERRETERIA» y a continuación observad cómo en la fotografía actual el cartel ha desaparecido pero ahí siguen los soportes como mudo testigo del pasado del edificio. Del mismo modo, los canalones que bajaban por la fachada siguen el mismo trazado de los originales pese a que han sido sustituidos por otros de diseño similar pero fabricados con mejores materiales.

Los cables siguen ahí (no todos, pero algunos de ellos sí) y a nivel global las fachadas han sido sometidas a una profunda limpieza y en algunos casos un repintado tratando de devolverles la juventud perdida en las décadas pasadas. En general en esta parte de la ciudad los cambios son leves precisamente por el hecho de que hay que conservar su aspecto clásico a toda costa.

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La calle Mayor en la actualidad

Bien, pues por hoy hemos terminado nuestro paseo por el centro de Aclalá. El Jueves nos acercaremos a otro lugar para ver cómo le ha sentado el paso del tiempo en la que será la penúltima entrada de esta cuarta temporada.

¡Un saludo!

Alcalá de Henares ayer y hoy (8)

Esta noche cambiamos de año, pero como bien sabéis, cambiar de año no implica que las cosas tengan que cambiar radicalmente. Y como muestra aquí os dejo un par de comparativas de dos rincones del Corral de los Irlandeses de Alcalá de Henares en las que se puede apreciar cómo pese a la restauración realizada en este lugar las cosas siguen teniendo su forma original.

En primer lugar vamos a ver una de las balconadas de la pequeña plaza. Tal vez algunos de los que vivís en la ciudad no la reconozcáis a primera vista, pero si os digo que en la fachada que quedaría justo a la izquierda de esta es la del famoso Wheelands ya sabréis qué os estoy mostrando hoy 😛

Plaza de los irlandeses en los años 80

«Corral de los irlandeses». Anónima. Principios de los años 80. Extraída del libro «15 años de ayuntamientos democráticos» ISBN: 84-87914-11-X

Plaza de los irlandeses en la actualidad

«Corral de los irlandeses en la actualidad»

Como veis la forma de la fachada es la misma y la restauración ha respetado todos los detalles de la edificación original. Vamos ahora a fijarnos en esa entrada que se ve en la parte inferior derecha del edificio:

Entrada a la plaza de los irlandeses en los años 80

«Entrada a la plaza de los irlandeses». Anónima. Principios de los años 80. Extraída del libro «15 años de ayuntamientos democráticos» ISBN: 84-87914-11-X

Entrada a la plaza de los irlandeses en la actualidad

«Entrada a la plaza de los irlandeses en la actualidad»

A la vista está que el centro de la ciudad ha recibido una profunda remodelación pero en general se ha conservado la forma de los edificios de tal modo que dar una vuelta por estas calles es como retroceder atrás muchos años en tiempo.

¡El próximo jueves más fotos! 😉