El pasado domingo desperté y me resultó extraño escuchar tan sólo el leve rumor del mar. Por primera vez desde hace más de dos meses no había niños gritando, gente dándose los buenos días en el portal, televisiones a todo volumen o ruido de cucharillas agitando el café del desayuno. Por la ventana de mi habitación sólo se escuchaba el lejano batir de las olas y aproveché para saborear durante unos minutos esa reconfortante sensación.
De año en año uno casi se olvida del aluvión de gente que viene en julio y se marcha en agosto; pero de verdad que es impresionante ver cómo esas mismas calles desiertas a cualquier hora se convierten durante unas semanas en una auténtica marea humana. Algo que, obviamente, es bueno para el comercio, el turismo y la economía local; pero que nos vuelve locos a los que trabajamos aquí durante los doce meses del año y experimentamos de la noche a la mañana ese brutal cambio de ritmo.
Todo se dispara durante el verano: las colas para comprar el pan, el consumo de agua, los atascos, el agobio en la playa, el tiempo de espera para que venga un fontanero… Consecuencias lógicas de multiplicar por diez una población que durante el invierno no representa ni el 5% de la que vive en Alcalá de Henares.
Pero ahora ya se fueron casi todos. Volvemos a ser aquí los cuatro gatos de siempre. El escenario es el mismo, el tiempo sigue siendo casi igual de bueno (si bien las primeras lluvias tras el estío amenazan desde el interior de la provincia) y la tranquilidad es la reina del baile de Oropesa del mar.
Durante todo el verano no he podido permitírmelo; pero ahora nada me impide detenerme a contemplar durante un rato esa tranquilidad que desprende la costa cuando se queda en completa soledad.
Adoro el otoño.