Doble mayoría de edad

Hoy hace 18 años que cumplí 18 años; pero el problema es que estos se me han pasado muchísimo más rápido. No sé si esta «doble mayoría de edad» tiene algún tipo de implicación en cuanto a deberes y responsabilidades, pero llevaba unos días dándole vueltas a este hecho y me apetecía dedicar unas líneas al inexorable paso del tiempo.

Veréis, si echo la vista atrás soy capaz de recordar aquel cumpleaños de 1998 con claridad: el bar La Chopera, mucha gente, tortillas de patatas, minis de 43 con vainilla, paquetes de tabaco de acá para allá… Era el último año de instituto y sabía que muchos de los que allí estábamos iríamos perdiendo el contacto poco a poco; aunque por suerte la mayoría de los que éramos grandes amigos por aquel entonces lo seguimos siendo hoy en día.

Cumpleaños total (Enero 1998)

Enero 1998

De todos los que aparecen en la fotografía que tenéis aquí arriba sé que hay gente que acabó siendo pareja, algunos han tenido hijos, otros están viviendo en el extranjero, uno de ellos murió en el 11-M y de otros, sencillamente, no sé nada de nada. Y parece una broma del destino, pero en Spotify está sonando mientras escribo estas líneas «Los amigos que perdí» de Dorian.

Confieso que cuando miro fotografías de aquella época me vienen a la mente buenos recuerdos, pero no es que experimente una especial añoranza por esos años pasados porque si me siento un rato a poner las cosas en perspectiva me doy cuenta de que a medida que ha pasado el tiempo he ido mejorando en todos los aspectos de mi vida y, a día de hoy, me considero una persona esencialmente feliz.

Julio 2013

No puedo quejarme para nada de cómo me han ido las cosas en los últimos tiempos tanto en lo personal como en lo laboral: mi familia tiene buena salud, llevo ya más de cinco años junto a una persona maravillosa, disfruto de mi trabajo cada día y no envidio nada ni a nadie.

No sé dónde estaré dentro de otros 18 años (para entonces tendré 54, que se dice pronto) pero confío en seguir sintiéndome afortunado por las cosas que me pasan en la vida.

10 de enero de 2016

10 de enero de 2016

¡Nos leemos!

Los recuerdos del L’Atall

Durante los días que pasé recientemente en Oropesa del Mar hubo una tarde en la que me puse a caminar hasta llegar al inicio del camino L’Atall». Allí, a apenas unos metros del nuevo centro médico recién inaugurado distinguí un edificio que me transportó a aquellos años en los que compartía mañanas, tardes y noches de verano con mis amigos y que tan atrás parecen haber quedado ya.

Cine L'Atall

El cine L’Atall cerró hace ya varios años y daba por hecho que habría sido derribado para construir en su lugar algún edificio de apartamentos como ha ocurrido con buena parte de los terrenos que rodean a esta localidad castellonense. Desde principios de los 90, el perfil de esta zona costera ha cambiado radicalmente y ya nadie se extraña si de un año para otro ha aparecido alguna nueva mole de ladrillos en cualquier lugar.

En Oropesa llegó a haber tres salas de cine por aquellas épocas. Bueno, llamarlas salas no es del todo correcto porque en realidad dos de ellas eran terrazas al aire libre y la tercera (situada muy cerca de la plaza del pueblo) añadía una zona cerrada que se utilizaba durante el invierno. En aquellos cines vi varias películas de la época con mis amigos, pero de la sesión que más recuerdos guardo fue la de aquella noche de 1990 en la que fuimos a ver La Sirenita precisamente en ese cine que podéis ver en la foto de ahí arriba.

A nuestras edades (yo tenía 10 años por aquel entonces) jamás se nos hubiera ocurrido ir caminando en plena noche por el borde de la carretera que sale del pueblo hasta alcanzar esa verja metálica que franquea la entrada al recinto, de modo que la madre de una de las chicas de la pandilla se ofreció a llevarnos en coche, metiéndonos un total de ocho personas en un Seat Ibiza de la época. Una vez allí, salimos a presión de aquel coche, vimos la película y al término de la misma volvimos a repetir la maniobra de acoplamiento para poder entrar todos en aquel coche tan pequeño. Y menos mal que eramos todos bastante delgados y no excesivamente altos, porque si no a alguno le hubiera tocado ir en el maletero.

De la película la verdad es que no recuerdo gran cosa; pero sí que ha vuelto varias veces a mi memoria aquella sensación tan aventurera que suponía ir al cine L’Atall. Aquella noche fue la última vez que vi una película sentado en sus butacas porque en los años posteriores los integrantes de aquella pandilla fuimos separándonos poco a poco y cuando quise darme cuenta me enteré de que el cine había cerrado sus puertas.

Por eso me sorprendió tanto descubrir que, pese a tener sus puertas ocultas bajo gruesos tablones de madera y ver crecer las hierbas sin control en la explanada donde la gente hacía cola para comprar las entradas, el edificio estaba prácticamente intacto.

Mirándolo detenidamente me pareció volver a aquellos años locos donde cada pequeña experiencia que se saliera de lo normal era para nosotros toda una hazaña; y os aseguro que sentir algo así, aunque sólo sea por un segundo, es algo muy grande.

Un viaje a la infancia

Necesitaba volver por unos días a mis orígenes y así recuperar viejas sensaciones. Por eso dejé atrás todo, por eso cargué nada más que tres o cuatro cosas básicas en el coche y escapé a toda prisa de la ciudad sin mirar lo que dejaba atrás.

Los viales

Durante todo el camino estuve recordando anécdotas de las vacaciones que pasé durante mi infancia en aquel pueblo costero a los pies de unas montañas de tierra rojiza. Fueron muchos kilómetros bajo el sol acompañado nada más que por los éxitos radiofónicos que escupía la emisora de turno, pero también vinieron a mi memoria multitud de pensamientos fugaces sobre aquellas noches llenas de estrellas y todos los sueños que quedaron pendientes de cumplir.

Después de tantos años me preguntaba qué aspecto tendrían mis amigos, cómo estarían aquellos senderos entre pinos por los que tanto nos gustaba perdernos, qué habría ocurrido en las vidas de cada uno de ellos… Dudas que me habían rondado la cabeza durante años y que por fin iban a tener respuesta.

¿Seguiría Rebeca tan guapa como en aquella foto que me dio al despedirnos? ¿Tendría Óscar tanto éxito con las chicas como entonces? ¿Estaría el césped junto a nuestras casas tan verde como lo recuerdo en la tarde de mi marcha definitiva?

Podría haber avisado de algún modo de mi inminente llegada, pero preferí no hacerlo; igual que cuando teníamos doce años. El ritual siempre era el mismo: ir casa por casa llamando al timbre para anunciar alegremente a mis amigos que un verano más estaba allí dispuesto a pasar días y noches inolvidables. Seguir cumpliendo con aquella tradición sería un modo de demostrar que el tiempo transcurrido no tenía por qué habernos cambiado lo más mínimo.

Repetitividad urbana

Ya habían sucedido demasiados cambios en mi vida; sobre todo desde que me había convertido en un treintañero cuya existencia era pura rutina. Necesitaba sentir que todavía quedaba un remanso de paz en el que el tiempo no hubiera avanzado en las últimas dos décadas, y estaba seguro que ese lugar no era otro que aquel del que provienen los mejores recuerdos de mi vida. Estaba tan cansado del ajetreo del día a día en la ciudad que busqué en aquel lugar que tantas veces había añorado un renacer que me permitiera ver las cosas de otro modo.

Era tres de agosto; plena época estival. La urbanización estaría llena de gente, pero no me sería complicado dar con Rebeca, Óscar y los demás. Recordaba perfectamente sus pisos 3º F y 5º B respectivamente. El de Manolo era el de al lado de Óscar, así que 5º C. El de Noelia el 2º C, pero del portal de al lado, que también era el de Rubén…

De repente, sin darme cuenta siquiera, apareció la señal que indicaba que debía abandonar la autovía en la próxima salida. Estaba tan sumido en mis pensamientos que no me había dado cuenta de que el mar había hecho acto de presencia a mi derecha varios kilómetros antes anunciando la proximidad a mi destino. Estaba a pocos minutos de volver a ver a mis amigos de la infancia, de darles la sorpresa de su vida… y sólo pensar en aquello logró que los latidos de mi corazón se aceleraran considerablemente.

Salí de la autovía y el sol me golpeó de lleno en los ojos. Enfilé una carretera mal asfaltada por la que parecía ser el único en circular y, finalmente, llegué a la entrada del pueblo. Habían pasado veinte largos años desde la última vez que estuve allí, pero seguía tan reconocible como siempre: la entrada del parque, la pequeña gasolinera, la calle principal… sin embargo, por allí no había ni rastro de las casas bajas que recordaba. En su lugar, altos bloques de apartamentos azules y blancos dominaban el paisaje e impedían ver la costa desde aquel rincón.

Parking

-Cosas del progreso; el ladrillo, que por aquí se expandió más que por ningún otro lugar… -pensé. Sin embargo , a medida que me fui adentrando por las calles me fui dando cuenta de que había muchos otros cambios más sutiles pero también mucho más crueles con mis recuerdos.

Ya no había grandes portalones con canastos de fruta en los que las familias del pueblo vendían los productos de sus propias huertas. Recuerdo que en aquellos lugares se podían encontrar las sandías más jugosas, las manzanas con el sabor más intenso que he probado y los melocotones más deliciosos del mundo. Robustas puertas de garaje de las que asomaban insignias cromadas de coches alemanes habían sustituido a aquellas improvisadas tiendas que apenas tenían una mano de pintura y unas balanzas que hoy podrían estar perfectamente en un museo.

Empecé a sentir algo de miedo: miedo a que mis recuerdos estuvieran distorsionados, a que los ojos de aquel niño vieran aquí un paraíso que en realidad nunca existió. Puede que de pequeño se vean las cosas desde otro punto de vista; pero algo era seguro: mis amigos. Y si aquel lugar se había transformado tan profundamente, nada mejor que mi visita sorpresa para que se dieran cuenta de que algunas cosas nunca cambiarán por mucho tiempo que pase.

Me costó un poco orientarme porque algunas calles eran nuevas y otras estaban tan arregladas que parecían pertenecer a otro lugar. El camino de tierra que daba a la huerta de Antonio ahora era una calle llena de tiendas, y el camping que había junto a la urbanización se había convertido en un infinito bloque de viviendas cuya sombra se estiraba hasta casi la orilla del mar.

Camping semidesierto

En la entrada de la urbanización me encontré una barrera cerrada. Otro cambio más, porque en la década de los ochenta se podía entrar libremente y sin problemas de ningún tipo, así que decidí aparcar fuera y entrar caminando para no molestar al portero, pues por la hora supuse que estaría echando la siesta. Sin embargo, en el apartamento que hacía las veces de portería no había ningún cartel identificativo y por un momento dudé si en realidad seguiría cumpliendo aquella función.

Tras dar toda la vuelta a la finca me encontré con que sus puertas también estaban cerradas con llave, pero no podía quedarme allí plantado después de tantas horas de viaje. Me detuve junto a una de ellas (la más cercana a la zona donde los miembros de la pandilla teníamos nuestras casas) y esperé a que saliera algún vecino, cosa que sucedió en apenas un par de minutos durante los cuales me entretuve mirando el perfil de los edificios que había junto a los acantilados del final de la playa. Cuando era pequeño, sobre aquellos riscos no había más que algunos chalets dispersos, pero ahora era incapaz de encontrar un edificio de menos de catorce plantas.

-Bueno, al menos la urbanización parece que sigue igual que siempre. Han pintado las fachadas y ahora hay una valla exterior, pero eso parece todo -me dije mientras me acercaba al que fue mi portal durante algunos veranos.

Entresuelo

El viejo telefonillo de plástico había sido sustituido por uno metálico y brillante, pero para llevar la sorpresa hasta sus últimas consecuencias preferí no llamar y subir directamente a casa de Óscar aprovechando que la puerta estaba abierta (siendo esta la primera que me encontraba en tal estado). El portal poco tenía ya que ver con el que yo recordaba: las viejas puertas del ascensor estaban pintadas de un azul intenso y el suelo se encontraba tan limpio que me veía reflejado al mirar hacia abajo.

Quería plantarme en la puerta de la casa de Óscar lo más fresco posible, así que desestimé la idea de subir las escaleras y esperé a que el ascensor llegara al ver que estaba iluminada la flecha que indicaba que éste era su destino. Cuando hizo acto de presencia, a través del ventanuco de la puerta vi que bajaba alguien en él y por un momento me dio un vuelco el corazón pensando que podría ser el propio Óscar; pero en su lugar abrió la puerta una mujer cargada con una especie de capazo marrón y varias toallas de playa metidas en él. Saludé sin saber muy bien por qué (supongo que por las viejas costumbres, ya que en aquel bloque de viviendas nos conocíamos todos cuando pasaba en él mis veranos) y antes de dar tiempo siquiera a que me contestara me metí en el ascensor y pulsé la tecla del quinto piso.

Las plantas parecían tardar horas en pasar, sobre todo ahora que el ascensor tenía puertas interiores, y con un suave movimiento amortiguado (nada que ver con el salto que daba en cada parada aquel cacharro en el que tantas veces subí años atrás) las puertas se abrieron para mostrarme la inconfundible puerta de la casa de Óscar.

Estaba exactamente igual a como la recordaba: el tirador de la puerta, el marco, la misma mirilla, el mismo timbre… fue fantástico descubrir que algunas cosas no habían cambiado, así que no lo pensé dos veces y llamé alegremente como si no hubieran pasado aquellos veinte largos años. Escuché con atención y noté que alguien se aproximaba a la puerta al tiempo que de fondo se escuchaba el balbucear de un bebé de pocos meses. ¿Habría tenido un niño Óscar? ¿Se habría casado al final con Noelia como todos pronosticábamos? Alguien giró una llave en la cerradura y en ese momento me di cuenta de que dos décadas de espera llegaban a su fin.

A franjas

Me abrió la puerta un hombre alto, delgado, de unos cincuenta años y con algunas canas ya. Demasiado mayor para ser Óscar; demasiado joven para ser su padre. Me quedé sin saber qué decir, pero aquello no fue un problema porque enseguida me preguntó: -¿Qué desea?.

-Estoy buscando a un amigo de la infancia… Se llama Óscar y… hasta donde yo sé, esta es su casa -dije titubeando un poco. Aquel hombre se quedó pensativo y por su gesto pareció comenzar a atar algunos cabos. Me dijo que compraron el apartamento a una familia hace unos cinco años porque ya apenas iban por allí y no les compensaba mantener una casa que casi no pisaban. Le pregunté que si le sonaba de algo el apellido Domenech y me dijo que, efectivamente, esa era la familia que les vendió el piso.

Mientras me contaba aquello, miré disimuladamente sobre su hombro y distinguí a una chica joven sentada en el sofá del salón junto a una mujer mayor. Ambas miraban embelesadas a un niño que gateaba por un suelo lleno de juguetes. Era el mismo salón en el que había estado con Óscar viendo la televisión durante tardes enteras, pero aquel escenario había dejado de pertenecer a mi infancia para convertirse en un lugar extraño y desconocido.

Según me contó aquel hombre de voz profunda y amable, la familia de Óscar ya no iba por allí porque lo que en un principio les enamoró del pueblo se había perdido para siempre. Ya no era un lugar de descanso y desconexión; sino una pequeña gran urbe con sus atascos, sus colas en las tiendas y sus restaurantes con gente en la puerta esperando a que quedara alguna mesa libre… Ni rastro del pueblo de pescadores que algún día fue; se acabó el anonimato de un lugar que casi nadie conocía en la década de los ochenta.

Mi ánimo sufrió un duro revés ante aquella revelación, pero todavía me quedaba bastante gente por visitar, así que le di las gracias a aquel hombre y marché hacia el piso de Rebeca esperando tener algo más de suerte. Había pasado muy buenos momentos junto a aquella chica viva, alegre, despreocupada y con el pelo del color del trigo; así esperaba poder recordarlos durante un rato de charla inolvidable que me devolviera la ilusión del niño que un día fui.

Los rigores del verano

La entrada de su casa sí que era radicalmente diferente a la de mis recuerdos: habían reemplazado la puerta original por una blindada y las ventanas ahora tenían rejas. Llamé al timbre y nadie contestó pese a que escuchaba con claridad una televisión sonando a todo volumen en alguna habitación de la casa. Llamé una segunda vez por si acaso no me habían escuchado y a los pocos instantes me pareció percibir el sonido de la mirilla abriéndose con rapidez aunque nadie dijo una palabra. No quise probar a llamar una tercera vez; temí encontrarme con una historia parecida a la de la familia de Óscar y opté por marcharme para volver más tarde si mi búsqueda daba más y mejores frutos que hasta el momento.

Fui a ver a Noelia al bloque de al lado: aquella chica simpática, de ojos azules y miedosa de cualquier perro que siempre andaba tonteando con Óscar. Llegué hasta la puerta de su casa y vi que estaba en bastante mal estado: los rayos del sol la habían deteriorado bastante y nadie se había preocupado de darle una simple capa de barniz. Las ventanas estaban sucias y no había ningún felpudo bajo mis pies, por lo que supuse que la casa llevaría bastante tiempo vacía. De todos modos, ya que había llegado hasta allí no iba a darme la vuelta sin más, y resignado a mi mala suerte probé a llamar al timbre que, sin dar crédito a mis oídos, sonó alto y claro llegando incluso a sobresaltarme con su estridente sonido.

Los contraluces de la escalera

Me abrió la puerta un niño de unos siete años de pelo claro y sonrisa pícara. Me miró, no dijo nada, dio la vuelta y salió corriendo dejándome allí plantado con la puerta de la casa entreabierta. Escuché como llamaba a su madre y cuando ella contestó enseguida sentí una cierta familiaridad con aquella voz. Se asomó a la puerta de la cocina y descubrí aquellos ojos azules que tantas veces llamaron mi atención cuando apenas estaba empezando a experimentar sensaciones que años más tarde comencé a considerar amor.

No sabía quién era, no hacía falta que lo dijera porque su cara lo decía todo. Noelia siempre fue muy expresiva, y no había perdido aquella facultad. Esta vez fui yo quien tomo la palabra y simplemente dije: -¿Noelia?. Ante lo que ella contestó: -Sí, y tú eres…. -¡Jorge! -respondí. -Tal vez no te acuerdes de mí, pero… veraneaba aquí hace casi veinte años y siempre estábamos juntos tú, yo, Óscar, Rebeca, Rubén….

La expresión de su mirada cambió por completo a medida que iba hablando. Se secó las manos torpemente con un paño anaranjado y comenzó a acercarse a mí mientras decía: -¿Jorge? ¿El de Zaragoza? ¿El que siempre llegaba el último en las carreras de bicis?.

Sí, ese era yo: el eterno patoso que no sólo tenía la costumbre de llegar en última posición en todas las competiciones que organizábamos, sino también el que chocó contra Óscar una vez jugando al fútbol perdiendo ambos el conocimiento durante unos instantes. Ese era Jorge: el chico soñador que hablaba de cambiar el mundo por uno más justo, el que planeaba lo que haría de mayor sin saber que en realidad la vida da tantas vueltas que hacer planes a largo plazo es una pérdida de tiempo. Allí, tumbado en el césped junto a mis amigos contando estrellas y hablando de mil y unas cosas que se nos quedaban grandes pasé los mejores veranos de mi vida. Y lo único que me unía en ese momento a aquella época maravillosa era Noelia.

Me abrazó, me dijo que aunque durante los primeros veranos tras mi marcha se había acordado de mí a menudo, también reconoció después pasaron años enteros sin un miserable recuerdo y que, por eso, ahora se sentía extraña. Es lógico, yo también sentía algo parecido. Noelia formaba parte de mi vida pasada, pero saltaba a la vista que ya no era la misma persona que yo recordaba.

Muchas preguntas se agolpaban en mi cabeza: ¿Ese niño era suyo? Y en tal caso… ¿Quién era su padre? ¿Dónde estaba el resto de toda nuestra pandilla? ¿Seguía Rebeca viviendo en su piso? En realidad ya conocía las respuestas, me di cuenta nada sentir el extraño abrazo de Noelia: todos habíamos cambiado irremediablemente. Aunque una conocida canción diga que veinte años no es nada, en realidad dos décadas bastan para cambiar la vida de familias enteras. Durante casi toda mi vida me negué a creerlo. Realicé ese viaje para tratar de demostrarme que no era un esclavo del tiempo, que en el fondo no había perdido nada en el camino recorrido durante veinte años de vivencias; pero me equivocaba. Mis amigos no eran los mismos: unos sencillamente ya no estaban y otros habían hecho su vida de tal modo que ahora ocupaban el lugar y el papel de nuestros padres en aquellos años felices. El tiempo había ejecutado su sentencia, y ni yo ni nadie podía hacer nada para cambiar las cosas.

Le dije a Noelia que iba a acercarme un momento al coche para subir unas rosquillas típicas de Zaragoza que había traído y que con ellas, acompañadas de un café, podíamos charlar de todo lo sucedido durante los años transcurridos. Con un «ahora mismo subo» me despedí de un pasado que era mejor dejar reposar tranquilo. Yo ya no pintaba nada en la vida de Noelia del mismo modo que era una tontería seguir buscando un pasado maravilloso donde sólo quedaba polvo y hojarasca.

Sé que fui un cobarde, y que tal vez Noelia me recordará con amargura durante otros veinte años por lo que hice; pero en vez de coger aquellas rosquillas que sólo existían en mi imaginación, salí de la urbanización sin mirar atrás, arranqué el coche y no me detuve hasta que llegué a mi Zaragoza natal mientras me prometía que, a partir de ese día, dejaría que los buenos recuerdos fueran simplemente eso: recuerdos.

Luz misteriosa

Los fantasmas que nos rodean

¿Veis a toda esa gente que hay en la cola del supermercado del barrio? ¿En la panadería? ¿En el atasco de cada mañana para ir a trabajar? ¿Verdad que no conocéis a ninguno de ellos? ¿Nunca os habéis planteado por qué si siempre acudimos a los mismos sitios las personas que vemos cada día son diferentes?

La respuesta es sencilla: todos ellos en realidad no existen. Son fantasmas; seres etéreos creados para dar sentido a nuestras vidas y que no nos demos cuenta de que vivimos en la más absoluta soledad. Llevan siglos entre nosotros y siempre son diferentes porque cada noche, cuando la ciudad duerme y en las calles sólo se escuchan los maullidos de los gatos, se marchan a otras ciudades para ser relevados por nuevos espíritus al salir el sol.

Los fantasmas de la noche

Algunos de ellos son fijos; y lo son porque ese es el premio a haber llevado una vida honesta. Ahí están los comerciantes, la familia, los carteros, nuestros vecinos y amigos… Sin embargo, esa otra gente con la que nos cruzamos cada día sin intercambiar ni una palabra no son más que meros espíritus vagando de ciudad en ciudad por toda la eternidad y jugando un papel más importante de lo que parece en nuestra propia existencia.

Precisamente por eso siempre nos ocurre algo tan habitual como que al día siguiente de pensar en alguien a quien no vemos desde hace años nos lo cruzamos nada más bajar a la calle: porque en el preciso instante en el que esa persona aparece en nuestro pensamiento una alarma se activa en algún lugar y ese espíritu hace acto de presencia pocas horas después para que no nos demos cuenta de que algo raro está ocurriendo.

No me digáis que nunca os habíais fijado…

Pequeñas grandes decisiones

A lo mejor no nos paramos a pensarlo habitualmente, pero de vez en cuando uno se da cuenta de que al fin y al cabo nuestras vidas se van creando a partir de las pequeñas acciones de cada día. Una tarde cualquiera te dan un folleto con la historia de una fortificación y piensas en hacer un amplio reportaje sobre el tema; preparando la documentación del mismo empiezas a hablar con la persona que está al cuidado del lugar, al final te haces amigo suyo y acabas cenando en animada charla el día que comienza sus vacaciones. Es un pequeño milagro surgido a partir de una simple casualidad, y eso es muy grande porque uno se plantea cosas como: ¿qué hubiera estado haciendo estas tardes si no me hubiera pasado por allí aquel día?

Parking nocturno

La vida da muchas vueltas, eso lo tengo bien claro desde que era pequeño; pero lo que nunca me deja de sorprender es que a las personas más interesantes nos las vamos encontrando de las maneras más curiosas e inesperadas. Así me pasó con Joe, con Javier, con Sonia… y ahora también con Patricia y su amiga Nycolle; lo que me hace ver una vez más que tener una mente abierta y predispuesta a conocer gente hace que de vez en cuando te lleves sorpresas de lo más agradables.

Puede que la pizza no fuera gran cosa, pero al menos estuvimos de charla todo el tiempo y eso siempre deja un buen recuerdo. Echaré de menos las charlas a los pies de la Torre del Rey, pero estoy seguro de que nos volveremos a ver pronto en algún lugar del tiempo.

Cristina: aquel primer amor platónico

Semanas enteras de verano compartidas con Javier, Raquel, Lidón, Irene, David, Cristina, Aitor, Oscar, Jose, Rebeca, Rubén, Natalia, Marta… y todos ellos perdidos ahora en el tiempo casi sin posibilidad de recuperarlos pese a que alguna vez que nos hemos cruzado por aquí no hemos dudado ni un segundo en cruzar algún saludo o incluso alguna palabra más como ahora os contaré.

Más que una cuestión de amistad olvidada o pérdida de contacto el problema de esta incomunicación es que hemos cambiado demasiado en todos estos años: nada queda ya de aquellas personas que se reunían cada tarde sobre la arena de la playa para hablar sobre lo que les había ocurrido durante el invierno o los planes que tenían para el futuro. Ese futuro que querían cambiar finalmente les alcanzó y al ver frustrados aquellos sueños infantiles se acabaron los temas de conversación, se terminó el soñar despiertos. Aquellos inocentes juegos en los que el mayor de los premios consistía en darse un pico con una de las chicas del grupo ahora no representarían el menor de los retos porque hemos crecido y todo se nos ha quedado pequeño.

Con aquella edad jamás lo habría reconocido públicamente, pero a mí Cristina me volvía loco. Poco me importaba que su hermana Marta me hiciera la vida (o al menos el verano) imposible hasta donde alcanza mi memoria, pues las noches en las que nos poníamos a charlar sobre el mundo o jugábamos a “la zapatilla por detrás” eran el mayor de los premios. Es más, todavía recuerdo con claridad la noche en la que todos bajamos nuestras bicicletas y Cristina tenía la suya con una rueda pinchada. Aquella era mi oportunidad de tenerla cerca de mí, así que venciendo mi antigua timidez me ofrecí a llevarla “de paquete” en mi montura de metal.

Grupo amigos Oropesa 1992

De izquierda a derecha y comenzando por la fila superior: Javier, Óscar, José, Lidón, Marta, Rebeca, Cristina ^_^, Cristina «la de valencia» y Javi.

Ella aceptó encantada, y aunque no hacía más que dar bandazos de un lado a otro debido a que hacía meses que no cogía mi bicicleta, el sentir sus manos apretando mi cintura me reconfortaba y me hacía sentir un hormigueo en el estómago hasta entonces desconocido para mí. Tengo claro que con doce años una experiencia así supera a muchas otras en teoría mucho más explícitas que vendrían una década después.

Sin embargo, una mala noche del verano de 1992 apareció un nuevo grupo de chicos por donde solíamos estar nosotros y enseguida comenzaron a tirarle los tejos a Cristina. Y claro, como aquellos tíos debían tener dos o tres años más que nosotros aquello era lo mejor que le podía pasar a una chica que no se perdía un capítulo de “Sensación de vivir” y enseguida noté un considerable alejamiento de aquella chica que tanto me gustaba (¡hasta su apellido Deluis parecía indicar que estábamos hechos el uno para el otro!) al tiempo que observaba con rabia cómo ella le reía todas las gracias a aquel grupo de extraños.

El verano siguiente Cristina y una buena parte de nuestro grupo original se mezcló con aquellos insolentes del 92 y comenzaron a hacer cosas radicalmente diferentes a las que hacíamos en el pasado: fiestas en la playa, botellones… cosas que con trece años veía como muy lejanas y que no iban con mi estilo de ver las cosas. Aquel fatídico verano fue el de la primera gran escisión de nuestro grupo; una escisión a la que seguirían muchas otras que acabarían por disgregarnos para siempre.

Todo aquello lo creía olvidado para siempre hasta que el pasado verano me crucé con Cristina tras muchos años sin verla. Tenía la misma cara que cuando nos despedimos en el verano de los juegos olímpicos de Barcelona y no dudé en ningún momento de que era ella, pues su sonrisa y la expresión de sus ojos las había conservado intactas en mi subconsciente durante los últimos 180 meses.

Ella estaba en el paseo de la playa, caminando sin rumbo aparente con paso lento, más o menos como yo; así que nos detuvimos frente a frente, pronunciamos el nombre el otro con tono de interrogación y, tras borrar nuestras muecas de sorpresa, preguntamos respectivamente por el tiempo transcurrido desde la última vez que nos vimos.

¿Y qué me encontré? Pues algo tan aparentemente simple como que Cristina había acabado yéndose a vivir con Diego; uno de los integrantes de aquel grupo que la “arrebató” de nuestro lado en aquel verano que antes os relataba. Supongo que la cara de bobo que se me debió quedar fue épica, porque recuerdo perfectamente que en apenas dos segundos se me pasó por la cabeza toda la secuencia de acontecimientos de aquella noche en la que conoció a Diego y compañía. Tan aturdido me quedé con la noticia que ella misma me preguntó: “Luis, ¿qué te pasa?” a lo que respondí que me habían venido de golpe muchísimos recuerdos a la cabeza.

Es absolutamente alucinante comprobar cómo una pequeña acción puede cambiar la vida de dos personas. ¿Qué hubiera pasado si aquella noche hubiéramos estado en otro lugar? ¿Dónde estaría hoy Cristina si no hubiera conocido a Diego? ¿Qué papel hubiera jugado yo en su vida? Esas tres preguntas fueron las primeras de una larga lista que asaltó mi mente en aquel instante. Cristina, seguramente el que fuera mi primer amor platónico, había acabado viviendo con un tío al que conoció delante de mis narices.

De todos modos, no estaba triste, furioso ni celoso, pues los años transcurridos me habían hecho olvidar (o eso creía) aquella amistad tan especial con ella y además yo había hecho mi vida sin siquiera recordarla durante meses. Lo que me ocurrió fue una especie de “flashback” tan fuerte que me devolvió de golpe a aquellos años felices.

Lo peor de este “retorno al pasado” que os comento es que no fui capaz de reaccionar y pedirle a Cristina una dirección de e-mail o un número de teléfono para estar en contacto. Me da mucha rabia porque si mañana me la encontrara le contaría todo esto sin dudar ni un momento y le diría que me encantaría que estuviéramos en contacto para recordar aquellos años pasados; pero algo me dice que puede que tengan que pasar otros quince años para que nos volvamos a encontrar y a lo mejor entonces me cuenta alguna otra cosa que me devuelva de nuevo a aquellas primeras sensaciones que la gente se empeña en llamar amor.

Quince años después

Dieciseis años después de la fotografía original