Hacía tiempo (bastante, además) que no me lo pasaba tan bien cómo esta tarde. Ahora mismo me duelen los pies de correr entre pedregales, tengo un corte en un dedo de la mano derecha que me escuece bastante y he pasado más calor que si hubiera estado una semana en el Sahara; pero he de reconocer que lo que ahora os voy a contar ha merecido la pena y ha sido toda una experiencia.
Todo comenzó ayer, cuando Joe me llamó por teléfono a primera hora de la tarde para proponerme comprar un avión de aeromodelismo a medias y así comprobar qué tal se nos daba el tema. El caso es que me pareció una idea bastante buena, de modo que nos acercamos a una tienda especializada en estas cosas y salimos de allí con un modelo muy sencillo impulsado por un par de motores eléctricos y, se supone, bastante sencillo de manejar. Por cierto, hemos decido bautizarlo con el nombre de Diploya.
De vuelta a casa de Joe lo montamos en poco menos de una hora y dejamos las baterías cargando, lo que nos obligó a postergar al día de hoy el estreno del avión. Y claro, con lo deseosos que estábamos los dos de probar qué tal iba «nuestro nuevo juguete» nada más terminar de comer pusimos rumbo al Cerro del Viso con el avión en el maletero y un montón de dudas e hipótesis sobre su manejo.
En teoría teníamos muy claro lo que había que hacer para que el avión despegara, volara y aterrizara; pero pronto comprobaríamos que sobre el terreno las cosas no iban a ser tan sencillas.
El caso es que tras unos vuelos de prueba sin motores para ver si las alas y demás elementos aerodinámicos estaban más o menos equilibrados, comenzamos a degustar ese extraño sabor de controlar un aparato en el aire. Los vuelos iniciales fueron básicamente dando tumbos de un lado a otro, pero poco a poco parece que le fuimos cogiendo el truco de tal forma que al final logramos trazadas cada vez más elaboradas y acrobacias dignas de la patrulla águila (bueno, puede que esté exagerando un poco xD ).