En mi reciente visita a Valencia me encontré con una escena que no consigo sacarme de la cabeza y que en cuanto la vi supe que daría lugar a una buena fotografía.
Esta pared llena de manos no es producto de ninguna manifestación ni se trata de la obra de algún artista vanguardista. Lo que veis en la imagen que ilustra esta entrada no son más que las palmas de decenas de niños que, usando una de las paredes del gigantesco Gulliver del que ya os hablé, juegan a ver quién es capaz de llegar más alto saltando.
Lo más interesante es que no hay un bote de pintura para esto ni ningún cartel que indique nada; y es que para dejar ahí su marca los niños se embadurnan las manos con el polvo blanco que desprende la arena que cubre el suelo del lugar y a continuación intentan dar el salto más grande de sus vidas. Y la cosa ha calado tanto que, por lo visto, se ha convertido en una especie de tradición no escrita que cuenta con multitud de adeptos.
Como os digo, me llama mucho la atención esto que os cuento por dos motivos: por ser un hecho espontáneo e improvisado y también porque la imagen que capté, fuera de su contexto, tiene un toque dramático con todas esas manos blancas tapizando la pared.