La rubia de la mesa del fondo

Dejé la cámara en la mesa, apuré el último sorbo de mi té rojo y me puse en pie. En aquel local abarrotado nadie pareció extrañarse por aquello a excepción de mi hermana y su novio.

¿Te apetece un té?

-¿Cómo que no me atrevo? Pues fijaos bien, porque igual os lleváis una sorpresa.

Saqué de mi cartera un pequeño rectángulo de cartulina y me lo guardé en el bolsillo de la camisa mientras salía con cierta torpeza del estrecho hueco que había entre el asiento y la mesa. Frente a mí, mis dos acompañantes me miraban con una mueca muy particular mezcla de sorpresa e incredulidad.

A la vista de cualquiera no aparentaba estar nervioso, pero confieso que por dentro me estaba empezando a arrepentir de haber tomado aquella precipitada decisión. Suelo pensar mis actos al menos una vez (a veces incluso más de dos) pero en esta ocasión actué movido por un impulso que no sabía muy bien dónde me llevaría y ya era demasiado tarde para echarse atrás.

Abotoné los puños de mi camisa que hasta ese momento había estado remangada y comencé a recorrer los escasos metros que me separaban de la mesa que ocupaba aquella chica rubia de ojos muy pintados y sus amigas. Al tercer paso se percató de mi presencia y posó su mirada suavemente sobre mí como quien observa casi sin moverse a un gato callejero para que no salga corriendo; algo que me hizo plantearme por un instante dar la vuelta y abortar aquella tontería. Sin embargo seguí adelante y una vez plantado junto a su silla comencé a improvisar un monólogo del que no tenía muy claro que fuera a obtener algo positivo.

-Hola -dije tratando de parecer seguro de mí mismo-. Verás, es que me he dado cuenta de que hemos cruzado la mirada un par de veces y cuando se lo he comentado a mi hermana y a su novio me han retado a que me acercara y te dijera algo. En un primer momento había pensado en preguntarte cualquier cosa intrascendente y volver a mi asiento sin más, pero ya que me he lanzado a la piscina quería darte esta tarjeta porque una vez metido en este fregado sé que puede salir algo interesante de la experiencia y me gustaría que lo leyeras.

Tarjeta de presentación blog

-Ah, claro -continué-. Primero te tendría que haber dicho que me gusta escribir relatos cortos de vez en cuando, pero como siempre he sido un poco negado a la hora de enfrentarme al reto de la hoja en blanco se me ha ocurrido aprovechar esta extraña situación para redactar algo cuando llegue a casa y me siente delante del teclado. Y oye, supongo que estarás pensando que soy el típico pesado que debería de haberse quedado sentadito en su sitio, pero bueno, como me conozco sé que no podía quedarme de brazos cruzados sin más porque en el fondo más vale arrepentirse de algo que has hecho que arrep…

Una ligera sonrisa empezó a esbozarse en sus labios y cuando me di cuenta detuve en seco mis palabras. Tanto ella como sus compañeras de mesa me miraban con expresión divertida, pero eso es algo con lo que ya contaba desde el momento en que se me pasó por la cabeza llevar a cabo aquella pequeña locura. Sin embargo, lejos de molestarse aquella chica comenzó a hablar y dijo algo que me sorprendió muchísimo:

-Bueno, hay que admitir un poco pirado sí que estás; pero te estaba mirando porque te he reconocido en cuanto te he visto con la cámara. Eres Luis y sigo tu blog desde hace unos meses. Lo encontré buscando fotos de la estatua de Cervantes para ilustrar un trabajo de la universidad y a partir de ahí empecé a leer todo lo que escribes. Además, sé que vienes mucho al VIPS y como nosotras cenamos aquí a menudo ya había pensado que antes o después acabaríamos encontrándonos.

Admito que aquello era lo último que podía esperar y me quedé bastante desconcertado: aquella chica era una de esas personas que se pasan de vez en cuando por mi blog y leen mis pequeñas aventuras de cada día. Por las estadísticas que publico cada mes veo que hay bastante gente que lo hace, pero en contadas ocasiones puedes ponerle voz y rostro a esas visitas casi siempre anónimas. Sin embargo, pese a lo sorprendido que me encontraba logré recomponerme con relativa rapidez y sacar de la chistera una respuesta más o menos ingeniosa para aquella extraña situación:

-Vaya, pues sí que está cogiendo fama el dichoso blog. Al final voy a tener que venir a tomar un té con gafas de sol para pasar desapercibido -dije mientras me rascaba la barbilla con mi dedo índice y ponía cara de circunstancias.

Aquello pareció hacerle gracia porque se rió abiertamente y a continuación me invitó a que me sentara a su lado, de modo que acepté su ofrecimiento y estuvimos charlando unos minutos sobre Alcalá y algunos artículos del blog, sorprendiéndome muy gratamente por la cantidad de detalles de diversas entradas que recordaba; sobre todo de aquellas que ilustran con fotografías diferentes rincones de la ciudad. Así, me enteré de que se llamaba Sandra, que había estado hace cinco o seis años pasando un par de semanas en Oropesa del Mar, que tenía una Canon 450D y que me había visto hace unos días haciendo fotos a los rosales de la plaza de Cervantes.

-Bueno, en cualquier caso guárdate la tarjetita. Aunque ya conozcas el blog es un recuerdo simpático de este encuentro.

-Muchas gracias -me dijo al tiempo que la miraba con curiosidad por ambas caras-. Seguro que mañana escribes un relato o algo así de esto, ¿verdad?

-Sí, eso seguro. Ya veo que me conoces bien -dije entre risas-. No sé si será mañana o dentro de unos días porque últimamente no tengo tanto tiempo para escribir; pero como te decía antes, estas cosas son siempre las que me dan la chispa para desarrollar mis relatos y mis historias. Si te pasas dentro de una semana por el blog seguro que te encuentras una entrada que te resulta familiar.

-Vale, estaré atenta. Y gracias por la tarjeta, es muy original.

Nos dimos dos besos a modo de despedida y solté un alegre «hasta luego» a las tres acompañantes de Sandra antes de levantarme y dirigirme de regreso hacia mi mesa. Mientras me acercaba las caras alucinadas de Estela y Joe pedían información sobre lo que había sucedido con la rubia de la mesa del fondo.

-No os lo vais a creer… -dije nada más sentarme.

Quilmes

El tatuaje (microrrelato)

Paso de peatones

Esperando a cruzar la calle un tatuaje llamó mi atención pese a que en aquel rincón de Alcalá había cientos de detalles en los que fijarse. Y aunque no era especialmente bonito, grande ni llamativo; gracias a él reconocí a su dueña sin necesidad de que se diera la vuelta: estaba grabado en el hombro izquierdo de la que fue mi novia hace unos cuantos años.

Eso sí, del maromo que caminaba de su mano no sabía absolutamente nada pese a que tenía la piel grabada hasta la nuca.

– Tenías razón – pensé. Y cuando el semáforo se puso en verde me perdí entre la muchedumbre de la calle Mayor.

Morir de amor (o casi)

Sé que debo de ser el hazmerreír de todo el hospital, pero no fue mi culpa. Fue aquella chica del parque; la que se cruzó conmigo un poco antes de que me desplomara.

No era guapa, ni alta ni tenía nada que me llamara demasiado la atención a simple vista; pero un instante después de cruzarnos su perfume me trajo tan buenos recuerdos que inspiré con fuerza para retener el aire en mis pulmones todo el tiempo posible y así prolongar aquella sensación. Olía igual que mi amiga Inés, de la que llevo años sin saber nada, y gracias a ello volvieron a mi memoria momentos que creía olvidados para siempre. Me fascina comprobar que tengo una memoria olfativa prodigiosa; o al menos mucho mejor que la que empleo para recordar números de teléfono o el mes en el que tengo que cambiar el aceite al coche.

Con aquel olor embriagador dentro de mí, seguí caminando sin detenerme cargado con las bolsas de la compra mientras notaba que la vista se me nublaba un poco y la cabeza empezaba a embotarse. Sin embargo, aquello era un mal menor comparado con lo que estaba disfrutando al recordar aquellos paseos por la playa, el día que vino a Madrid y nos encontramos en la explanada de la plaza de Las Ventas, los atardeceres sentados en cualquier terraza tomando algo fresco, las veces en las que su padre bajaba a recogerla en pijama con el coche…

Fue entonces cuando noté un golpe seco y todo se volvió negro. De fondo empecé a escuchar voces agitadas, y poco después sentí que el olor a aquel perfume volvía a hacerse presente; sólo que esta vez no sabía si la chica con la que me acababa de cruzar había vuelto sobre sus pasos o era la propia Inés la que estaba a mi lado.

Ni una cosa ni la otra. Cuando abrí los ojos, una doctora de pelo castaño enfocaba directamente a mis pupilas con una linterna. Le pregunté dónde estaba Inés, pero en lugar de responderme me colocó una mascarilla verde conectada a un tubo flexible del que empezó a salir aire fresco.

– Todavía tiene el oxígeno demasiado bajo – dijo alguien que yo no alcanzaba a ver-. Un poco más y se muere.

– De amor – añadí yo justo antes de quedarme dormido en la camilla.

De charla con musarañas

Amor cobarde

Sus ojos de color miel brillaban bajo el sol, que a estas alturas del invierno empieza ya a acostarse algo más tarde de las seis. De pie, junto a la puerta del Telepizza, aquella chica dirigía su vista al infinito en busca de la persona con la que debía encontrarse. Por eso, cuando aparecí en su campo de visión, fijó su mirada en mí apartándola en cuanto comprobó que no era yo a quien esperaba.

Era una de esas estampas cotidianas que siempre suelen llamar mi atención. Aquella chica menuda, morena que iba vestida con vaqueros y un abrigo negro aguardaba a alguien con la ilusión del que acude a su primera cita.

Conocía aquella sensación porque me recordaba a mí mismo años atrás, cuando después de varios intentos (y muchas horas de sueño perdidas) conseguía quedar a solas con la chica que me gustaba. Tal vez por eso siempre que veo a alguien esperando en plena calle con una sonrisa en los labios pienso que estoy contemplando los instantes previos a un primer encuentro.

Ni se me pasó por la cabeza escribir nada sobre ello porque al fin y al cabo se trataba de algo muy habitual, de modo que continué mi camino hacia la plaza de Cervantes olvidándome de aquella chica en cuanto doblé la esquina de la calle Pescadería.

Caminando calle arriba y calle abajo por el centro de Alcalá, al cabo de una hora sentí que mis piernas empezaban a protestar ante tanto paseo y me sugirieron que volviéramos a casa. Además, estaba refrescando bastante, y puesto que esta misma mañana la garganta me había estado dando un poco la lata, creí conveniente tomarme un té calentito cobijado en el sofá del salón.

Con mi habitual paso rápido atravesé el barrio de Venecia ya sin rastro de claridad en el cielo, y cuando llegué de nuevo a la puerta del Vado vi en la lejanía una figura a contraluz en los ventanales del Telepizza. Era la misma chica de antes, sólo que ahora estaba sentada en la cornisa de la ventana con la cabeza gacha, el pelo rizado tapándole la cara y pulsando con rapidez las teclas del móvil que sostenía en su mano derecha. Mientras tanto, con la otra cerraba el cuello de su abrigo en un intento de conservar el poco calor que le quedaba después de tanto tiempo allí plantada.

Pasé a su lado casi rozándola por culpa de la estrechez de la acera; pero, pese a ello, esta vez ni siquiera apartó la vista de la pantalla del teléfono. Estaba claro que ya no estaba esperando a nadie. En mi mente sólo cabía una pregunta: ¿Para quién sería el SMS?

Old shoes

Amor condensado

Los dos lados del cristal estaban mojados: la lluvia que caía en el exterior formaba caprichosos caminos por los que las gotas serpenteaban hasta desaparecer en la parte inferior de la ventanilla. Entre tanto, la respiración agitada de aquella pareja había logrado formar una gruesa capa de vaho sobre el vidrio que les ocultaba de cualquier posible mirada en aquella explanada perdida entre olmos.

Mientras Miguel se ataba los zapatos, Esther se puso a dibujar en el cristal un sol que parecía desafiar al mal tiempo. Vestida sólo con unas braguitas azules y una camiseta de manga larga, su mirada perdida en la negrura de la noche le daba un aire casi angelical.

No obstante, Miguel no lo veía de la misma manera.

-¡Oye, no pintes nada en el cristal, que luego se queda marcado y no hay quien lo quite! -protestó casi a gritos.

Ella, acostumbrada al agrio caracter de Miguel, se limitó a torcer el gesto sin decir una palabra y borrar su obra pictórica con la manga, resignada a que su novio jamás apreciaría esas pequeñas cosas que a ella tanto le gustaban.

Miguel y Esther eran muy diferentes: él era estudiante de medicina en su último año de carrera y ella acababa de terminar primero de historia. Esther fumaba; Miguel no. Esther siempre tenía una sonrisa en los labios; Miguel sólo en contadas ocasiones. Esther solía ver la tele; Miguel prefería la radio. Esther soñaba despierta; Miguel decía que era mejor tener los pies en la tierra… Eran tan opuestos en todo que no es de extrañar que la gente se preguntara cómo era posible que llevaran tanto tiempo saliendo.

A decir verdad, ni siquiera ellos dos se habían planteado muy bien por qué estaban juntos. Tal vez su relación se había convertido en algo casi exclusivamente carnal, o puede que símplemente se dejaran llevar por la inercia del día a día y que precisamente por llevar tantos años juntos ni siquiera se les pasaba por la cabeza la idea de que aquello pudiera tener fin algún día… El caso es que la relación parecía estar estancada prácticamente desde que comenzó y ninguno de los dos había hecho nunca nada para que la situación cambiara.

Dándole vueltas a todos aquellos pensamientos que se amontonaban en su cabeza, mientras Miguel conducía el coche en medio de la tormenta para dejar a su chica en casa Esther lanzó al aire una pregunta:

-Miguel, ¿por qué estamos juntos?

Durante unos segundos se hizo en aquel pequeño espacio un silencio tan incómodo que hasta la lluvia golpeando sobre el techo del coche parecía un regimiento de caballería al galope, de modo que viendo la gélida acogida que tuvo su consulta Esther prefirió no indagar más: la mirada de Miguel concentrado en la carretera como si no hubiera escuchado nada le hizo comprender que no tenía la más mínima intención de hablar sobre aquello.

Esa madrugada el beso de despedida en el portal fue más frío que de costumbre, y durante todo el día siguiente los móviles de ambos permanecieron mudos. Aquella pregunta sonó en medio de la noche como el mazazo de un juez que condenaba al amor a veinte años y un día de prisión sin fianza, así que las consecuencias no se hicieron esperar: una semana después Esther y Miguel decidieron dejar de verse.

Se acababa una época para los dos y, sin saber muy bien por qué, la misma tarde en la que pusieron punto y final a su relación Miguel se puso a limpiar con esmero los cristales de su coche mientras Esther daba un solitario paseo por aquella arboleda que fue testigo de tantas noches juntos.

Incluso en aquellas circunstancias seguían siendo tan distintos como siempre…

Amor casual

Amor casual

Fue su forma de caminar lo que me llamó la atención. Hacía una mañana fantástica, y mientras hacía algunas fotografías de la estatua de Cervantes me fijé en que aquella chica parecía flotar sobre sus zapatos rojos. A veces las cosas más espectaculares pasan completamente desapercibidas ante mis ojos, pero cada día me encuentro con decenas de pequeños detalles que no puedo dejar de mirar; y el caso es que tanto me llamaron la atención aquellos elegantes andares que al momento se dio cuenta de que estaba clavando mis ojos sobre ella sin ningún disimulo.

Nada más percatarse de mi presencia cambió el rumbo de sus pasos para dirigirse directamente hacia donde yo estaba sin dejar de observarme, lo que hizo que el pulso se me acelerara considerablemente. Estando ya muy cerca de mí pude distinguir unos preciosos ojos verdes que daban dos pinceladas de color a un rostro de porcelana. Se detuvo apenas a medio metro y sonriendo dijo:

– Perdona, ¿eres Luis?

– Ehmmm… sí, soy yo – respondí sin saber muy bien por qué aquella chica conocía mi nombre. Supuse que sería por el blog, por Flickr o algo así; pero antes de que tuviera ocasión de indagar tomó ella la palabra.

– Soy Paloma – me dijo al tiempo que me plantaba un beso en cada mejilla y me envolvía un suave aroma a vainilla. – Uf, creí que no vendrías. A última hora estaba a punto de echarme atrás, pero me dije: «Bueno, yo voy a ir, y si no se presenta él al menos tendré la conciencia tranquila». Tenía muchas ganas de conocerte – confesó – Después de tantas charlas por el Messenger ya era hora de que nos viéramos, ¿no?

Hablaba a toda velocidad y atropellando unas palabras con otras. Se notaba que estaba bastante nerviosa porque no paraba de mover las manos y se le escapaba alguna risa floja después de cada frase. Yo no entendía muy bien lo que estaba pasando: no conocía a ninguna chica llamada Paloma y además llevaba años sin usar el odioso Messenger. En cualquier caso, decidí seguirle un poco la corriente porque se la veía tan radiante de alegría que me daba un poco de pena cortar de raíz aquel momento tan curioso.

– Pues sí, algún día teníamos que encontrarnos – respondí sin saber si Paloma me conocía en realidad o era una lunática que pretendía meterme en algún lío extraño – Ya tenía ganas de poder saludarte en persona, sin ordenadores de por medio; y mira, llegó el gran día – me aventuré a improvisar.

– Me alegro de que digas eso, porque con lo que me costó que aceptaras este encuentro creí que no aparecerías. Siendo tan tímido pensé que me habrías dicho que sí para que no te diera más la lata con el tema. Por eso me sorprendí tanto cuando te vi ahí de pie. Por cierto, no sabía que eras fotógrafo – dijo señalando mi cámara.

– Y no lo soy. De hecho estoy empezando como quien dice – afirmé al tiempo que me daba cuenta de que en realidad Paloma nunca había visitado mi blog ni sabía de esa afición por la fotografía que saco a relucir en todo lo que hago.

– Pues ya me podías haber mandado alguna foto tuya; seguro que las haces muy bonitas. Y además, eres muy guapo…

Con el segundo de silencio que se creó tras aquella frase Paloma se sonrojó un poco. Eso me hizo darme cuenta de que era tímida y que, sin duda, aquel paso que había dado queriendo conocerme en persona tuvo que ser algo bastante costoso para ella.

Sin embargo, aquello no me cuadraba por ningún lado: Paloma hablaba de charlas por Internet que yo no recordaba en absoluto y además no conocía mi afición por la fotografía; algo que toda persona que sabe mínimamente de mí habrá notado alguna vez. Tenía la sensación de que Paloma se estaba equivocando de persona, algo que se confirmó segundos después.

– Bueno, dijiste que conocías un sitio muy chulo para ir a tomar algo. ¿Dónde me vas a llevar?

Yo no sabía dónde me conduciría nuestra extraña conversación, pero aquella muchacha tenía algo que me hacía no querer terminar con la manifiesta equivocación. Estaba claro que no había hablado con ella en mi vida, ni en persona ni por Internet, y que el Luis con el que había quedado era otro; pero por extrañas circunstancias ella pensó que la persona que estuvo todo el tiempo al otro lado del ordenador era aquel chico que minutos antes hacía fotos a Cervantes.

– Podemos ir al café Renacimiento. Es una antigua iglesia que restauraron y en la que hace tiempo hubo una discoteca. El efecto de estar sentados bajo su torre es bastante curioso. A mí me encanta ese sitio, ¿no lo conoces?

Abrió los ojos como platos sorprendida por la descripción del lugar y dijo que no había estado nunca allí, así que guardé mi cámara en la bolsa y recorrimos la calle Libreros con paso lento mientras hablábamos de cosas intrascendentes. No podía preguntarle por temas de estudios, trabajo ni nada parecido porque era muy posible que hubiera hablado mil veces de ello con su auténtica cita y quedara en evidencia, así que bajo un manto de timidez fui dejando que fuera ella quien sacara a la luz casi todos los temas de conversacion.

Criticando el tráfico del centro de la ciudad y mostrando extrañeza por el buen tiempo reinante esos días llegamos a la puerta de la cafetería; y si no llego a coger del brazo a Paloma hubiera seguido su camino hasta acabar en la fuente de Aguadores, porque iba tan entusiasmada con la charla que no parecía preocuparle lo más mínimo el resto del universo.

– Espera, espera, es aquí. ¿No has estado nunca?

– No, qué va. He pasado muchas veces por delante, pero nunca he entrado. Ni siquiera me había fijado en el nombre del sitio.

– Pues vamos, te va a gustar un montón, ya lo verás.

Abrí la puerta y dejé pasar delante a Paloma (viejas costumbres que no han de perderse). Nada más subir los escalones que llevaban a la sala principal se giró y me dijo en voz baja que era un sitio muy original, a lo que respondí que ya me imaginaba que le sorprendería si nunca había estado allí antes porque se trataba de un lugar muy diferente a todo lo que se estilaba en Alcalá.

Nos sentamos frente a frente en una mesa bajo una gran lámpara y pedimos un par de zumos que el camarero trajo enseguida acompañados de unas gominolas. Con la charla, el paseo, el calor y los lógicos nervios ante la extraña situación que estábamos viviendo los dos nos encontrábamos bastante sedientos, y durante los primeros tragos no intercambiamos ni media palabra. Sin embargo, tras morder un osito de goma, Paloma rompió el hielo una vez más:

– Me alegro de que nos hayamos podido ver. Después de lo que les pasó a mis padres necesitaba olvidarme de todo por  un rato. Por eso me puse tan pesada con lo de vernos en persona, y de ahí vino también la comparación con la princesa encerrada en su castillo y el príncipe que acude a su rescate que tanto te gustó.

Aquel fue un momento de bastante peligro. No tenía ni idea de lo que aquella chica que acababa de conocer me estaba contando, pero se supone que debía saber lo que les había ocurrido a sus padres. Podría ser un accidente de coche, un divorcio, una infidelidad o un cambio de trabajo; así que debía buscar una respuesta lo más neutra posible y, dentro de lo malo que soy improvisando, creo que conseguí salir del paso más o menos airoso:

– Ya te dije que podías contar conmigo. Me costó decidirme porque, al igual que tú, soy tímido con las personas hasta que las conozco bien; pero tú necesitabas ayuda y en el fondo no podía negarme – dije midiendo muy bien cada una de mis palabras.

– Gracias, Luis; eres un sol – respondió al tiempo que sonreía con una cierta amargura.

En ese momento estiró su brazo izquierdo y me acarició el hombro en un gesto entre cariñoso y complaciente. Me hizo sentir un poco como el delfín al que obsequian con una sardina porque ha hecho bien su salto, aunque aquello no me molestó en absoluto. Fue entonces cuando me di cuenta de que Paloma necesitaba un poco de afecto. Son pequeños detalles muy reveladores que siempre me han dado pistas sobre la forma de ser de la gente que me he ido encontrando por la vida, y estaba claro que Paloma se sentía muy sola y que al quedar conmigo trataba de encontrar un poco de cariño que la hiciera vivir por un rato en un mundo mejor.

Estuvimos cerca de media hora charlando sobre diversos temas, hasta que en un momento indeterminado Paloma miró el reloj y dijo que se tenía que marchar. Su abuela estaba sola en casa y no podía ausentarse demasiado tiempo por si necesitaba algo. Pagamos la cuenta a medias y salimos a la calle, donde el sol brillaba con una fuerza inusitada. Era casi mediodía, y por allí poca gente quedaba ya; de hecho, a esas horas yo tendría que estar ya en casa comiendo.

– Ha sido un rato fantástico, Luis. Tenemos que repetirlo, ¿eh? – dijo ella con los ojos chispeantes de felicidad.

– Sí, lo mismo digo. Cuando quieras volvemos a vernos.

– ¡Genial! Después de cenar hablamos por el Messenger y hacemos planes, ¿te parece?

Había llegado incluso a olvidar por unos minutos que aquella chica y yo no nos conocíamos de nada y que el verdadero Luis se quedaría con cara de bobo cuando se conectara a Internet esa noche. De todos modos, había sido un rato tan agradable el que había pasado con Paloma que no lo quise estropear al final, así que le prometí que allí estaría y que le iba a contar algo que sería toda una sorpresa para ella.

– ¿Sorprenderme? ¿A mi? – dijo en voz alta mientras se señalaba con su dedo índice.

– Sí, ya verás. Es algo que incluso dentro de mucho tiempo te hará recordar este día. No te preocupes, que esta noche te lo cuento todo, ¿de acuerdo?

– ¡Siempre estás inventando! ¿Qué será lo que tienes pensado esta vez? – preguntó riéndose.

– Nada; es una tontería, de verdad. Por la noche me meto al Messenger y te cuento. Venga, no le des más vueltas y no hagas esperar a tu abuela, no se vaya a empezar a preocupar.

– Muy bien, pues a las diez me conecto. Cuídate mucho, ¿vale? – dijo al tiempo que me guiñaba un ojo.

– Tú también, Paloma.

Entonces, sin darme tiempo a reaccionar se acercó a mí, puso su mano derecha bajo mi oreja y me dio un fugaz beso en los labios. A continuación se dio la vuelta y se encaminó con paso rápido hacia la estación de tren dejándome allí sin saber qué decir y escuchando hipnotizado aquel alegre repiqueteo de zapatos sobre la acera.

Volví a la realidad, suspiré y un instante después emprendí mi camino hacia casa. Al pasar de nuevo por la plaza de Cervantes un tipo con cara de pocos amigos torcía el gesto apoyado en una farola mientras miraba hacia todos lados a la vez. Supe su nombre en cuanto le vi, así que me acerqué a él y le pregunté:

– Perdona, ¿eres Luis?

– Sí, ¿por qué?

– Bueno, a ver cómo te lo explico…

Un viaje a la infancia

Necesitaba volver por unos días a mis orígenes y así recuperar viejas sensaciones. Por eso dejé atrás todo, por eso cargué nada más que tres o cuatro cosas básicas en el coche y escapé a toda prisa de la ciudad sin mirar lo que dejaba atrás.

Los viales

Durante todo el camino estuve recordando anécdotas de las vacaciones que pasé durante mi infancia en aquel pueblo costero a los pies de unas montañas de tierra rojiza. Fueron muchos kilómetros bajo el sol acompañado nada más que por los éxitos radiofónicos que escupía la emisora de turno, pero también vinieron a mi memoria multitud de pensamientos fugaces sobre aquellas noches llenas de estrellas y todos los sueños que quedaron pendientes de cumplir.

Después de tantos años me preguntaba qué aspecto tendrían mis amigos, cómo estarían aquellos senderos entre pinos por los que tanto nos gustaba perdernos, qué habría ocurrido en las vidas de cada uno de ellos… Dudas que me habían rondado la cabeza durante años y que por fin iban a tener respuesta.

¿Seguiría Rebeca tan guapa como en aquella foto que me dio al despedirnos? ¿Tendría Óscar tanto éxito con las chicas como entonces? ¿Estaría el césped junto a nuestras casas tan verde como lo recuerdo en la tarde de mi marcha definitiva?

Podría haber avisado de algún modo de mi inminente llegada, pero preferí no hacerlo; igual que cuando teníamos doce años. El ritual siempre era el mismo: ir casa por casa llamando al timbre para anunciar alegremente a mis amigos que un verano más estaba allí dispuesto a pasar días y noches inolvidables. Seguir cumpliendo con aquella tradición sería un modo de demostrar que el tiempo transcurrido no tenía por qué habernos cambiado lo más mínimo.

Repetitividad urbana

Ya habían sucedido demasiados cambios en mi vida; sobre todo desde que me había convertido en un treintañero cuya existencia era pura rutina. Necesitaba sentir que todavía quedaba un remanso de paz en el que el tiempo no hubiera avanzado en las últimas dos décadas, y estaba seguro que ese lugar no era otro que aquel del que provienen los mejores recuerdos de mi vida. Estaba tan cansado del ajetreo del día a día en la ciudad que busqué en aquel lugar que tantas veces había añorado un renacer que me permitiera ver las cosas de otro modo.

Era tres de agosto; plena época estival. La urbanización estaría llena de gente, pero no me sería complicado dar con Rebeca, Óscar y los demás. Recordaba perfectamente sus pisos 3º F y 5º B respectivamente. El de Manolo era el de al lado de Óscar, así que 5º C. El de Noelia el 2º C, pero del portal de al lado, que también era el de Rubén…

De repente, sin darme cuenta siquiera, apareció la señal que indicaba que debía abandonar la autovía en la próxima salida. Estaba tan sumido en mis pensamientos que no me había dado cuenta de que el mar había hecho acto de presencia a mi derecha varios kilómetros antes anunciando la proximidad a mi destino. Estaba a pocos minutos de volver a ver a mis amigos de la infancia, de darles la sorpresa de su vida… y sólo pensar en aquello logró que los latidos de mi corazón se aceleraran considerablemente.

Salí de la autovía y el sol me golpeó de lleno en los ojos. Enfilé una carretera mal asfaltada por la que parecía ser el único en circular y, finalmente, llegué a la entrada del pueblo. Habían pasado veinte largos años desde la última vez que estuve allí, pero seguía tan reconocible como siempre: la entrada del parque, la pequeña gasolinera, la calle principal… sin embargo, por allí no había ni rastro de las casas bajas que recordaba. En su lugar, altos bloques de apartamentos azules y blancos dominaban el paisaje e impedían ver la costa desde aquel rincón.

Parking

-Cosas del progreso; el ladrillo, que por aquí se expandió más que por ningún otro lugar… -pensé. Sin embargo , a medida que me fui adentrando por las calles me fui dando cuenta de que había muchos otros cambios más sutiles pero también mucho más crueles con mis recuerdos.

Ya no había grandes portalones con canastos de fruta en los que las familias del pueblo vendían los productos de sus propias huertas. Recuerdo que en aquellos lugares se podían encontrar las sandías más jugosas, las manzanas con el sabor más intenso que he probado y los melocotones más deliciosos del mundo. Robustas puertas de garaje de las que asomaban insignias cromadas de coches alemanes habían sustituido a aquellas improvisadas tiendas que apenas tenían una mano de pintura y unas balanzas que hoy podrían estar perfectamente en un museo.

Empecé a sentir algo de miedo: miedo a que mis recuerdos estuvieran distorsionados, a que los ojos de aquel niño vieran aquí un paraíso que en realidad nunca existió. Puede que de pequeño se vean las cosas desde otro punto de vista; pero algo era seguro: mis amigos. Y si aquel lugar se había transformado tan profundamente, nada mejor que mi visita sorpresa para que se dieran cuenta de que algunas cosas nunca cambiarán por mucho tiempo que pase.

Me costó un poco orientarme porque algunas calles eran nuevas y otras estaban tan arregladas que parecían pertenecer a otro lugar. El camino de tierra que daba a la huerta de Antonio ahora era una calle llena de tiendas, y el camping que había junto a la urbanización se había convertido en un infinito bloque de viviendas cuya sombra se estiraba hasta casi la orilla del mar.

Camping semidesierto

En la entrada de la urbanización me encontré una barrera cerrada. Otro cambio más, porque en la década de los ochenta se podía entrar libremente y sin problemas de ningún tipo, así que decidí aparcar fuera y entrar caminando para no molestar al portero, pues por la hora supuse que estaría echando la siesta. Sin embargo, en el apartamento que hacía las veces de portería no había ningún cartel identificativo y por un momento dudé si en realidad seguiría cumpliendo aquella función.

Tras dar toda la vuelta a la finca me encontré con que sus puertas también estaban cerradas con llave, pero no podía quedarme allí plantado después de tantas horas de viaje. Me detuve junto a una de ellas (la más cercana a la zona donde los miembros de la pandilla teníamos nuestras casas) y esperé a que saliera algún vecino, cosa que sucedió en apenas un par de minutos durante los cuales me entretuve mirando el perfil de los edificios que había junto a los acantilados del final de la playa. Cuando era pequeño, sobre aquellos riscos no había más que algunos chalets dispersos, pero ahora era incapaz de encontrar un edificio de menos de catorce plantas.

-Bueno, al menos la urbanización parece que sigue igual que siempre. Han pintado las fachadas y ahora hay una valla exterior, pero eso parece todo -me dije mientras me acercaba al que fue mi portal durante algunos veranos.

Entresuelo

El viejo telefonillo de plástico había sido sustituido por uno metálico y brillante, pero para llevar la sorpresa hasta sus últimas consecuencias preferí no llamar y subir directamente a casa de Óscar aprovechando que la puerta estaba abierta (siendo esta la primera que me encontraba en tal estado). El portal poco tenía ya que ver con el que yo recordaba: las viejas puertas del ascensor estaban pintadas de un azul intenso y el suelo se encontraba tan limpio que me veía reflejado al mirar hacia abajo.

Quería plantarme en la puerta de la casa de Óscar lo más fresco posible, así que desestimé la idea de subir las escaleras y esperé a que el ascensor llegara al ver que estaba iluminada la flecha que indicaba que éste era su destino. Cuando hizo acto de presencia, a través del ventanuco de la puerta vi que bajaba alguien en él y por un momento me dio un vuelco el corazón pensando que podría ser el propio Óscar; pero en su lugar abrió la puerta una mujer cargada con una especie de capazo marrón y varias toallas de playa metidas en él. Saludé sin saber muy bien por qué (supongo que por las viejas costumbres, ya que en aquel bloque de viviendas nos conocíamos todos cuando pasaba en él mis veranos) y antes de dar tiempo siquiera a que me contestara me metí en el ascensor y pulsé la tecla del quinto piso.

Las plantas parecían tardar horas en pasar, sobre todo ahora que el ascensor tenía puertas interiores, y con un suave movimiento amortiguado (nada que ver con el salto que daba en cada parada aquel cacharro en el que tantas veces subí años atrás) las puertas se abrieron para mostrarme la inconfundible puerta de la casa de Óscar.

Estaba exactamente igual a como la recordaba: el tirador de la puerta, el marco, la misma mirilla, el mismo timbre… fue fantástico descubrir que algunas cosas no habían cambiado, así que no lo pensé dos veces y llamé alegremente como si no hubieran pasado aquellos veinte largos años. Escuché con atención y noté que alguien se aproximaba a la puerta al tiempo que de fondo se escuchaba el balbucear de un bebé de pocos meses. ¿Habría tenido un niño Óscar? ¿Se habría casado al final con Noelia como todos pronosticábamos? Alguien giró una llave en la cerradura y en ese momento me di cuenta de que dos décadas de espera llegaban a su fin.

A franjas

Me abrió la puerta un hombre alto, delgado, de unos cincuenta años y con algunas canas ya. Demasiado mayor para ser Óscar; demasiado joven para ser su padre. Me quedé sin saber qué decir, pero aquello no fue un problema porque enseguida me preguntó: -¿Qué desea?.

-Estoy buscando a un amigo de la infancia… Se llama Óscar y… hasta donde yo sé, esta es su casa -dije titubeando un poco. Aquel hombre se quedó pensativo y por su gesto pareció comenzar a atar algunos cabos. Me dijo que compraron el apartamento a una familia hace unos cinco años porque ya apenas iban por allí y no les compensaba mantener una casa que casi no pisaban. Le pregunté que si le sonaba de algo el apellido Domenech y me dijo que, efectivamente, esa era la familia que les vendió el piso.

Mientras me contaba aquello, miré disimuladamente sobre su hombro y distinguí a una chica joven sentada en el sofá del salón junto a una mujer mayor. Ambas miraban embelesadas a un niño que gateaba por un suelo lleno de juguetes. Era el mismo salón en el que había estado con Óscar viendo la televisión durante tardes enteras, pero aquel escenario había dejado de pertenecer a mi infancia para convertirse en un lugar extraño y desconocido.

Según me contó aquel hombre de voz profunda y amable, la familia de Óscar ya no iba por allí porque lo que en un principio les enamoró del pueblo se había perdido para siempre. Ya no era un lugar de descanso y desconexión; sino una pequeña gran urbe con sus atascos, sus colas en las tiendas y sus restaurantes con gente en la puerta esperando a que quedara alguna mesa libre… Ni rastro del pueblo de pescadores que algún día fue; se acabó el anonimato de un lugar que casi nadie conocía en la década de los ochenta.

Mi ánimo sufrió un duro revés ante aquella revelación, pero todavía me quedaba bastante gente por visitar, así que le di las gracias a aquel hombre y marché hacia el piso de Rebeca esperando tener algo más de suerte. Había pasado muy buenos momentos junto a aquella chica viva, alegre, despreocupada y con el pelo del color del trigo; así esperaba poder recordarlos durante un rato de charla inolvidable que me devolviera la ilusión del niño que un día fui.

Los rigores del verano

La entrada de su casa sí que era radicalmente diferente a la de mis recuerdos: habían reemplazado la puerta original por una blindada y las ventanas ahora tenían rejas. Llamé al timbre y nadie contestó pese a que escuchaba con claridad una televisión sonando a todo volumen en alguna habitación de la casa. Llamé una segunda vez por si acaso no me habían escuchado y a los pocos instantes me pareció percibir el sonido de la mirilla abriéndose con rapidez aunque nadie dijo una palabra. No quise probar a llamar una tercera vez; temí encontrarme con una historia parecida a la de la familia de Óscar y opté por marcharme para volver más tarde si mi búsqueda daba más y mejores frutos que hasta el momento.

Fui a ver a Noelia al bloque de al lado: aquella chica simpática, de ojos azules y miedosa de cualquier perro que siempre andaba tonteando con Óscar. Llegué hasta la puerta de su casa y vi que estaba en bastante mal estado: los rayos del sol la habían deteriorado bastante y nadie se había preocupado de darle una simple capa de barniz. Las ventanas estaban sucias y no había ningún felpudo bajo mis pies, por lo que supuse que la casa llevaría bastante tiempo vacía. De todos modos, ya que había llegado hasta allí no iba a darme la vuelta sin más, y resignado a mi mala suerte probé a llamar al timbre que, sin dar crédito a mis oídos, sonó alto y claro llegando incluso a sobresaltarme con su estridente sonido.

Los contraluces de la escalera

Me abrió la puerta un niño de unos siete años de pelo claro y sonrisa pícara. Me miró, no dijo nada, dio la vuelta y salió corriendo dejándome allí plantado con la puerta de la casa entreabierta. Escuché como llamaba a su madre y cuando ella contestó enseguida sentí una cierta familiaridad con aquella voz. Se asomó a la puerta de la cocina y descubrí aquellos ojos azules que tantas veces llamaron mi atención cuando apenas estaba empezando a experimentar sensaciones que años más tarde comencé a considerar amor.

No sabía quién era, no hacía falta que lo dijera porque su cara lo decía todo. Noelia siempre fue muy expresiva, y no había perdido aquella facultad. Esta vez fui yo quien tomo la palabra y simplemente dije: -¿Noelia?. Ante lo que ella contestó: -Sí, y tú eres…. -¡Jorge! -respondí. -Tal vez no te acuerdes de mí, pero… veraneaba aquí hace casi veinte años y siempre estábamos juntos tú, yo, Óscar, Rebeca, Rubén….

La expresión de su mirada cambió por completo a medida que iba hablando. Se secó las manos torpemente con un paño anaranjado y comenzó a acercarse a mí mientras decía: -¿Jorge? ¿El de Zaragoza? ¿El que siempre llegaba el último en las carreras de bicis?.

Sí, ese era yo: el eterno patoso que no sólo tenía la costumbre de llegar en última posición en todas las competiciones que organizábamos, sino también el que chocó contra Óscar una vez jugando al fútbol perdiendo ambos el conocimiento durante unos instantes. Ese era Jorge: el chico soñador que hablaba de cambiar el mundo por uno más justo, el que planeaba lo que haría de mayor sin saber que en realidad la vida da tantas vueltas que hacer planes a largo plazo es una pérdida de tiempo. Allí, tumbado en el césped junto a mis amigos contando estrellas y hablando de mil y unas cosas que se nos quedaban grandes pasé los mejores veranos de mi vida. Y lo único que me unía en ese momento a aquella época maravillosa era Noelia.

Me abrazó, me dijo que aunque durante los primeros veranos tras mi marcha se había acordado de mí a menudo, también reconoció después pasaron años enteros sin un miserable recuerdo y que, por eso, ahora se sentía extraña. Es lógico, yo también sentía algo parecido. Noelia formaba parte de mi vida pasada, pero saltaba a la vista que ya no era la misma persona que yo recordaba.

Muchas preguntas se agolpaban en mi cabeza: ¿Ese niño era suyo? Y en tal caso… ¿Quién era su padre? ¿Dónde estaba el resto de toda nuestra pandilla? ¿Seguía Rebeca viviendo en su piso? En realidad ya conocía las respuestas, me di cuenta nada sentir el extraño abrazo de Noelia: todos habíamos cambiado irremediablemente. Aunque una conocida canción diga que veinte años no es nada, en realidad dos décadas bastan para cambiar la vida de familias enteras. Durante casi toda mi vida me negué a creerlo. Realicé ese viaje para tratar de demostrarme que no era un esclavo del tiempo, que en el fondo no había perdido nada en el camino recorrido durante veinte años de vivencias; pero me equivocaba. Mis amigos no eran los mismos: unos sencillamente ya no estaban y otros habían hecho su vida de tal modo que ahora ocupaban el lugar y el papel de nuestros padres en aquellos años felices. El tiempo había ejecutado su sentencia, y ni yo ni nadie podía hacer nada para cambiar las cosas.

Le dije a Noelia que iba a acercarme un momento al coche para subir unas rosquillas típicas de Zaragoza que había traído y que con ellas, acompañadas de un café, podíamos charlar de todo lo sucedido durante los años transcurridos. Con un «ahora mismo subo» me despedí de un pasado que era mejor dejar reposar tranquilo. Yo ya no pintaba nada en la vida de Noelia del mismo modo que era una tontería seguir buscando un pasado maravilloso donde sólo quedaba polvo y hojarasca.

Sé que fui un cobarde, y que tal vez Noelia me recordará con amargura durante otros veinte años por lo que hice; pero en vez de coger aquellas rosquillas que sólo existían en mi imaginación, salí de la urbanización sin mirar atrás, arranqué el coche y no me detuve hasta que llegué a mi Zaragoza natal mientras me prometía que, a partir de ese día, dejaría que los buenos recuerdos fueran simplemente eso: recuerdos.

Luz misteriosa

Liderazgo

Como buen científico, Emilio siempre pensó que el amor no era más que una reacción química en el cerebro, un sentimiento ficticio que impone la débil condición humana. Siempre había dicho que él sólo se debía a su labor de investigación, y gracias a ello estaba orgulloso de haber alcanzado la dirección de un prestigioso laboratorio farmacéutico con tan sólo treinta años.

Entre la pulcritud de su mesa de trabajo y el blanco nuclear de sus batas no había lugar para ningún pensamiento o sensación que pudiera desviar lo más mínimo su atención de aquello que tuviera entre manos. Quería que su vida sólo dependiera de él mismo, tener una completa autonomía, ser el único dueño de todos sus actos… Cosas que se reflejaban en pequeñas manías como la perfecta ordenación de sus bolígrafos de colores o su costumbre de tomarse un descafeinado todas las mañanas exactamente a las once horas y once minutos.

Sus compañeros le miraban con una mezcla de extrañeza y admiración: Emilio era fuerte, ningún fracaso le hacía perder su convicción en que las cosas acabarían saliendo bien. Siempre era él quien arengaba a los demás cuando estaban hundidos, quien jamás parecía necesitar descansar un rato o tomarse un día libre. La gente veía en Emilio un líder al que seguir allá donde hiciera falta porque transmitía una sensación de seguridad que les reconfortaba y les hacía sentir en buenas manos.

Sin embargo, lo que nadie sabía es que cuando Emilio terminaba su jornada laboral se sentaba siempre en el banco de un parque cercano a su casa y se ponía a mirar a la gente mientras lloraba en silencio pensando en que un día moriría y en realidad no habría sido capaz de ser feliz ni un sólo día.

Blue seat

La tarde en la que pasé miedo de verdad (2ª parte)

Cuando vi a César y al resto del grupo apenas 24 horas después de lo ocurrido en el interior de aquella casa maldita parecían bastante más relajados que yo. Mi cara era un poema porque no había podido conciliar el sueño y todavía  me duraba todo el miedo pasado allí dentro, así que no se podía decir que estuviera ni mucho menos relajado.

Sin embargo, ellos parecían estar bien; como un día cualquiera. Algo no me encajaba y además, ¿por qué habían venido todos si en teoría sólo habíamos quedado César y yo? Algo dentro de mí me dijo que era el único de los presentes que no sabía realmente qué había ocurrido en aquella tarde de Viernes, y mis sospechas se confirmaron segundos después.

Lo primero que César dijo cuando me acerqué al grupo fue que me había portado como un valiente. Que aunque había pasado un mal rato, no me había puesto a llorar ni nada por el estilo como ellos habían pensado. Me habían elegido a mí para gastarme una monumental y macabra broma por mi afición a los libros de Stephen King. «¿Te gusta el terror? ¡Pues toma dos tazas!», pensaron.

Aunque de primeras me sentí como un idiota, he de reconocer que se curraron un montón todo aquello, pues cuando me fueron contando cómo habían planeado cada acción comprendí que necesitaron bastante tiempo tanto para la planificación como para los diversos ensayos que hubo que hacer.

En el umbral de la puerta

El misterio de que en las habitaciones sucedieran cosas extrañas y que al acudir a ellas no hubiera nadie se explica porque existe un corredor exterior por fuera de las tres habitaciones de la parte trasera de la casa que comunicaba todas ellas entre si. Puesto que además esa parte del edificio daba a un patio interior deshabitado y que cuando César y yo entramos a la casa era de noche cerrada, fue algo que a mí me pasó completamente inadvertido.

Pero vamos a ir repasando paso por paso la secuencia de hechos para que comprendáis qué ocurrió realmente:

Aunque parecía que el resto del grupo no había podido venir, en realidad Iván, Diego y David estaban ya metidos en la casa cuando César y yo nos encontramos. Estaba cada uno en una habitación, y al pasar delante de sus puertas salían al corredor exterior de tal modo que no les podíamos ver desde el pasillo gracias a las tinieblas que reinaban en aquel lugar.

Nada más entrar por la puerta (algo fácil de averiguar gracias al ruido que hacía al abrirse) Diego, que estaba en la habitación del fondo, comenzó a arrastrar una cadena que había cogido del taller mecánico. Y claro, en cuanto escuchó que estábamos próximos a la puerta de la habitación en la que se encontraba salió al corredor exterior de tal modo que a mí me pareció que allí no había absolutamente nadie.

Diego había terminado en ese momento su cometido dentro de la casa, de modo que recorrió todo el corredor hasta la habitación pegada a la puerta para salir por ella mientras yo miraba dentro de la habitación en la que sonó la cadena. Ese es el momento en el que sonó aquel portazo y giró la llave que había sido hábilmente dejada allí por César para que Diego cerrara por fuera en cuanto saliera de allí. Primera parte completada; Cesar y yo estábamos atrapados y con dos personas más dentro de la casa dispuestas a hacernos pasar un mal rato.

Los cristales rotos eran de unas ventanas desencajadas que había en una de las habitaciones de la casa. David tenía un mazo de goma (también sacado del taller) con el que golpeó en ese momento uno de los vidrios y también provocó un poco más tarde el segundo estruendo de cristales. Del mismo modo, aquel sonido inquietante que me recordaba a los pasos de un gigante no era más que el propio David golpeando las paredes de la habitación con ese mismo mazo; y os aseguro que retumbaba por toda la casa de tal modo que te ponía el corazón en un puño.

Cuando César me hizo entrar en la habitación que daba a la calle (la del colchón viejo), Iván salió de su escondite para coger el viejo impermeable que colgaba en el perchero del fondo pasillo. Gracias al ruido que se colaba por la ventana sin cristales, el continuo martilleo de David y lo que César estaba diciendo a gritos no escuché ningún sonido extraño en dicho pasillo. La intención de esto es que al salir de la habitación me fijara en que el impermeable ya no estaba allí, pero yo no me di ni cuenta; algo lógico teniendo en cuenta lo alterado que me encontraba.

La segunda rotura de cristales era la señal para que Diego volviera a abrir la cerradura y se escondiera detrás de la vidriera de la escalera. En esos momentos es cuando César me decía que había que salir corriendo hacia la puerta a toda velocidad sin saber que haciendo eso estaba creando la situación óptima para la ejecución del penúltimo susto: cuando iba recorriendo a toda velocidad el pasillo, Iván, desde la penumbra de una de las habitaciones, lanzó el impermeable a mi paso para que me cubriera por completo y a continuación volvió a esconderse en el oscuro corredor exterior por si me daba la vuelta y me ponía a «investigar».

Por fin, cuando César abrió la puerta y comenzamos a bajar le tocaba el turno a Diego que, armado con un rodamiento metálico, destrozó una de las vidrieras de la escalera al vernos al trasluz bajar los escalones. Aquel fue el último golpe de efecto de una función absolutamente brillante que consiguió hacerme creer por unas horas que había vivido una auténtica pesadilla y que, como os decía, me impidió dormir un sólo minuto aquella noche.

Fue fascinante comprobar cómo César, David, Iván y Diego ejecutaron aquella compleja coreografía sin que me diera cuenta de nada. Me impresionó escucharles contar lo que ahora os he narrado yo a vosotros, porque claro, una vez finalizada la explicación todo encajó; pero en aquella tarde aciaga de Viernes os aseguro que todo parecía tan real que jamás he vuelto a pasar tanto miedo en mi vida a pesar de que ya han pasado quince largos años.

La tarde en la que pasé miedo de verdad (1ª parte)

Hay lugares que parecen enterrados en la memoria hasta que un día te encuentras con ellos de nuevo sin saber muy bien por qué. En ese momento todos los recuerdos dormidos durante tanto tiempo regresan de golpe a tu mente y te llevan a épocas pasadas en las que todavía quedaba lugar para la inocencia. Tal vez ahora, quince años después, si me sucediera algo como lo que os voy a narrar no reaccionaría como en aquellos tiempos; pero lo único que sé es que a día de hoy todavía recuerdo perfectamente lo que vi y lo que sentí. Lo vivido aquella tarde de primeros de Diciembre no me dejó dormir ni un minuto por la noche; y esas cosas marcan.

Os digo esto porque hoy me gustaría contaros una historia que no recordaba desde hace muchos años referida a un negocio de coches usados que el padre de un amigo del instituto tenía cerca de la antigua plaza de toros de Alcalá de Henares. Se ve que tan olvidada no tenía esta historia, porque cuando hace unos días me fui a dar una vuelta por la ciudad cámara en mano y pasé por la puerta de ese lugar, al ver que no había cambiado nada en absoluto comencé a recordar todos los detalles del mal rato que pasé en una tarde de invierno cuando apenas llevaba tres meses en el instituto y todavía estaba conociendo a mis nuevos amigos.

Hice la fotografía que tenéis a continuación, guardé la cámara, me quedé mirando a aquellas ventanas sin cristales y como por arte de magia los recuerdos comenzaros a aflorar en mi mente…

El escenario de una tarde de terror

Aquel negocio de compraventa de coches era del padre de mi amigo César. En realidad todo el edificio era de él, aunque sólo empleó la planta de abajo para montar «Automóviles Avenida», quedando la planta de arriba en su estado original.

Por aquella época me juntaba también con Diego, Raul, Iván, David y Roberto; gente de mi recién estrenado instituto con los que pasaba los recreos y también alguna que otra tarde allá por el año 1995. En nuestras conversaciones surgió más de una vez esta casa, pero siempre rodeada de un aire de misterio porque César solía contar historias del oscuro pasado del inmueble. En ellas nos decía que se trataba de un lugar en el que se escuchaban ruidos extraños y se movían las cosas sin que nadie las tocara. César nos decía también que aunque su padre había prohibido a todo el mundo entrar en aquella planta abandonada cerrándola con llave, había conseguido una copia con la que podríamos entrar a explorar aquel territorio misterioso y desconocido.

Quedé con toda mi pandilla un Viernes a las siete de la tarde en la puerta de la tienda (ese portalón acristalado que se ve en la parte derecha de la fotografía), pero como los exámenes quedaban cerca al final fui el único en acudir a la cita. Allí estaba César, quien pese a la poca asistencia se mostraba decidido a que entráramos los dos, pues ese día el negocio estaba cerrado por asuntos personales. Cualquier otro día hubiera sido imposible entrar a la planta prohibida porque su padre hubiera estado en la recepción y no nos hubiera dejado pasar de ninguna de las maneras.

César abrió la puerta de la tienda y a continuación atravesamos el garaje que ocupaba toda la parte de ventanas enrejadas pintada de verde. Allí estaba la crujiente escalera con vidrieras casi opacas que daba acceso a la planta de arriba; y es que aunque entonces allí había un negocio de coches, no hay que olvidar que en realidad todo aquel edificio había sido la casa de una familia décadas antes.

El sonido de los pies en los peldaños podridos ya empezaba a atemorizarme, pero ni mucho menos me hizo sentir el vuelco en el estómago que experimenté al tener delante de mi la pesada puerta desvencijada y resquebrajada que daba acceso a la planta abandonada donde se supone que ocurrían cosas que sólo podía imaginarme gracias a las novelas de Stephen King que solía leer. De cualquier modo, no sabía yo que tras esa puerta chirriante me esperaba uno de los peores ratos que he pasado en mi vida, porque de haberlo sabido hubiera dado media vuelta antes de poner siquiera un pie en el umbral.

César sacó su llave del bolsillo, dio dos vueltas a la cerradura y empujó la pesada puerta. Pasaron unos segundos hasta que mis ojos se habituaron a la penumbra, pues aunque las ventanas no tenían cristales ni persianas, la única luz presente en el lugar era la que se colaba del exterior. Fue entonces cuando divisé un largo pasillo con un perchero al fondo y un viejo impermeable colgado en él. César me pidió silencio con un gesto, y poco a poco empezamos a adentrarnos por el pasillo que daba acceso a las diferentes estancias de lo que en su día debió ser un lugar cálido y acogedor, pero que en ese momento a mí me parecía lo más inhóspito del mundo y comencé a preguntarme qué estábamos haciendo allí.

Llegamos a la altura de la primera habitación (recuerdo que había tres puertas en la parte izquierda del pasillo y dos en la derecha) y en ese momento se escuchó un leve sonido metálico en una de las del fondo. Al ser tan poca cosa lo interpreté como algún ruido que se había colado desde el exterior o algo así, pero justo cuando iba a abrir la boca el sonido se repitió, sólo que esta vez con mucha más fuerza: era una cadena; una cadena que se arrastraba por el suelo. A mí se me heló la sangre en las venas al tiempo que César parecía estar también asustado, pero aún así avanzamos un poco más en un busca del origen de aquellos sonidos.

Llegamos a la habitación del fondo a la izquierda y… no encontramos nada; absolutamente nada. Sin embargo, el mayor susto me lo llevé cuando la puerta por la que habíamos entrado a la casa hacía unos segundos se cerró con un fuerte portazo y comenzó a sonar la cerradura. Corrí hacia allí pero ya era demasiado tarde: la puerta estaba cerrada y no había manera de salir por allí si no era con la llave que César tenía en el bolsillo. Comencé a gritarle a César que teníamos que salir de allí, que sacara la llave y abriera la puerta de una vez, pero me dijo que la había dejado colgando en la cerradura y que por lo tanto estábamos atrapados.

Pasé unos segundos muy malos porque pensé que corríamos un verdadero peligro. No creía mucho en casas embrujadas ni cosas por el estilo, pero aquella situación me estaba desbordando y al mismo tiempo veía que César también estaba empezando a perder el control, pues empezó a dar patadas a una pared al tiempo que decía a los espíritus de aquella casa que se manifestaran si se atrevían.

Un estruendo de cristales rotos volvió a cortar mi respiración; seguíamos sin estar solos en aquel maldito lugar. César comenzó a gritar y yo empecé a decir que deberíamos salir a un balcón a pedir ayuda, pues alguien pasaría por la calle. César dijo que había que pensar en algo para salir de allí, pero justo entonces un sonido martilleante comenzó a sonar por toda la casa: era como si un ser gigantesco hubiera cobrado vida y estuviera caminando por algún lugar. No sé por qué, pero comencé a imaginar unas garras peludas y enormes avanzando por una de las habitaciones y a punto de salir por el pasillo para atraparnos, lo que contribuyo a que mi pánico fuera en aumento.

César me hizo pasar a una de las habitaciones que daba a la calle, pero el acceso al balcón estaba bloqueado por un sofá raído y de un color indeterminado por el paso del tiempo. Allí, en la oscuridad, se veía un colchón con una gran mancha oscura apoyado en la pared y un mueble de cajones totalmente destrozado por su parte superior. En otra de las habitaciones volvían a sonar cristales rotos y en ese momento la cerradura de la puerta volvió a girar dos veces. La puerta estaba de nuevo abierta, pero lo que no sabíamos en ese momento es si quien estaba dentro de la casa había salido o tal vez habrían llegado nuevos invitados.

Le pregunté a mi amigo qué hacer, y me dijo que deberíamos arriesgarnos y tratar de cruzar todo el pasillo para salir de allí. No podíamos permitir que se volviera a cerrar aquella pesada puerta, de modo que a la de tres saldríamos ambos corriendo hacia ella tratando de hacerlo lo más rápidamente posible. Respiré, hice acopio de energías y comencé a contar: «Uno, dos… ¡tres!»

Salí a toda velocidad delante de César sin mirar hacia ninguna otra cosa que no fuera la puerta de salida, pero aproximadamente a la mitad del trayecto sentí que algo se movía a mi derecha y se echaba encima de mí: no supe lo que era, pero en cuanto me tocó noté que era algo de tela muy áspera y reseca. Aterrado, di un grito que retumbó en todo el pasillo y a punto estuve de tropezar con mis propios pies al tiempo que apartaba aquella tela de mí con asco y miedo. Seguí corriendo con el corazón galopando en la garganta y tratando de que mi imaginación no pusiera forma a aquella amenaza, pues sólo contribuiría a hacerme sentir más frágil.

Llegué a la ansiada puerta que me parecía infinitamente lejana. Se escuchaban aullidos al fondo del pasillo, pero ya no sabía si era César o cualquier otra persona. Comencé a patear la puerta con todas mis fuerzas, dando de lleno con la planta de mis pies para intentar abrirla. No recordaba que abría hacia dentro, y que así nada iba a poder hacer por abrirla. César me alcanzó, giró el picaporte y la puerta rotó sobre sus bisagras; parecíamos estar a salvo, pero eso no evitó que bajara las escaleras dando saltos para llegar cuanto antes al taller de coches de su padre. Sin embargo, no había acabado todavía aquella terrorífica experiencia, pues al pasar por el rellano de la escalera el cristal de una de las vidrieras que hacían de tragaluz saltó en mil pedazos, sintiendo con claridad sus impactos sobre la parte trasera de mis pantalones.

Temblaba de miedo, crucé las instalaciones del taller en un tiempo que se me hizo interminable pero que debieron ser apenas unos segundos. Escuchaba una respiración agitada acompañada de unos torpes pasos pocos metros detrás de mí, pero ya ni siquiera me atrevía a mirar atrás por si no era mi amigo César. Por fin, a través del cristal de la puerta divisé las farolas, la gente, el tráfico… y fue entonces cuando la adrenalina fue, poco a poco, dejando paso a al razón. No quería salir a la calle gritando ni pidiendo auxilio, pues al fin y al cabo no estaba muy seguro de lo que había vivido en los últimos minutos, así que traté de empezar a pensar con frialdad.

César me alcanzó, sacó las llaves del bolsillo con pulso tembloroso y abrió la puerta del local. Jamás me sentí tan contento de respirar el frío aire de las tardes de Diciembre, pues aquel lugar que acababa de dejar atrás me parecía el mismísimo infierno. Mi amigo también parecía haberlo pasado muy mal: la palidez de su cara, aquella respiración agitada y, sobre todo, la expresión de sus ojos eran síntomas de haber vivido una experiencia aterradora.

Estuvimos un par de minutos plantados en la acera recuperando el ritmo normal de nuestros corazones y mirándonos sin decir una palabra. De hecho ese día no hablamos en absoluto de todo esto; era como si tuviéramos miedo de haber tenido una alucinación y que al contárselo al otro nos mirara como si fuéramos unos locos. ¿Qué había pasado en aquella casa maldita? ¿Había realmente alguien allí? ¿Fue todo aquello una mera sugestión?

Recuerdo que aquella noche no conseguí dormir ni un minuto porque no podía evitar recordar una y otra vez las imágenes de lo que había visto al tiempo que tampoco podía contarle nada de aquello a nadie por si pensaban que los libros que tanto me gustaba leer me estaban causando algún tipo de trastorno. Al día siguiente decidí llamar a César y quedar para hablar del tema; y menos mal que lo hice, porque de no haberlo hecho aquello me hubiera atormentado durante mucho tiempo.

Continuará…

El bonobús (micro-relato)

-¿Juan, tú me quieres?

-Sí, claro, te lo he dicho miles de veces -Respondió él sin apartar la vista del televisor al tiempo que pelaba con torpeza unos cacahuetes.

Juan y Laura llevaban mucho tiempo casados; el suficiente como para que las cosas se movieran por inercia. Se supone que él se sabía comprendido por ella y ella se sentía protegida por él, así que la ecuación parecía balanceada y la reacción química estabilizada.

Y así fue hasta que un tarde soleada Laura dijo que se iba a comprar un bonobús y Juan, sin perder detalle del partido que estaban retransmitiendo, sugirió que podía subirle un paquete de tabaco. No obtuvo más respuesta que un sonoro portazo justo al tiempo que el Barça metía un gol antológico.

Horas después, nervioso ante la tardanza de su mujer, se acercó a la nevera a beber un poco de agua fresca donde se encontró una nota pegada en la puerta que decía:

«Cuando nos casamos podías pasarte horas mirándome embelesado sin decir una palabra; pero desde hace demasiado tiempo siento que he sido sustituida por un maldito televisor. El Lunes a las 10 nos veremos en el juzgado.

Por cierto, el coche te lo puedes quedar tú; yo iré en autobús».

Laura

Akari-chan (Lucky Star)

Primera hora (microrelato)

Primera hora de la mañana. Suena el despertador, una ducha, el desayuno, las escaleras desiertas… nada emocionante, la verdad. La playa espera su habitual desfile estival de gente cargada con sombrillas, sillas y demás aparejos dispuestos a no dejar un centímetro de arena sin colonizar.

Primera hora

El sol pegando con fuerza, los termómetros disparados, las marujas cotorreando bajo las sombrillas, una jauría de niños en las proximidades… nada propicia el relax ni el descanso, así que la mejor opción parece la de irse al agua a nadar cuanto más lejos mejor.

Ninguna de las cosas que le habían pasado durante aquella mañana parecía prever que acabaría saliendo en todos los periódicos:

Un hombre muere ahogado en Chipiona.

«Que mierda -pensó mientras se hundía- Para un día que me pasa algo fuera de lo común no lo voy a poder contar…»

Corazones bajo el sol

Corazones. Pintaba corazones con un bolígrafo bajo el sol de la tarde. Aquello fue sin duda lo que más me llamó la atención cuando vi por primera vez a aquella chica sin nombre.

“Todos tenemos aficiones -pensé-. Algunos hacemos fotografías en nuestro tiempo libre, otras personas construyen casas de muñecas y también los hay que cultivan cactus en sus jardines. Bajo ese punto de vista, dibujar corazones no parece una cosa tan rara después de todo”.

Sin embargo, puestos a dibujar… ¿por qué precisamente corazones? Tal vez la razón más lógica sería pensar que aquella chica estaba enamorada de alguien, pero… ¿por qué no buscarle una explicación más enrevesada a las cosas? ¿No es siempre más divertido así? ¿Qué otras razones pueden llevar a alguien a dibujar corazones bajo un sol abrasador?

Lo primero que se me vino a la cabeza es que tal vez fuera cardióloga y estuviera documentando algún trabajo sobre los efectos del calor en el aparato circulatorio, pero si te fijabas un poco en el reverso de la carpeta que estaba utilizando a modo de improvisado lienzo eran los típicos corazones redondeados, con dos lóbulos superiores y acabados en pico en su parte inferior, así que parece que el tema no iba sobre medicina porque este órgano vital de los seres humanos es bastante menos glamouroso visto al natural.

Podría ser que fuera pintora, pero en ese caso ¿por qué no dibujar un gato por ejemplo? Al fin y al cabo en aquel lugar había decenas de gatos, bueno, y también flores, nubes, playas, personas y montañas; así que por falta de elementos para elegir como modelo no sería. Siguiendo el mismo razonamiento no había ningún corazón por ahí cerca posando con su mejor sonrisa; ni siquiera uno de esos cursilones cojines de IKEA que te acogen con los brazos abiertos, de modo que deseché también la teoría del retrato.

¿Y si era diseñadora y estaba haciendo un boceto de la próxima colección de complementos para primavera? Ágata Ruíz de la Prada concibe todos sus productos a base de corazones rodeados de grandes flores pintadas en vivos colores y le va bastante bien. Puede que esa chica estuviera trazando los rasgos de un bolso que veríamos en los locales más lujosos de Marbella dentro de unos meses, pero se supone que una diseñadora elegiría una mesa de dibujo perfectamente calibrada o un iMac último modelo para hacer algo así; además de que su actitud despreocupada hacía ver que tampoco es que se le fuera la vida en aquella tarea.

Se me agotaban las posibilidades; mi imaginación no daba mucho más de si: no parecían existir más motivos para dibujar una colección de corazones en el reverso de una carpeta aparte del hecho de estar colada por alguien. Sin embargo mi inquieta mente decía a gritos que después de haber tergiversado y tirado a la basura tres teorías diferentes no podía irme a casa con aquella duda existencial.

Di unos pasos, me coloqué frente a ella con el sol a la espalda y cuando levantó la vista del cartón sus cejas se arquearon debido al exceso de luz trazando decenas de minúsculas arrugas en torno a sus ojos. Se puso la mano izquierda a modo de visera y en ese momento mi silueta a contraluz dijo:

-Perdona, ¿son corazones eso que dibujas?

Corazones bajo el sol

Reencuentros infinitos

Eran dos personajes extraños: se encontraban cada año y se ponían al día sobre todo lo que había ocurrido en sus vidas desde entonces para a continuación perderse en las sombras durante otros 364 días.

La última vez que se vieron fue bajo los ventiladores y las ténues luces de aquel bar decorado con motivos del rock de los 60 y en el que aquella noche sonaba música de Los Planetas. Nadie más estaba allí, tan sólo ellos dos y el aburrido camarero tras la barra que jamás sabría que aquellas dos personas habían elegido ese preciso lugar para cumplir con su extraordinario rito de cada año.

Ambos compartieron en el pasado vaivenes personales, debilidades físicas y mentales, inocente complicidad y ganas de cambiar el mundo que nunca llegaron a ningún buen fin. Las estrellas fueron la luz que iluminó algunos paseos junto a otras personas que se perdieron, pero no por un año, sino para no volver a encontrarse nunca más. Unas estrellas que, sin embargo, en ese encuentro de cada verano parecían brillar en sus ojos como si se acabaran de conocer.

Aquellas eran dos personas tan extraordinarias que se resistían a que muriese aquel espíritu rebelde de juventud, y por eso cada verano se juntaban ante una taza de café volviendo a sentir que acababan de cumplir dieciocho años para despedirse unas horas después con un abrazo que reforzaba aquella promesa de no cambiar jamás.