Será por la época en la que estamos o porque ya me empiezan a quedar lejos los años de la universidad; pero cuando voy por la calle y escucho a la gente hablando de exámenes no puedo evitar que a mi mente vengan un montón de recuerdos.
Si os hablo desde mi punto de vista, he de decir que me acuerdo del primer año de carrera; y más concretamente del primer examen. Ese que, acostumbrado al ritmo del instituto, te pilla con la guardia cambiada y el dos y medio que sacas duele como una patada en la espinilla. Sin embargo, ese primer batacazo es necesario (y casi diría que hasta obligatorio) porque en ese momento te das cuenta de que lo que necesita un ingeniero es afrontar las cosas de otro modo.
Y es verdad que de ese primer examen al que me refería antes sales cabreadísimo porque te pidieron contar hasta un millón cuando sólo te han enseñado los números del uno al diez; pero es que ese será el plan durante toda la carrera. Y el segundo batacazo sabe todavía peor porque esta vez habías pasado decenas de horas pegado a los apuntes, y en el tercero te llegan las dudas, el «tenía que haber ido por letras», el «con lo bien que estaría yo siendo jardinero» y el «esto no es para mí»…
Muchos abandonarán en ese punto; otros más adelante. Pero si perseveras verás como poco a poco y casi sin darte cuenta vas cambiando tu mentalidad y empiezas a ver el mundo de otro modo, porque es verdad que en la universidad se imparten una serie de materias; pero por encima de todo se enseña un modo de pensar: a dividir un gran problema en pequeños problemas más sencillos de resolver y que al final hemos de encajar como si de un puzzle se tratara.
Obviamente, dar una materia es algo sencillo cuando se tienen los conocimientos de la misma; pero ahí es donde fracasan muchos profesores, que parecen estar ahí porque alguien les ha obligado a ello sin mostrar en ningún momento ganas de instruir o pasión por la asignatura impartida. Por supuesto, os enseñarán a hacer integrales, a calcular un campo magnético o a diseñar un circuito sumador; pero esto es algo que también podemos hacer nosotros mismos en casa con la ayuda de un buen libro y una pizca de curiosidad innata. Estos profesores que os digo (y me encontré con unos cuantos a lo largo de la carrera) eran personajes de la facultad que iban a de un aula a otra, se subían a la tarima y daban clase mirando al extintor de la pared del fondo esquivando así las miradas de todos los presentes.
Sin embargo, había otros profesores que se apasionaban con su trabajo: que se sentaban en la mesa del laboratorio para contarte que cuando eran pequeños la tensión en su casa era de 110 voltios, que te explicaban que cuando se acerca una tormenta los caballos agachan las orejas para evitar atraer los rayos, que se les iluminaba la mirada cuando ibas a su tutoría a plantear alguna duda… De esos son de los que más me acuerdo y también de los que más cosas aprendí.
De nada sirve tener muchos conocimientos metidos en la cabeza si uno no es capaz de transmitirlos a su audiencia de un modo ameno e interesante. Tal vez una de tantas revoluciones que necesita la universidad ahora que corren tiempos complicados sea tener un profesorado capaz de mostrar a sus alumnos algo de pasión por lo que hacen.