Si la persecución gatuna de hace unos días fue una pesadilla un poco atípica, creo que lo que os voy a describir hoy lleva el concepto de sueños extraños a un nuevo nivel. Es una pena que ya no viva Sigmund Freud, porque seguro que se enganchaba a este apartado del blog.
El caso es que iba de camino a la estación de autobuses de Alcalá para acudir a una presentación en Madrid; algo de lo más habitual hace unos meses, cuando tenía tiempo para colaborar con la gente de ultimONivel (aunque dentro de poco os comentaré algo sobre ese tema).
Pues bien, resulta que andaba medio resfriado y con la nariz tan congestionada que apenas se me entendía al hablar. Cuando fui a echar mano a mi paquete de pañuelos de papel me encontré con que no llevaba ni uno encima, así que me tocaba buscarme la vida de algún modo. Era primera hora de la mañana de un Martes: nadie en las aceras, ni siquiera se veían coches por las calles… así que se me ocurrió la idea de entrar en mi antiguo instituto para ver si alguien tenía un Cleanex que dejarme.
Sin embargo el instituto parecía haber pasado a la dimensión oscura de Silent Hill, pues estaba todo lleno de mugre, las paredes con pintadas, los pasillos y las aulas en tinieblas… Me dirigí a uno de los baños (todavía recordaba exactamente dónde se situaban de los años en los que estudié allí) y me llevé la sorpresa de que el cuarto de baño estaba medio derruido.

Vueltas y más vueltas por los pasillos; arriba y abajo por las tres plantas de un edificio completamente abandonado. No quedaba ni un sólo cuarto de baño en pie, así que opté por dejar atrás aquellas paredes y dirigirme a la estación de autobuses para llegar a tiempo al acto.
No recuerdo bien cómo fue el trayecto en el autobús; debí dormirme, pero sí que tengo claro que aparecí en la puerta del hotel Palace; lugar que ya conocía porque allí acudí a un par de presentaciones hace poco más de un año. Allí, un botones uniformado me coge la maleta en la que llevo mi portátil y mi cámara de fotos para acompañarme hasta un lujoso salón en el que va a dar comienzo la presentación.
Nada más entrar me encuentro un proyector escupe imágenes del último modelo de lavadora de Siemens. El producto no tiene nada que ver con videojuegos, pero la estructura del acto no difiere demasiado de lo que estaba acostumbrado a cubrir meses atrás. Es curioso, pero pese a ser algo muy diferente de lo que había hecho hasta el momento no me sentía extrañado ni fuera de lugar.
Saco mi cámara y disparo como un loco a la flamante lavadora como si se tratara de Hideo Kojima. Como me suele ocurrir en estas cosas, comienzo mi tarea con disimulo y al final termino por levantarme de mi sitio y plantarme al pie del escenario para sacar una mejor perspectiva del lugar. A la gente le gusta ver fotografías, así que siempre intento captar la máxima información gráfica posible.
Vuelvo a mi sitio repasando las fotos en la pantalla de la cámara, pero al pasar por una de las filas de invitados siento que una mirada me recorre de arriba a abajo. Llego a mi asiento y pocos segundos después aparece Isabel Gemio que se sienta en una silla contigua a la mía. Era ella la que me miraba con atención segundos antes, y sus primeras palabras fueron: “¿Ya no te acuerdas de mí?”.
Isabel llevaba un vestido negro escotadísimo, unas medias brillantes y unos zapatos de tacón rojos; hay que reconocer que estaba realmente atractiva; y aunque juraría que jamás había cruzado una palabra con ella, una cierta sensación de familiaridad recorría mi memoria.
Parecía enfadada, sin duda. Es una virtud que algunas mujeres tienen; y es que sólo con aquellas seis palabras que Isabel acababa de pronunciar había conseguido desatar en mí una auténtica tormenta de extrañas sensaciones.
– Tenías mi número; podías haberme llamado, ¿no?
– Isabel, ¿qué número? ¿De qué me estás hablando?
– Es increíble, Luis – (¡Isabel Gemio conocía mi nombre!) -. Con todo aquello que dijiste y ahora, tres meses después, dices que no te acuerdas de mí… ¡¡Esto sí que no me lo esperaba de ti!!
Isabel Gemio parecía conocerme, estaba claro; así que era bastante posible que tuviera razón en todo lo que estaba diciendo, de modo que decidí asumir la situación de que algo en mi cabeza se había cortocircuitado por alguna extraña razón y no recordaba nada de lo que me estaba diciendo.

– Isabel, no sé qué me ha ocurrido. No recuerdo nada de lo que me ha sucedido en los últimos meses, y eso te incluye a ti. No soy capaz de acordarme de lo que tenemos ambos en común, y mucho menos de tu número…
En ese momento caí en la cuenta de que hacía casi un año que no había cambiado de teléfono móvil, de modo que si ella tenía razón, en la agenda estaría su número… Ante su mirada lo saqué del bolsillo de la chaqueta, consulté la agenda y… allí estaba ella; el único contacto que aparecía en la letra G. Isabel Gemio. 637897….
– 653 – añadió ella completando el número.
Vale, conocía a Isabel; pero… ¿por qué tenía su número? Conozco a mucha gente, pero el número de teléfono sólo lo tengo de los más allegados, así que… ¿qué pintaba aquella conocida presentadora de televisión en mi vida?.
Consulté también el historial de llamadas, y eso sí que me dejó helado: había un par de llamadas entrantes la última semana. Las dos eran de Movistar; publicidad lo más seguro. Sin embargo, había más de una decena de llamadas anteriores que yo mismo había hecho al número de Isabel. Llamadas de más de una hora en todos los casos. También había tres o cuatro llamadas de larga duración realizadas por ella, así que ahora entendía todavía menos mi situación.
El acto continuaba: en ese momento Fernando Romay estaba sobre el escenario presentado un frigorífico cuya principal cualidad es que tenía todavía más altura que él. Sin embargo, desde que Isabel se sentó a mi lado y había comenzado a descubrir todas estas cosas, había dejado de prestar atención a lo que Siemens quería enseñarnos.
De hecho ya me daba exactamente igual aquel acto al que había acudido. Me importaba muy poco el reportaje que tenía que publicar a continuación porque en realidad lo único que quería saber era lo que había ocurrido en mi vida durante los últimos meses, pues aquella amplia laguna mental me estaba atormentando terriblemente.
Isabel se puso muy seria. Cruzó los brazos y dirigió su vista al frente. Tras diez segundos de silencio dijo: «Bueno, no sé qué te ha podido ocurrir, pero también es cierto que tenía tu número y yo tampoco he sido capaz de llamarte». Parecía que la situación se relajaba un poco, pero yo seguía sin tener ninguna respuesta a aquel extraño misterio.
No sabía por qué no recordaba nada de la última etapa de mi vida y tampoco sabía que había ocurrido entre Isabel Gemio y yo tres meses atrás. Sin embargo, mi curiosidad nunca fue satisfecha, pues un rayo de sol iluminó mis párpados y los abrí de par en par comprobando que estaba en la tranquilidad de mi habitación a las nueve de la mañana de un Domingo cualquiera.
De todos modos no me levanté al momento, pues me quedé un buen rato allí tumbado recordando lo que había soñado. Las dos fases de aquella experiencia onírica eran a cada cual más extraña; pero sobre todo intentaba atar los cabos que habían hecho aparecer todos esos elementos en mi mente durante la noche. No lo conseguí; tan sólo pude hayar una explicación para lo de ir al Palace a una presentación; pero todo lo demás carecía de aparente sentido… ¿y no es precisamente eso lo que da un cierto aire de misterio a esa parte de nuestro inconsciente que se despierta cada noche?
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