La mirada discreta

Me gusta mezclarme entre la gente para retratar lo que me rodea; pero siempre intentando pasar inadvertido y así captar las cosas sin muecas forzadas o posados irreales. Y aunque hay un enunciado físico que afirma que no es posible observar un sistema sin interferir en él, yo no me canso de desafiarlo cada vez que salgo a la calle con la cámara en la mano.

En mitad del asfalto

Cada persona entiende la fotografía de una manera, y la mía es aquella en la que el observador es un ser invisible cuya presencia pasa siempre inadvertida; y por eso nunca me canso de captar esas escenas mundanas de mis lugares de paso. No esperéis de mí grandes retratos o pomposas escenas con una larga preparación detrás, porque lo que yo os ofrezco es simplemente una visión del mundo basada en todos esos pequeños-grandes detalles que convierten cada instante en algo único e irrepetible.

Alegría

Como dijo David Wojnarowicz en su momento: Smell the flowers while you can.

En la época analógica no había diferencias tan grandes entre las cámaras réflex

Una breve reflexión fotográfica para terminar el fin de semana dándole un poco al coco:

Si uno se para a pensar cómo ha cambiado el mundo de la fotografía con la llegada de las cámaras digitales se da cuenta de que en la época de las réflex de carrete no había tanta diferencia entre unas cámaras y otras: si montábamos el mismo objetivo en una Nikon F5 (modelo tope de gama en los años 90) y una Nikon F50 (el modelo réflex básico de la marca por aquellos años) empleando el mismo tipo de carrete podíamos conseguir unas fotografías prácticamente iguales en una cámara y en la otra.

Esto se debe a que los elementos físicos responsables de la calidad técnica (ojo, no artística) de las fotografías obtenidas eran más o menos los mismos en todos los modelos, ya que lo único que se interponía entre el negativo fotográfico y nuestra escena a retratar eran las lentes que conformaban el objetivo. Obviamente, los modos de medición eran más exactos en las cámaras más caras, el obturador era de mayor calidad y los sensores encargados del enfoque eran más precisos; pero el modo en el que la luz llegaba a tocar el negativo era exactamente el mismo en todas las cámaras.

Además, dado que el formato de negativo de 35mm era el mismo para todas las cámaras, la sensibilidad ante la luz, la calidad y el aspecto de las imágenes obtenidas era similar incluso en cámaras de distintas marcas. Es cierto que el uso de sensores digitales en las cámaras actuales ha supuesto una más que considerable reducción de costes para el usuario, pero no es menos cierto que gracias al sistema de carretes analógicos podíamos obtener un colorido sensacional prácticamente con cualquier cámara medianamente decente (se ve que mi Werlisa Club 35 no lo era).

Actualmente, las diferencias entre unos modelos y otros son enormes: para empezar tenemos baterías de mayor o menor capacidad (antes todo funcionaba por pilas), sensores de diferente calidad, resoluciones de 3, 6, 10, 12 ó 24 Megapíxels, filtros ultravioleta delante del sensor que varían la nitidez de las fotos según el modelo, cada cámara tiene una sensibilidad a los colores diferente por efecto de la electrónica interna, cada modelo responde con más o menos ruido a la misma ISO, el rango dinámico de una cámara de gama alta es mayor que una de gama básica…

No digo que ahora la cámara sea determinante para conseguir una buena imagen, porque de hecho el factor principal siempre es el propio fotógrafo más allá de aditamentos técnicos; pero no deja de ser curioso que la diferencia entre una cámara de gama alta y una de gama baja en la época analógica era mucho menor que en la era digital en la que nos encontramos inmersos.

Nos estamos haciendo mayores

Me llama poderosamente la atención que en los últimos meses unos cuantos «jugones de la vieja escuela» nos hemos posicionado de forma bastante parecida frente al mundo del videojuego. Digo esto porque en un breve lapso de tiempo yo he dejado el equipo de ultimONivel (y desde entonces apenas he tocado videoconsola alguna), Manu se plantea una renovación temática en su blog, Rafa reconoce que hay cosas más prioritarias en su vida, mi hermano (jugón desde que dejó el biberón) también ha dejado muy de lado esa forma de ocio para dedicarse a otras cosas…

Jugando con el Spectrum en Enero de 1988 ante la atenta mirada de mi hermano

Jugando con el Spectrum en Enero de 1988 ante la atenta mirada de mi hermano. ¡Han pasado 21 años!

Es curioso comprobar que mientras miles de personas jóvenes y no tan jóvenes descubren cada día una manera divertida de pasar el tiempo con las últimas consolas disponibles en el mercado; muchos de los que comenzamos a saber lo que eran bits, sprites, vectores, scrolls y variables con el mítico Spectrum en la década de los 80 estamos empezando a sentirnos un poco cansados de esto. No sé si es que el mundillo del videojuego se está profesionalizando demasiado (cada vez mueve más dinero y por lo tanto hay muchos intereses en sobre la mesa) o es que estamos saturados de un mercado en el que cada vez hay menos sitio para la sorpresa y la originalidad. El caso es que sea lo que sea, algo está cambiando en la mentalidad de una generación de personas que rondamos la treintena y compartimos aficiones.

Manu y Rafa son dos personas a las que admiro y sigo diariamente desde hace bastante tiempo gracias a sus blogs; y por lo tanto supongo que por esta situación que hoy os comento estarán pasando también muchas otras personas completamente anónimas para mí. Me cuesta mucho creer que seamos sólo cuatro casos aislados de hastío videojuguil, por lo que me temo que algo se ha perdido en el camino de esta evolución que han sufrido los videojuegos en los últimos años y que los está convirtiendo cada vez más en un producto de usar y tirar.

En mi caso particular este desencanto se ha presentado en dos fases muy bien definidas: por un lado hace ya años que empecé a aburrirme de los juegos al uso. Eso de disparar a todo lo que se mueva o conducir más rápido que los demás empezó a cansarme de sobremanera al llevar desde Julio de 1987 haciendo lo mismo. Empecé a valorar los videojuegos que ofrecían una experiencia diferente y original sin preocuparse de gráficos de última generación, sonidos multicanal o cifras de ventas. Así llegaron a mis manos los Wario Ware, Castlevania, Hot Pixel, Electroplankton, Elite Beat Agents, Shenmue, Hotel Dusk, Animal Crossing, Phoenix Wright, Densha De Go, Echochrome, REZ… y tantos otros títulos que he disfrutado como un enano y que siempre he tratado de dar a conocer por todos los medios posibles.

Sin embargo, ya ni siquiera esos títulos tan especiales me hacen disfrutar como antes. Desde el pasado verano me he dado cuenta de que necesitaba hacer otras cosas que me permitieran expresarme de modos diferentes, disfrutar de lo que me rodea y estar más en contacto con el mundo. Siento que en mi tiempo libre el cuerpo me pide viajar, conocer gentes y lugares, fotografiar todo aquello que me llame la atención, descubrir la buena música que todavía no he escuchado y escribir sobre todas esas cosas. Ya no soy capaz de imaginarme sentado delante de la televisión con un mando entre las manos hasta las tantas de la madrugada como hacía años atrás; pero sí que me puedo ver cogiendo el coche y perdiéndome por algún pueblo desconocido en busca de paisajes pintorescos que me regalen por un rato esa indescriptible sensación de libertad que tanto me gusta.

La verdad es que a estas alturas ya no me preocupa lo más mínimo si la próxima consola portátil de Nintendo tendrá detección de movimiento o si apenas aparecen juegos para la PSP en la actualidad; de hecho ignoro por completo la fecha de lanzamiento de la NDSi en Europa pese a que en Wikipedia estará puesta desde hace semanas. No creo que vuelva a comprar un videojuego porque me he dado cuenta de que hay un mundo hay fuera que merece ser descubierto; y es mucho más interesante que cualquier otro que pueda programar nadie. De hecho, desde el mes de Agosto sólo he usado la DS en dos ocasiones: para pasarme el último Phoenix Wright (terminado de mala gana; pero no porque sea malo, sino porque me aburría de estar tantas horas con la consola en la mano) y para mostraros el Trackmanía en ese vídeo que publiqué por aquí hace unos días. El resto de juegos y consolas sencillamente están criando polvo en las estanterías.

Reconozco que he crecido con los los videojuegos y que estos han sido una parte importante en mi vida; pero cada día me doy más cuenta de que nuestro divorcio es total y ya nada volverá a ser como antes. Hace tiempo que no me siento identificado con ellos y veo que hay cosas con las que me siento mucho más realizado. No me cabe la menor duda de que Sony, Nintendo y Microsoft seguirán amasando fortunas gracias a sus ventas millonarias, pero mucho tendrían que cambiar las cosas para que en el futuro vuelvan a ver un euro sacado de mi bolsillo. Es una época que, sencillamente, ya pasó para mí.

Cristina: aquel primer amor platónico

Semanas enteras de verano compartidas con Javier, Raquel, Lidón, Irene, David, Cristina, Aitor, Oscar, Jose, Rebeca, Rubén, Natalia, Marta… y todos ellos perdidos ahora en el tiempo casi sin posibilidad de recuperarlos pese a que alguna vez que nos hemos cruzado por aquí no hemos dudado ni un segundo en cruzar algún saludo o incluso alguna palabra más como ahora os contaré.

Más que una cuestión de amistad olvidada o pérdida de contacto el problema de esta incomunicación es que hemos cambiado demasiado en todos estos años: nada queda ya de aquellas personas que se reunían cada tarde sobre la arena de la playa para hablar sobre lo que les había ocurrido durante el invierno o los planes que tenían para el futuro. Ese futuro que querían cambiar finalmente les alcanzó y al ver frustrados aquellos sueños infantiles se acabaron los temas de conversación, se terminó el soñar despiertos. Aquellos inocentes juegos en los que el mayor de los premios consistía en darse un pico con una de las chicas del grupo ahora no representarían el menor de los retos porque hemos crecido y todo se nos ha quedado pequeño.

Con aquella edad jamás lo habría reconocido públicamente, pero a mí Cristina me volvía loco. Poco me importaba que su hermana Marta me hiciera la vida (o al menos el verano) imposible hasta donde alcanza mi memoria, pues las noches en las que nos poníamos a charlar sobre el mundo o jugábamos a “la zapatilla por detrás” eran el mayor de los premios. Es más, todavía recuerdo con claridad la noche en la que todos bajamos nuestras bicicletas y Cristina tenía la suya con una rueda pinchada. Aquella era mi oportunidad de tenerla cerca de mí, así que venciendo mi antigua timidez me ofrecí a llevarla “de paquete” en mi montura de metal.

Grupo amigos Oropesa 1992

De izquierda a derecha y comenzando por la fila superior: Javier, Óscar, José, Lidón, Marta, Rebeca, Cristina ^_^, Cristina «la de valencia» y Javi.

Ella aceptó encantada, y aunque no hacía más que dar bandazos de un lado a otro debido a que hacía meses que no cogía mi bicicleta, el sentir sus manos apretando mi cintura me reconfortaba y me hacía sentir un hormigueo en el estómago hasta entonces desconocido para mí. Tengo claro que con doce años una experiencia así supera a muchas otras en teoría mucho más explícitas que vendrían una década después.

Sin embargo, una mala noche del verano de 1992 apareció un nuevo grupo de chicos por donde solíamos estar nosotros y enseguida comenzaron a tirarle los tejos a Cristina. Y claro, como aquellos tíos debían tener dos o tres años más que nosotros aquello era lo mejor que le podía pasar a una chica que no se perdía un capítulo de “Sensación de vivir” y enseguida noté un considerable alejamiento de aquella chica que tanto me gustaba (¡hasta su apellido Deluis parecía indicar que estábamos hechos el uno para el otro!) al tiempo que observaba con rabia cómo ella le reía todas las gracias a aquel grupo de extraños.

El verano siguiente Cristina y una buena parte de nuestro grupo original se mezcló con aquellos insolentes del 92 y comenzaron a hacer cosas radicalmente diferentes a las que hacíamos en el pasado: fiestas en la playa, botellones… cosas que con trece años veía como muy lejanas y que no iban con mi estilo de ver las cosas. Aquel fatídico verano fue el de la primera gran escisión de nuestro grupo; una escisión a la que seguirían muchas otras que acabarían por disgregarnos para siempre.

Todo aquello lo creía olvidado para siempre hasta que el pasado verano me crucé con Cristina tras muchos años sin verla. Tenía la misma cara que cuando nos despedimos en el verano de los juegos olímpicos de Barcelona y no dudé en ningún momento de que era ella, pues su sonrisa y la expresión de sus ojos las había conservado intactas en mi subconsciente durante los últimos 180 meses.

Ella estaba en el paseo de la playa, caminando sin rumbo aparente con paso lento, más o menos como yo; así que nos detuvimos frente a frente, pronunciamos el nombre el otro con tono de interrogación y, tras borrar nuestras muecas de sorpresa, preguntamos respectivamente por el tiempo transcurrido desde la última vez que nos vimos.

¿Y qué me encontré? Pues algo tan aparentemente simple como que Cristina había acabado yéndose a vivir con Diego; uno de los integrantes de aquel grupo que la “arrebató” de nuestro lado en aquel verano que antes os relataba. Supongo que la cara de bobo que se me debió quedar fue épica, porque recuerdo perfectamente que en apenas dos segundos se me pasó por la cabeza toda la secuencia de acontecimientos de aquella noche en la que conoció a Diego y compañía. Tan aturdido me quedé con la noticia que ella misma me preguntó: “Luis, ¿qué te pasa?” a lo que respondí que me habían venido de golpe muchísimos recuerdos a la cabeza.

Es absolutamente alucinante comprobar cómo una pequeña acción puede cambiar la vida de dos personas. ¿Qué hubiera pasado si aquella noche hubiéramos estado en otro lugar? ¿Dónde estaría hoy Cristina si no hubiera conocido a Diego? ¿Qué papel hubiera jugado yo en su vida? Esas tres preguntas fueron las primeras de una larga lista que asaltó mi mente en aquel instante. Cristina, seguramente el que fuera mi primer amor platónico, había acabado viviendo con un tío al que conoció delante de mis narices.

De todos modos, no estaba triste, furioso ni celoso, pues los años transcurridos me habían hecho olvidar (o eso creía) aquella amistad tan especial con ella y además yo había hecho mi vida sin siquiera recordarla durante meses. Lo que me ocurrió fue una especie de “flashback” tan fuerte que me devolvió de golpe a aquellos años felices.

Lo peor de este “retorno al pasado” que os comento es que no fui capaz de reaccionar y pedirle a Cristina una dirección de e-mail o un número de teléfono para estar en contacto. Me da mucha rabia porque si mañana me la encontrara le contaría todo esto sin dudar ni un momento y le diría que me encantaría que estuviéramos en contacto para recordar aquellos años pasados; pero algo me dice que puede que tengan que pasar otros quince años para que nos volvamos a encontrar y a lo mejor entonces me cuenta alguna otra cosa que me devuelva de nuevo a aquellas primeras sensaciones que la gente se empeña en llamar amor.

Quince años después

Dieciseis años después de la fotografía original

Alicia en su país de las maravillas

Alicia entra cada mañana en su particular país de las maravillas para quedarse en él durante ocho horas. Un tiempo en el que se ve rodeada de gente con prisa, cestas que se vacían con la misma rapidez con la que se llenan y estanterías repletas de productos condenados por fechas de caducidad.

Cada día puedes encontrarte a Alicia en un rincón diferente de su segundo hogar, pero lejos de caer en la monotonía siempre la verás con una sonrisa en la cara. No importa si va vestida con su uniforme verde y amarillo o si se pone un delantal y unas botas de agua dispuesta a pasar frío en una cámara frigorífica: ella siempre se lo toma todo con alegría y ve la vida pasar ante sus ojos mientras los demás nos damos cuenta de que encontrar un oasis en medio del desierto es algo muy poco habitual.

Por desgracia la ciudad impone su ritmo frenético a las cosas y nadie está dispuesto a perder un segundo más de lo estrictamente necesario en los quehaceres cotidianos. Bajar al supermercado suele ser una colección de caras largas, muecas de indiferencia y frases prefabricadas; y precisamente por eso encontrar un gesto de espontaneidad en un entorno así es algo de agradecer por parte de aquellos que buscamos la felicidad en las pequeñas cosas que nos rodean.

Ticket

Campos y más campos…

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Cuando estás en medio de un inmenso trigal te das cuenta de lo realmente grande que es un país. Y no hablo de «grande» en sentido político o económico, sino estrictamente físico. A uno la ciudad le parece de una extensión inmensa, pero al salir de ella es cuando se da cuenta de que el espacio que hay entre las ciudades sí que es realmente enorme.

Tal vez a ras de suelo no sea sencillo apreciar tal cosa, pero por suerte hoy en día tenemos herramientas como Google Maps o Google Earth (de las que pienso hablaros extensamente otro día) que nos permiten tener el mundo al alcance del ratón.

Cierto es que nos estamos cargando el planeta, pero al menos todavía quedan muchos rincones en los que la mano del hombre aún no se ha hecho notar.