Dar el salto

En mi reciente visita a Valencia me encontré con una escena que no consigo sacarme de la cabeza y que en cuanto la vi supe que daría lugar a una buena fotografía.

Manos blancas

Esta pared llena de manos no es producto de ninguna manifestación ni se trata de la obra de algún artista vanguardista. Lo que veis en la imagen que ilustra esta entrada no son más que las palmas de decenas de niños que, usando una de las paredes del gigantesco Gulliver del que ya os hablé, juegan a ver quién es capaz de llegar más alto saltando.

Lo más interesante es que no hay un bote de pintura para esto ni ningún cartel que indique nada; y es que para dejar ahí su marca los niños se embadurnan las manos con el polvo blanco que desprende la arena que cubre el suelo del lugar y a continuación intentan dar el salto más grande de sus vidas. Y la cosa ha calado tanto que, por lo visto, se ha convertido en una especie de tradición no escrita que cuenta con multitud de adeptos.

Como os digo, me llama mucho la atención esto que os cuento por dos motivos: por ser un hecho espontáneo e improvisado y también porque la imagen que capté, fuera de su contexto, tiene un toque dramático con todas esas manos blancas tapizando la pared.

Aquellos aterradores tubos verdes

La respiración del suelo

Cuando era pequeño estos tubos nos infundían un gran temor a todos los niños del barrio. El simple hecho de pasar cerca de ellos disparaba la imaginación y nos hacían pensar en historias de cavernas subterráneas llenas de murciélagos hambrientos y criaturas que se arrastran por un suelo húmedo que nunca había visto la luz del sol.

Además, si aguzabas el oído podías escuchar un susurro que provenía de Dios sabe dónde cuando te acercabas a ellos. Algo parecido al aliento de un dragón furioso que una noche saldría de allí y nos achicharraría a todos. Si aquellos misteriosos tubos fueran un elemento estático y silencioso podría asumirse incluso que podría ser una extraña escultura; pero la perpetua actividad en su interior era una prueba irrefutable de que bajo aquel jardín había algo que ninguno de nosotros conocía.

El día que me enteré de que no eran más que el respiradero de un aparcamiento subterráneo me sentí aliviado, pero desde ese preciso instante los aterradores tubos de color verde perdieron todo su atractivo y pasaron a ser un elemento más del paisaje urbano.

El maldito juego de la silla

No sé vosotros, pero yo odiaba a muerte el famoso «juego de la silla» cuando iba al colegio. Supongo que lo conoceréis: se hace una especie de corro rodeando unas sillas (si hay N niños se emplean N-1 sillas, por expresarlo matemáticamente) y suena una música. Cuando esta se calla los niños se sientan rápidamente en las sillas, quedando eliminado aquel que se quede de pie.

silla

Pues bien… ¡el maldito juego era infinitamente cruel con los niños! Yo no sé si los profesores se daban cuenta el tema entonces, pero el niño que se quedaba de pie (que en muchas ocasiones era yo) era objeto de mofa por parte de todos los que sí habían conseguido sentarse. Imaginaos un montón Nelsons (concretamente N-1) estirando su dedo índice hacia vosotros y exclamando un sonoro «¡Ha-Ha!».

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En serio, no creo yo que hoy en día los psicólogos de los colegios recomienden este juego, porque eramos unos cuantos los eliminados a las primeras de cambio mientras que la gloria de la victoria final (cuando N=2 y se calla la música definitivamente) siempre se la llevaba el mismo chico de clase que también era un as en baloncesto, jugando a las chapas y corriendo en la pista de atletismo.

Y bueno, lo mismo os diría de las humillantes configuraciones de equipos a la hora de jugar al fútbol en el recreo; pues los capitanes siempre elegían en las primeras rondas a los que destacaban en este deporte y al final nos quedábamos siempre esperando los que no pasábamos del seis en educación física sintiéndonos como las migajas del mantel.

¡Qué tiempos aquellos los salvajes años 80…!

La casa del loco

Todos los alcalaínos que ahora tenemos entre veinte y treinta años y hemos pasado nuestra infancia en el barrio de Nueva Alcalá tenemos claro cuál es el lugar más tenebroso de la ciudad: la casa del loco. Un lugar ahora en ruinas y lleno de graffitis cuyo interior albergaba secretos que sólo los más valientes se atrevieron a descubrir en los joviales tiempos del colegio, pues la mayoría de nosotros habíamos escuchado historias tan terroríficas sobre ese lugar que jamás nos atrevimos a poner un pie ni siquiera en sus inmediaciones.

La casa del loco (II)

Lo que se conoce en Alcalá de Henares como «la casa del loco» no es más que un viejo caserón en las inmediaciones de Nueva Alcalá (concretamente frente al túnel que da entrada al parque de La Chopera) que desde hace muchos años está completamente abandonado y semiderruido tal y como muestra Google Maps. Si os fijáis en las fotos que ilustran esta entrada, las paredes están llenas de grandes agujeros y plagadas de graffitis; tampoco hay tejado bajo el que guarecerse en ese lugar que, por lo tanto, es poco más que un montón de piedras dejadas de la mano de Dios en medio de un campo de cultivo sin utilidad alguna hoy en día, pues la hierba crece a sus anchas sin nadie que cuide de esos terrenos junto al río.

El lugar, visto fríamente no es capaz de infundir ningún temor a nadie; y menos aún viendo la alegre y multicolor capa de pintura que cubre con enormes letras los muros del lugar. Sin embargo, todavía no he olvidado las historias que se contaban en el colegio sobre ese sitio: que si en ella vivía un psicópata, que si estaba lleno de drogadictos, que si había perros rabiosos, que si habían desaparecido no se cuántos niños en su interior… Y aunque todo aquello no era más que el producto de la calenturienta mente de los niños de la EGB, la primera de esas leyendas era la que daba su denominación al lugar, y aunque hay que reconocer que estaba muy exagerada, sí que era la única que poseía una cierta veracidad.

La casa del loco (I)

Muchos años después de haber dejado atrás la época del colegio me enteré de que en aquel oscuro lugar malvivía un hombre al que siempre veía rebuscar por los cubos de basura del barrio. Aquel tipo no hablaba; sólo extendía la mano para pedir unas monedas y emitía aullidos cada vez que alguien le decía cualquier cosa, sacando a continuación del carro que siempre le acompañaba una barra de metal que agitaba en el aire a modo de contundente amenaza.

Esa persona era Cipriano; más conocido como «El Cipri» por los chavales del barrio. Él era el que daba su nombre a aquel lugar misterioso; él era «el loco». Pero la historia de Cipriano no tiene que ver con crímenes, rituales demoníacos ni nada que se le parezca. Cipriano sólo buscaba cobijo en aquella casa y quería que le dejaran vivir en paz; que no se metieran con él. De hecho, lo que no mucha gente sabe es que «El Cipri» tenía un montón de dinero en el banco y que era una persona como otra cualquiera hasta que  una enfermedad mental le hizo lanzarse a la calle para llevar una vida vagabunda llena de miseria y suciedad.

La casa del loco (III)

Sé del pasado de Cipriano de buena tinta porque da la casualidad de que el padre de un buen amigo mío lleva toda la vida viviendo aquí y le conocía cuando era una vecino como otro cualquiera. De hecho, hay una anécdota muy buena sobre esto en la que un conocido de esta persona que os digo hace muchos años vio a Cipriano y sintiendo pena por él le dio 100 pesetas al ver su mano extendida. Cuando unos segundos después el padre de mi amigo le dijo que ese tío seguramente tenía más dinero que él en el banco, éste se indignó y se pensó un par de veces volver calle arriba para pedirle sus veinte duros a Cipri; y aunque finalmente lo dejó correr, tardó un buen rato en cambiar el gesto de sorpresa que se le quedó en la cara ante aquella sorprendente revelación.

En la casa del loco no se cocinaban niños, no era una puerta al infierno y tampoco salían zombies a medianoche por debajo del puente que da acceso al lugar. En aquel edificio en ruinas sólo había un pobre hombre que sobrevivía a costa de lo que encontraba en los cubos de basura y que un buen día desapareció sin dejar rastro. No sé qué habrá sido de Cipriano, pero sin él la casa del loco ya no merece seguir llevando ese nombre, pues él se lo dio y él se lo llevó junto a todas las cosas que siempre guardaba en aquel carro chirriante.

She's coming home

Actualización 29/03/2009: Añado algunas fotografías nuevas del lugar (estas un poco más «tétricas» por estar el día bastante nublado).

La casa del loco (V)

La casa del loco (IV)

La casa del loco (VII)

La casa del loco (VI)

Los niños de hoy y los columpios de ayer

Recuerdo que de pequeño ir al parque a jugar era sinónimo de mercromina en las rodillas; y menos mal que en casa había mercromina, porque no me quiero imaginar el dolor de aquellos aparatosos raspones rociados con el temido alcohol del botiquín.

El caso es que hace unas semanas, viendo un mini-parque infantil en Oropesa del Mar, se me venían a la cabeza esas imágenes de mi propia niñez en las que jugando en el parque de al lado de casa pegabas un patinazo y gracias a la gravilla que se estilaba en aquellos años te asegurabas un buen raspón en las rodillas con un sangrado instantáneo, espectacular y abundante.

Jugar en el parque con tus amigos te curtía, te hacía un tipo duro que jamás lloraría ante una caída de las características antes descritas porque sería tildado de afeminado por sus compañeros durante toda su existencia (los niños son crueles y hacen circular los rumores más rápido que la pólvora). Del mismo modo, pasar sobre el típico arco de tubos de metal o ponerse de pie sobre aquellas barras parelelas de frío acero eran ejercicios de riesgo ante los que cualquier padre actual se horrorizaría. Y no digamos el encerrarnos en aquellas extrañas construcciones tubulares de colores sin forma definida en las que trepabas hasta ponerte en cualquier postura imaginable y en las que el resbalón de una mano implicaba una segura y urgente visita al dentista.

Columpios clásicos

Sin embargo, ahora los parques para los niños están tapizados con una especie de suelo fabricado a base de goma elástica en el que es casi imposible hacerse daño. Ya no hay manera de hacerse una brecha en la frente al caerse desde lo alto del tobogán así como no hay modo alguno de dejarse la palma de la mano en el suelo al caerse de la bici. Cosas cotidianas que a la gente de mi generación nos han marcado la infancia y hemos crecido con ellas alegremente sin más contratiempo que los primeros auxilios en casa a cargo de nuestras madres, que parecen tener genes de enfermeras, dicho sea de paso.

Del mismo modo, los columpios de ahora están pensados para que los niños no se puedan hacer ningún daño al jugar en ellos; cosa que los de antaño no tenían en cuenta para nada. Entonces estaban de moda los tubos de acero, las bisagras chirriantes y llenas de grasa así como los neumáticos atados con cadenas. Todavía recuerdo los gritos de mi madre al comprobar que me había enganchado una manga del jersey en la articulación del balancín o que me había enganchado las zapatillas nuevas en ese saliente de acero que remataba el último peldaño de la escalera del tobogán.

Es de agradecer que la seguridad llegue a todos los ámbitos de la sociedad, pero creo que los parques infantiles han perdido un poco el puntito de «aventura» que tenían en los años 80. Está bien que los niños no se machaquen las rodillas al primer patinazo, pero ese suelo parece estar más bien diseñado para que si al chaval de turno se le cae la PSP al suelo no se le parta por la mitad.

Parque acolchado

Lo que me entristece es que estos niños que ahora juegan auspiciados bajo la seguridad de estos suelos de goma jamás sabrán lo que es caerse de rodillas jugando al pilla-pilla vistiendo pantalones cortos. Si en la vida se aprende a base de palos, muchos niños de hoy tendrán grandes lagunas el día de mañana.