Apacible soledad

Se me hizo raro ver mi urbanización de toda la vida casi en completa soledad durante la semana que pasé recientemente en Oropesa del Mar. Habituado al barullo vacacional de los meses de Julio y Agosto la sensación al sentarme en el jardín después de comer y no escuchar absolutamente nada a mi alrededor fue toda una novedad para mí.

Rodeado

Prueba de ello es esta imagen que capté en unos de esos momentos de tranquilidad que os comento y que muestra el ambiente reinante durante aquellos días.

¡Cómo me gusta descubrir ese tipo de sensaciones!  ^__^

Un viaje a la infancia

Necesitaba volver por unos días a mis orígenes y así recuperar viejas sensaciones. Por eso dejé atrás todo, por eso cargué nada más que tres o cuatro cosas básicas en el coche y escapé a toda prisa de la ciudad sin mirar lo que dejaba atrás.

Los viales

Durante todo el camino estuve recordando anécdotas de las vacaciones que pasé durante mi infancia en aquel pueblo costero a los pies de unas montañas de tierra rojiza. Fueron muchos kilómetros bajo el sol acompañado nada más que por los éxitos radiofónicos que escupía la emisora de turno, pero también vinieron a mi memoria multitud de pensamientos fugaces sobre aquellas noches llenas de estrellas y todos los sueños que quedaron pendientes de cumplir.

Después de tantos años me preguntaba qué aspecto tendrían mis amigos, cómo estarían aquellos senderos entre pinos por los que tanto nos gustaba perdernos, qué habría ocurrido en las vidas de cada uno de ellos… Dudas que me habían rondado la cabeza durante años y que por fin iban a tener respuesta.

¿Seguiría Rebeca tan guapa como en aquella foto que me dio al despedirnos? ¿Tendría Óscar tanto éxito con las chicas como entonces? ¿Estaría el césped junto a nuestras casas tan verde como lo recuerdo en la tarde de mi marcha definitiva?

Podría haber avisado de algún modo de mi inminente llegada, pero preferí no hacerlo; igual que cuando teníamos doce años. El ritual siempre era el mismo: ir casa por casa llamando al timbre para anunciar alegremente a mis amigos que un verano más estaba allí dispuesto a pasar días y noches inolvidables. Seguir cumpliendo con aquella tradición sería un modo de demostrar que el tiempo transcurrido no tenía por qué habernos cambiado lo más mínimo.

Repetitividad urbana

Ya habían sucedido demasiados cambios en mi vida; sobre todo desde que me había convertido en un treintañero cuya existencia era pura rutina. Necesitaba sentir que todavía quedaba un remanso de paz en el que el tiempo no hubiera avanzado en las últimas dos décadas, y estaba seguro que ese lugar no era otro que aquel del que provienen los mejores recuerdos de mi vida. Estaba tan cansado del ajetreo del día a día en la ciudad que busqué en aquel lugar que tantas veces había añorado un renacer que me permitiera ver las cosas de otro modo.

Era tres de agosto; plena época estival. La urbanización estaría llena de gente, pero no me sería complicado dar con Rebeca, Óscar y los demás. Recordaba perfectamente sus pisos 3º F y 5º B respectivamente. El de Manolo era el de al lado de Óscar, así que 5º C. El de Noelia el 2º C, pero del portal de al lado, que también era el de Rubén…

De repente, sin darme cuenta siquiera, apareció la señal que indicaba que debía abandonar la autovía en la próxima salida. Estaba tan sumido en mis pensamientos que no me había dado cuenta de que el mar había hecho acto de presencia a mi derecha varios kilómetros antes anunciando la proximidad a mi destino. Estaba a pocos minutos de volver a ver a mis amigos de la infancia, de darles la sorpresa de su vida… y sólo pensar en aquello logró que los latidos de mi corazón se aceleraran considerablemente.

Salí de la autovía y el sol me golpeó de lleno en los ojos. Enfilé una carretera mal asfaltada por la que parecía ser el único en circular y, finalmente, llegué a la entrada del pueblo. Habían pasado veinte largos años desde la última vez que estuve allí, pero seguía tan reconocible como siempre: la entrada del parque, la pequeña gasolinera, la calle principal… sin embargo, por allí no había ni rastro de las casas bajas que recordaba. En su lugar, altos bloques de apartamentos azules y blancos dominaban el paisaje e impedían ver la costa desde aquel rincón.

Parking

-Cosas del progreso; el ladrillo, que por aquí se expandió más que por ningún otro lugar… -pensé. Sin embargo , a medida que me fui adentrando por las calles me fui dando cuenta de que había muchos otros cambios más sutiles pero también mucho más crueles con mis recuerdos.

Ya no había grandes portalones con canastos de fruta en los que las familias del pueblo vendían los productos de sus propias huertas. Recuerdo que en aquellos lugares se podían encontrar las sandías más jugosas, las manzanas con el sabor más intenso que he probado y los melocotones más deliciosos del mundo. Robustas puertas de garaje de las que asomaban insignias cromadas de coches alemanes habían sustituido a aquellas improvisadas tiendas que apenas tenían una mano de pintura y unas balanzas que hoy podrían estar perfectamente en un museo.

Empecé a sentir algo de miedo: miedo a que mis recuerdos estuvieran distorsionados, a que los ojos de aquel niño vieran aquí un paraíso que en realidad nunca existió. Puede que de pequeño se vean las cosas desde otro punto de vista; pero algo era seguro: mis amigos. Y si aquel lugar se había transformado tan profundamente, nada mejor que mi visita sorpresa para que se dieran cuenta de que algunas cosas nunca cambiarán por mucho tiempo que pase.

Me costó un poco orientarme porque algunas calles eran nuevas y otras estaban tan arregladas que parecían pertenecer a otro lugar. El camino de tierra que daba a la huerta de Antonio ahora era una calle llena de tiendas, y el camping que había junto a la urbanización se había convertido en un infinito bloque de viviendas cuya sombra se estiraba hasta casi la orilla del mar.

Camping semidesierto

En la entrada de la urbanización me encontré una barrera cerrada. Otro cambio más, porque en la década de los ochenta se podía entrar libremente y sin problemas de ningún tipo, así que decidí aparcar fuera y entrar caminando para no molestar al portero, pues por la hora supuse que estaría echando la siesta. Sin embargo, en el apartamento que hacía las veces de portería no había ningún cartel identificativo y por un momento dudé si en realidad seguiría cumpliendo aquella función.

Tras dar toda la vuelta a la finca me encontré con que sus puertas también estaban cerradas con llave, pero no podía quedarme allí plantado después de tantas horas de viaje. Me detuve junto a una de ellas (la más cercana a la zona donde los miembros de la pandilla teníamos nuestras casas) y esperé a que saliera algún vecino, cosa que sucedió en apenas un par de minutos durante los cuales me entretuve mirando el perfil de los edificios que había junto a los acantilados del final de la playa. Cuando era pequeño, sobre aquellos riscos no había más que algunos chalets dispersos, pero ahora era incapaz de encontrar un edificio de menos de catorce plantas.

-Bueno, al menos la urbanización parece que sigue igual que siempre. Han pintado las fachadas y ahora hay una valla exterior, pero eso parece todo -me dije mientras me acercaba al que fue mi portal durante algunos veranos.

Entresuelo

El viejo telefonillo de plástico había sido sustituido por uno metálico y brillante, pero para llevar la sorpresa hasta sus últimas consecuencias preferí no llamar y subir directamente a casa de Óscar aprovechando que la puerta estaba abierta (siendo esta la primera que me encontraba en tal estado). El portal poco tenía ya que ver con el que yo recordaba: las viejas puertas del ascensor estaban pintadas de un azul intenso y el suelo se encontraba tan limpio que me veía reflejado al mirar hacia abajo.

Quería plantarme en la puerta de la casa de Óscar lo más fresco posible, así que desestimé la idea de subir las escaleras y esperé a que el ascensor llegara al ver que estaba iluminada la flecha que indicaba que éste era su destino. Cuando hizo acto de presencia, a través del ventanuco de la puerta vi que bajaba alguien en él y por un momento me dio un vuelco el corazón pensando que podría ser el propio Óscar; pero en su lugar abrió la puerta una mujer cargada con una especie de capazo marrón y varias toallas de playa metidas en él. Saludé sin saber muy bien por qué (supongo que por las viejas costumbres, ya que en aquel bloque de viviendas nos conocíamos todos cuando pasaba en él mis veranos) y antes de dar tiempo siquiera a que me contestara me metí en el ascensor y pulsé la tecla del quinto piso.

Las plantas parecían tardar horas en pasar, sobre todo ahora que el ascensor tenía puertas interiores, y con un suave movimiento amortiguado (nada que ver con el salto que daba en cada parada aquel cacharro en el que tantas veces subí años atrás) las puertas se abrieron para mostrarme la inconfundible puerta de la casa de Óscar.

Estaba exactamente igual a como la recordaba: el tirador de la puerta, el marco, la misma mirilla, el mismo timbre… fue fantástico descubrir que algunas cosas no habían cambiado, así que no lo pensé dos veces y llamé alegremente como si no hubieran pasado aquellos veinte largos años. Escuché con atención y noté que alguien se aproximaba a la puerta al tiempo que de fondo se escuchaba el balbucear de un bebé de pocos meses. ¿Habría tenido un niño Óscar? ¿Se habría casado al final con Noelia como todos pronosticábamos? Alguien giró una llave en la cerradura y en ese momento me di cuenta de que dos décadas de espera llegaban a su fin.

A franjas

Me abrió la puerta un hombre alto, delgado, de unos cincuenta años y con algunas canas ya. Demasiado mayor para ser Óscar; demasiado joven para ser su padre. Me quedé sin saber qué decir, pero aquello no fue un problema porque enseguida me preguntó: -¿Qué desea?.

-Estoy buscando a un amigo de la infancia… Se llama Óscar y… hasta donde yo sé, esta es su casa -dije titubeando un poco. Aquel hombre se quedó pensativo y por su gesto pareció comenzar a atar algunos cabos. Me dijo que compraron el apartamento a una familia hace unos cinco años porque ya apenas iban por allí y no les compensaba mantener una casa que casi no pisaban. Le pregunté que si le sonaba de algo el apellido Domenech y me dijo que, efectivamente, esa era la familia que les vendió el piso.

Mientras me contaba aquello, miré disimuladamente sobre su hombro y distinguí a una chica joven sentada en el sofá del salón junto a una mujer mayor. Ambas miraban embelesadas a un niño que gateaba por un suelo lleno de juguetes. Era el mismo salón en el que había estado con Óscar viendo la televisión durante tardes enteras, pero aquel escenario había dejado de pertenecer a mi infancia para convertirse en un lugar extraño y desconocido.

Según me contó aquel hombre de voz profunda y amable, la familia de Óscar ya no iba por allí porque lo que en un principio les enamoró del pueblo se había perdido para siempre. Ya no era un lugar de descanso y desconexión; sino una pequeña gran urbe con sus atascos, sus colas en las tiendas y sus restaurantes con gente en la puerta esperando a que quedara alguna mesa libre… Ni rastro del pueblo de pescadores que algún día fue; se acabó el anonimato de un lugar que casi nadie conocía en la década de los ochenta.

Mi ánimo sufrió un duro revés ante aquella revelación, pero todavía me quedaba bastante gente por visitar, así que le di las gracias a aquel hombre y marché hacia el piso de Rebeca esperando tener algo más de suerte. Había pasado muy buenos momentos junto a aquella chica viva, alegre, despreocupada y con el pelo del color del trigo; así esperaba poder recordarlos durante un rato de charla inolvidable que me devolviera la ilusión del niño que un día fui.

Los rigores del verano

La entrada de su casa sí que era radicalmente diferente a la de mis recuerdos: habían reemplazado la puerta original por una blindada y las ventanas ahora tenían rejas. Llamé al timbre y nadie contestó pese a que escuchaba con claridad una televisión sonando a todo volumen en alguna habitación de la casa. Llamé una segunda vez por si acaso no me habían escuchado y a los pocos instantes me pareció percibir el sonido de la mirilla abriéndose con rapidez aunque nadie dijo una palabra. No quise probar a llamar una tercera vez; temí encontrarme con una historia parecida a la de la familia de Óscar y opté por marcharme para volver más tarde si mi búsqueda daba más y mejores frutos que hasta el momento.

Fui a ver a Noelia al bloque de al lado: aquella chica simpática, de ojos azules y miedosa de cualquier perro que siempre andaba tonteando con Óscar. Llegué hasta la puerta de su casa y vi que estaba en bastante mal estado: los rayos del sol la habían deteriorado bastante y nadie se había preocupado de darle una simple capa de barniz. Las ventanas estaban sucias y no había ningún felpudo bajo mis pies, por lo que supuse que la casa llevaría bastante tiempo vacía. De todos modos, ya que había llegado hasta allí no iba a darme la vuelta sin más, y resignado a mi mala suerte probé a llamar al timbre que, sin dar crédito a mis oídos, sonó alto y claro llegando incluso a sobresaltarme con su estridente sonido.

Los contraluces de la escalera

Me abrió la puerta un niño de unos siete años de pelo claro y sonrisa pícara. Me miró, no dijo nada, dio la vuelta y salió corriendo dejándome allí plantado con la puerta de la casa entreabierta. Escuché como llamaba a su madre y cuando ella contestó enseguida sentí una cierta familiaridad con aquella voz. Se asomó a la puerta de la cocina y descubrí aquellos ojos azules que tantas veces llamaron mi atención cuando apenas estaba empezando a experimentar sensaciones que años más tarde comencé a considerar amor.

No sabía quién era, no hacía falta que lo dijera porque su cara lo decía todo. Noelia siempre fue muy expresiva, y no había perdido aquella facultad. Esta vez fui yo quien tomo la palabra y simplemente dije: -¿Noelia?. Ante lo que ella contestó: -Sí, y tú eres…. -¡Jorge! -respondí. -Tal vez no te acuerdes de mí, pero… veraneaba aquí hace casi veinte años y siempre estábamos juntos tú, yo, Óscar, Rebeca, Rubén….

La expresión de su mirada cambió por completo a medida que iba hablando. Se secó las manos torpemente con un paño anaranjado y comenzó a acercarse a mí mientras decía: -¿Jorge? ¿El de Zaragoza? ¿El que siempre llegaba el último en las carreras de bicis?.

Sí, ese era yo: el eterno patoso que no sólo tenía la costumbre de llegar en última posición en todas las competiciones que organizábamos, sino también el que chocó contra Óscar una vez jugando al fútbol perdiendo ambos el conocimiento durante unos instantes. Ese era Jorge: el chico soñador que hablaba de cambiar el mundo por uno más justo, el que planeaba lo que haría de mayor sin saber que en realidad la vida da tantas vueltas que hacer planes a largo plazo es una pérdida de tiempo. Allí, tumbado en el césped junto a mis amigos contando estrellas y hablando de mil y unas cosas que se nos quedaban grandes pasé los mejores veranos de mi vida. Y lo único que me unía en ese momento a aquella época maravillosa era Noelia.

Me abrazó, me dijo que aunque durante los primeros veranos tras mi marcha se había acordado de mí a menudo, también reconoció después pasaron años enteros sin un miserable recuerdo y que, por eso, ahora se sentía extraña. Es lógico, yo también sentía algo parecido. Noelia formaba parte de mi vida pasada, pero saltaba a la vista que ya no era la misma persona que yo recordaba.

Muchas preguntas se agolpaban en mi cabeza: ¿Ese niño era suyo? Y en tal caso… ¿Quién era su padre? ¿Dónde estaba el resto de toda nuestra pandilla? ¿Seguía Rebeca viviendo en su piso? En realidad ya conocía las respuestas, me di cuenta nada sentir el extraño abrazo de Noelia: todos habíamos cambiado irremediablemente. Aunque una conocida canción diga que veinte años no es nada, en realidad dos décadas bastan para cambiar la vida de familias enteras. Durante casi toda mi vida me negué a creerlo. Realicé ese viaje para tratar de demostrarme que no era un esclavo del tiempo, que en el fondo no había perdido nada en el camino recorrido durante veinte años de vivencias; pero me equivocaba. Mis amigos no eran los mismos: unos sencillamente ya no estaban y otros habían hecho su vida de tal modo que ahora ocupaban el lugar y el papel de nuestros padres en aquellos años felices. El tiempo había ejecutado su sentencia, y ni yo ni nadie podía hacer nada para cambiar las cosas.

Le dije a Noelia que iba a acercarme un momento al coche para subir unas rosquillas típicas de Zaragoza que había traído y que con ellas, acompañadas de un café, podíamos charlar de todo lo sucedido durante los años transcurridos. Con un «ahora mismo subo» me despedí de un pasado que era mejor dejar reposar tranquilo. Yo ya no pintaba nada en la vida de Noelia del mismo modo que era una tontería seguir buscando un pasado maravilloso donde sólo quedaba polvo y hojarasca.

Sé que fui un cobarde, y que tal vez Noelia me recordará con amargura durante otros veinte años por lo que hice; pero en vez de coger aquellas rosquillas que sólo existían en mi imaginación, salí de la urbanización sin mirar atrás, arranqué el coche y no me detuve hasta que llegué a mi Zaragoza natal mientras me prometía que, a partir de ese día, dejaría que los buenos recuerdos fueran simplemente eso: recuerdos.

Luz misteriosa

Sólo hay algo peor que una cotilla: una cotilla estúpida

Hoy, nada más terminar de comer me asomé un rato a la terraza del apartamento y, observando la enorme cantidad de viviendas que hay en el bloque de enfrente, vino a mi memoria algo que sucedió hace quince años.

Mi urbanización consta de unos 550 apartamentos y , para que os hagáis una idea, vista desde el aire tiene una forma parecida a un signo de interrogación. Yo estoy situado justo en la curva, por lo que tengo delante de mí un montón de casas de las que en mi vida me he preocupado lo más mínimo a excepción de una noche en la que a alguien se le ocurrió hacer una barbacoa que acabó prendiendo el toldo; pero eso es otra historia.

Para situaros un poco en el contexto de esta historia, os diré que la «vista» desde el edificio de enfrente es muy similar a la que tengo yo: unas 150 terrazas llenas de gente que, como yo, pasan por aquí unos días al año. Como os decía antes, si por mí fuera un tío podría ponerse a saltar a la comba en pelotas en alguna de las terrazas de enfrente y yo no me daría ni cuenta; pero hay gente que ve en esta particular forma de la urbanización todo un paraíso para el cotilleo como ahora os narraré.

El paraiso del cotilleo

Mi abuelo murió en la primavera de 1994 y ese año, aunque sin muchas ganas, vinimos aquí a pasar unos días como cada año sobre todo pensando en mí y en mis hermanos. Recuerdo que fue un verano bastante atípico, como es lógico, pero lo que no olvidaré de aquellos días de Agosto fue lo que nos pasó una mañana en la que salíamos del portal para dirigirnos a la playa como cada día.

Se nos acercó una mujer de unos 50 años que no conocíamos absolutamente de nada haciéndose la simpática y sin previo aviso comenzó a hablar como una auténtica cotorra. Dijo: Perdonen, es que vivo enfrente de ustedes y me he dicho: «uy, en ese apartamento me falta alguien». Y me acuerdo de que venía con ustedes un señor mayor que este año no ha venido. ¿Es que le ha pasado algo?.

Como es lógico, tanto mis padres como mi abuela se quedaron mudos durante un par de segundos que se me hicieron eternos. Se creó una especie de silencio incómodo ante aquellas atropelladas palabras que rompió mi abuela cuando dijo: Si, mi marido, que ha fallecido hace tres meses. Y entonces aquella estúpida cotilla maleducada empezó a soltar chorradas sobre que lo sentía mucho, que no somos nada y bla bla bla…

Por desgracia, en aquella época yo tenía 14 años y sólo sé que me pareció que aquella señora se estaba metiendo en un tema que ni le iba ni le venía. Tengo claro que si hoy se plantara delante de mí alguien que no me conoce de nada y me hiciera una pregunta de ese tipo la mandaría A.T.P.C. de ipso-facto y a continuación le diría que se preocupara de su señor padre; pero ninguno de mis familiares encontró en ese momento las palabras que aquella mujer se merecía escuchar en ese momento pese a que luego en casa estaban flipando de lo cotillas que llegan a ser algunas personas y el morro que le echan con tal de saciar sus ansias de conocer la vida de gentes que no tienen nada que ver con ellas.

Ya es triste que en tu vida sea tan vacía que tengas que dedicarte a estudiar a las familias que viven en el edificio de enfrente. Y lo peor es que desde ese día me cambio de ropa con la persiana bajada.