Recuerdos de Oropesa (XXXI)

Creo que ya os he contado alguna vez que me encantaría volver a la Oropesa de los años 80 pero con la edad que tengo actualmente. Lo que ocurre es que al no tener a mano ninguna máquina del tiempo me tendré que conformar con el material audiovisual de épocas pasadas mezclado con mis propios recuerdos.

Si conocéis Oropesa del Mar sólo por los últimos tiempos os sorprendería ver cómo creció esta esta pequeña población a orillas del Meditérráneo durante los años del cambio de milenio; y es que en poco tiempo aquello pasó de ser un pueblecito casi anónimo a un lugar habitual de vacaciones para mucha mucha gente.

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Mis primeros recuerdos estivales son los de una playa en agosto con familias dispersas aquí y allá, sombrillas hechas de una tela que parecía lana y raquetas de tenis-playa llenas de astillas. Corrían los primeros años de la década de los 80 y cuando en el colegio preguntaban en septiembre dónde habíamos pasado las vacaciones nadie parecía saber en qué rincón de la geografía española se encontraba Oropesa.

En aquellos tiempos no había puerto deportivo, Marina D’or ni comunicación por la costa entre las playas de La Concha y Morro de Gos. El ayuntamiento guardaba las facturas de la contribución en cajas de fruta, la Torre del Rey era un lugar oscuro, húmedo e inmundo al que sólo los más valientes se atrevían a entrar y en la playa había barcas amarradas cerca de la orilla en pacífica convivencia con los escasos bañistas de la época (entre los que me encontraba yo).Julio de 1985

Poco a poco Oropesa del Mar fue creciendo en población, turismo y fama. Abrieron discotecas y bares de copas, cada año se iban construyendo más edificios en la línea de costa, los clásicos chiringuitos se modernizaron y dejaron de ser apenas unas mesas sobre tierra con un cañizo de paja a modo de techo donde comer sardinas asadas, en la playa la Cruz Roja montó un puesto de socorristas, se pusieron unas camas elásticas y un castillo hinchable donde los niños nos lo pasábamos bomba…

Pub El Molí

Y de repente llegó José María Aznar y puso definitivamente en el mapa a un pueblo que todavía seguía siendo relativamente desconocido. Él veraneaba en la urbanización de Las Playetas, que está prácticamente lindando con Benicassim pero administrativamente forma parte del término municipal de Oropesa del Mar, y entonces el nombre de esta localidad Mediterránea comenzó a sonar y a leerse por todos los medios de comunicación.

En septiembre ya no tenía que decir a mis compañeros de clase «He estado en Oropesa, que es un pueblo de costa a 100 Km al norte de Valencia y muy cerca ya de Tarragona». No, ahora cuando me preguntaban dónde había pasado el verano y pronunciaba el nombre de Oropesa mi oyente apostillaba mecánicamente «Ah sí, donde Aznar».

Más o menos por aquella época echaba a andar la construcción del puerto deportivo (cuya inauguración fue en 1992) y el comienzo de la expansión del imperio Marina D’or, que en sus inicios era una urbanización de unos pocos bloques como tantas otras y que por un motivo u otro comenzó a extenderse en dirección Torreblanca a la velocidad de la luz. Por cierto, también desaparecieron las bucólicas barcas de la playa para ocupar unos flamantes amarres en el recién estrenado puerto deportivo.

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Recuerdo que por aquella época íbamos a Oropesa en tren, y cuando salíamos del túnel (actual vía verde) que indicaba que en apenas unos minutos estaríamos en el andén de nuestra estación, siempre miraba por la ventana de la parte derecha del vagón y alucinaba con la cantidad de nuevos bloques que habían construido en el que fue uno de los mayores exponentes de la expansión urbanística en nuestro país.

Color

Lo que hasta entonces era un lugar tranquilo dio paso a las colas: colas en los supermercados, colas en las duchas de la playa, colas a las diez de la noche en el locutorio telefónico que había en lo que hoy es la oficina de turismo, colas en los modernizados chiringuitos para pedir «una de sepia a la plancha y un tinto de verano», colas en los recreativos, colas en el consultorio médico… La afluencia de gente en verano había crecido mucho más que los servicios e infraestructuras de Oropesa, y de aquella época recuerdo por ejemplo los cortes de luz en días de mucha demanda repentina de energía (a la hora de cenar, principalmente).

Con el paso de los años, la afluencia de veraneantes y la capacidad de la ciudad fueron equilibrándose, ya que el aumento de impuestos recaudados gracias al crecimiento de la población repercutió en mejores y más modernas infraestructuras. Ya no había cortes de luz, se hicieron amplias avenidas para los coches, paseos marítimos por los que caminar sin agobios, restaurantes climatizados, grandes supermercados… Cierto es que aquel crecimiento desmesurado nunca me gustó, porque yo siempre he preferido la tranquilidad de los sitios en los que apenas hay gente; pero esto hoy en día es ya una utopía si hablamos del Mediterráneo español.

Playa de la concha. Años 70

Ironías de la vida, durante algo más de dos años me tocó ser parte de la modernización de esta localidad castellonense; ya que fui el jefe de planta de la nueva depuradora de Oropesa tras su puesta en marcha. Y no sólo de la EDAR como tal, sino también de los múltiples bombeos y la red de colectores que de alguna manera son las venas de la ciudad. La antigua depuradora se había quedado muy pequeña para los requerimientos de la población y la encargada de construir las nuevas instalaciones y explotarlas durante los dos primeros años fue la empresa para la que trabajaba en aquel momento, de modo que me encomendaron la misión de hacer que aquello funcionara bien y no diera ningún tipo de problema.

Fue toda una experiencia, la verdad. Yo, que venía de una EDAR con unos cuantos años ya en sus maltrechas espaldas, tenía ahora bajo mi mando una instalación completamente nueva repleta de autómatas recién programados, equipos electromecánicos que todavía conservaban el brillo del metal, personal recién contratado con muchas ganas de trabajar, una red de colectores minuciosamente trazada que llegaba hasta las mismas puertas de Benicassim…

Era una gran responsabilidad, y además, cuando llegué allí el verano empezaba ya a asomar tímidamente por el horizonte, así que tenía que ponerme las pilas de modo que cuando llegara el mes de julio tuviera ya aquello controlado y estabilizado; pues la población de la localidad se disparaba de repente y toda la infraestructura de saneamiento tenía que estar preparada para resistir el exigente tirón estival.

Si ahora echo la vista atrás puedo afirmar que el trabajo de campo era el más fácil. Al fin y al cabo, con los manuales de las máquinas en la mano es fácil identificar cualquier problema y saber cómo ponerle remedio. Más complicado era lidiar con la administración, las previsiones económicas, los periodos de la energía, los días en los que tienes a dos personas de baja y surge una avería gorda, las tormentas a las tantas de la madrugada…

Con respecto a eso, recuerdo una noche de septiembre en plena lluvia torrencial en la que me tuve que acercar a la planta con el coche por unas calles que parecían arroyos. Y ya en la EDAR, mientras me deslomaba para abrir una compuerta cuya válvula manual parecía tener millones de vueltas, sudando la gota gorda bajo mi impermeable azul oscuro, con el agua empapando mi pelo y resbalando por mi cara mire al cielo y alzando los puños grité a pleno pulmón: «¿¡Es que en este p**o pueblo sólo llueve por las noches!?». Sí, podéis considerarlo una enajenación mental transitoria en toda regla.

Lluvias en Oropesa del Mar (21/11/2011)

Pero al margen de momentos duros, he de reconocer que durante aquellos dos años también hubo días buenos; especialmente en los meses de otoño, que para mí es la mejor época para estar allí. Recuerdo atardeceres preciosos desde la ventana de mi despacho, fotografías del amanecer a la orilla del mar, días tranquilos en la depuradora en los que aprovechábamos para tomarnos las cosas con algo más de calma y hablar de cualquier cosa que se nos pasara por la cabeza, visitas de compañeros de empresa, averías resueltas rápidamente con una mezcla de maña e ingenio…

Aunque siempre tuve mucho trabajo en la depuradora y apenas dispusiera de tiempo libre, tuve la fortuna de poder disfrutar de esta localidad a orillas del Mediterráneo (y otras de los alrededores) cogiendo mi cámara y retratando aquellos paisajes que, especialmente durante el invierno, captaban mi atención poderosamente. Aquella luz tan especial que se da en los lugares de costa hacía que fuera incapaz de dar un simple paseo sin llevar mi cámara encima para poder captar esos momentos irrepetibles.

Oropesa del Mar

En el fondo sabía que antes o después acabaría volviendo a Madrid para emprender un nuevo proyecto laboral, cosa que sucedió a mitad de 2013. Por eso nunca dejé de hacer fotos durante el tiempo que estuve en Oropesa. Sabía que estaba viviendo una época que marcaría mi vida para siempre y quería captar unas imágenes que pudiera mirar años después para recuperar con más facilidad todos aquellos recuerdos.

A día de hoy no echo de menos aquello en términos generales; pero sí pequeños detalles. Mi regreso a Madrid significó estar otra vez cerca de mi novia, de mi familia y de las calles que me vieron crecer; pero también es cierto que el ritmo de la capital es mucho más estresante e insano que aquellos atardeceres silenciosos a la orilla del Mediterráneo.

Blue hour

Esos dos años en Oropesa del Mar supusieron para mí un gran crecimiento a nivel personal y laboral; y siempre he pensado que si aquello no hubiera funcionado bien hoy no estaría de nuevo en Madrid; así que vaya desde aquí mi sincero agradecimiento a todas aquellas personas que contribuyeron a hacer mi tarea un poco más fácil.

Mis mejores recuerdos de aquello no tienen como escenario playas abarrotadas ni terrazas en verano; sino estampas como esta que os dejo a continuación y que, para mí, refleja mejor que ninguna otra fotografía lo que es Oropesa del Mar en invierno.

Soledad

¡Nos leemos!

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