Hay gente que pone cara rara cuando digo que tengo por costumbre madrugar los fines de semana y dar una vuelta por las calles de Alcalá. Muchas veces voy con mi cámara en busca de imágenes que reflejen la tranquilidad de los rincones por los que paso, pero mi mayor motivación está en el silencio que se respira cuando un sábado o un domingo el sol acaba de salir por el horizonte.
Si doy una vuelta por la tarde es posible que me lleve algo de música para animar mi caminata; pero a primera hora de la mañana el verdadero placer está en escuchar mis propios pasos retumbando en el asfalto, en disfrutar del canto de los pájaros que parecen extrañarse de la presencia de alguien a esas horas, en sobresaltarme con el crujido de algunas persianas levantándose poco después del despertar de sus dueños…
En esas circunstancias es cuando más disfruto de la ciudad, porque durante toda la semana estoy tan acostumbrado a los atascos, las prisas y el bullicio que, en realidad, los silencios del amanecer hacen que Alcalá parezca un lugar mucho más pequeño de lo que en realidad es.