Radiografía de un edificio

Recuerdo que ya os hablé hace mucho tiempo de este edificio situado en la Puerta del Vado (más conocida entre los alcalainos como «la plaza de las cigüeñas») pero en esta ocasión me gustaría hacerlo desde un punto de vista más personal que en aquella ocasión.

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En esta manzana ahora en estado de ruina (de hecho está vallada y hay carteles que recomiendan no caminar junto a sus muros) había tres negocios durante los años en los que estuve asistiendo a clase en el cercano instituto Alonso Quijano en la segunda mitad de la década de los 90: una peluquería de caballeros, una tienda de frutos secos y el mítico bar Torrejonero. Vamos a hablar un poco de cada uno de ellos porque evocan en mí recuerdos muy variados:

Peluquería

De la peluquería (el último en cerrar de los tres negocios que os digo) recuerdo a un hombre que siempre estaba leyendo novelas de oeste en la puerta. Por su atuendo deduje que era el peluquero y aunque casi nunca había nadie allí cortándose el pelo siempre se le veía despreocupado mientras disfrutaba de sus aventuras de indios y vaqueros.

No sé si aquel hombre se jubilaría, trasladaría el negocio a otro lugar o simplemente cerró para dedicarse a otra cosa; pero estoy seguro de que la gente del portal que hay junto delante de aquel negocio le echarán de menos. porque al fin y al cabo le veían cada vez que bajaban a la calle

Frutos secos

Tampoco recuerdo el nombre de esta tienda de frutos secos (en el caso de que lo tuviera, que lo mismo ni eso) pero sí que sé que su mayor fuente de ingresos eramos los alumnos del Alonso Quijano que a la hora del recreo nos acercábamos a comprarnos una bolsa de «Jumpers» o una palmera de chocolate gigante.

Si mi mente no me traiciona, bajabas un par de escalones y aquello era una pequeña habitación de dos por dos sin apenas iluminación y llena de estanterías; y por la heterogeneidad de las personas que te atendían estoy casi seguro de que era un negocio familiar. Al igual que en el caso de la peluquería, supongo de que mucha gente echó de menos tener aquella tienda tan a mano para comprar una barra de pan o el paquete de tabaco.

Bar Torrejonero

Si a día de hoy te das una vuelta un sábado por la noche por lo que en su día se denominaba «la zona» comprobarás que aquello está más muerto que un salmón en una pescadería; pero eso no era así en la década de los 90, cuando aquellas calles eran el epicentro de la marcha nocturna de la ciudad y los numerosos bares que había por allí estaban tan abarrotados de gente que no había manera de entrar en ellos. Literalmente, no había hueco dentro para que entrara por la puerta ni una persona más, y es que en aquellos tiempos no había control de aforo como ahora.

La calle también era un hervidero de gente. De hecho, si se te ocurría ir en coche por esas calles en los días de marcha, para hacer un trayecto de 300 metros podías echar un buen rato, porque había tal cantidad de gente caminando por el asfalto que era muy complicado avanzar. Incluso recuerdo que a veces algún grupo numeroso algo achispado se plantaba en medio de la calle bloqueando el paso a los coches al grito de «¡El que no pite no pasa!» (y, efectivamente, como no pitaras, no pasabas). En fin, los años salvajes…

Todavía perviven algunos de aquellos bares; pero la gran mayoría acabó cerrando antes o después a medida que los gustos y costumbres de los veinteañeros fueron cambiando en el siglo XXI. Si sois de los que salíais por Alcalá hace dos décadas os sonarán nombres míticos como Tic-Tac, Akelarre, Jauja, Can-Can, As, La ruina, Giardino’s, La chopera (donde era típico celebrar los cumpleaños entre patatas bravas y minis variados), El parche, Tómbola, La corte, Copas Rotas, Inter, Bocco, La gatera, El botánico…

Y luego estaba el Torrejonero, que estaba algo más alejado del núcleo de «la zona» donde quedábamos al principio de la noche para jugar a a algo y tomar una Coca-Cola tranquilamente antes de dirigirnos hacia lugares con la música más alta y mucha más afluencia de público. Por la proximidad al instituto al que íbamos, era muy típico encontrarse allí con muchos compañeros tanto de la propia clase como de las otras; pero ya sabéis cómo iban las pandillas en aquella época y tan pronto con algunas de esas personas te abrazabas como si fueran amigos de toda la vida como con otras cruzabas una mirada desafiante y levantabas la barbilla a modo de saludo.

Del Torrejonero recuerdo lo cutre que era: el lugar era angosto, las paredes eran de lo más rústicas, había ventiladores hechos polvo en el techo para que circulara un poco el aire, una columna en el centro del local forrada de espejos… Pero pese a lo agobiante del lugar (en esa época se podía fumar en los bares y volvías a casa apestando a tabaco aunque no tocaras ni un cigarro) recuerdo noches súperdivertidas allí jugando al billar o al futbolín mientras planeábamos un futuro que en nada se parecería a lo que vino después.

Un día cualquiera, cuando ya había terminado mi época del instituto y estaba en la universidad, pasé una noche de fin de semana por delante del Torrejonero y me extrañó verlo cerrado. Poco a poco esa extrañeza inicial se tornó en costumbre y finalmente todos nosotros acabamos caminando frente a aquella puerta como si fuera un fantasma del pasado. Han tenido que pasar todos estos años para que la fuerza de los recuerdos ponga al Torrejonero en el lugar que se merece, que no es otro que el despertar de nuestra generación.

Todo esto, en un sólo edificio. ¿Cuántas historias quedan entre las paredes de tantos y tantos rincones de la ciudad?

El pasado de Oropesa en postales (IV)

Aunque posteriormente volveremos a la playa de La Concha (ya os advertí de que disponía de abundante material gráfico sobre esa zona) hoy me gustaría acercarme a otra playa de Oropesa donde verano tras verano se dan cita multitud de veraneantes: Morro de gos.

Playa morro de gos. Aprox 1990

Playa morro de gos. Aprox 1990

La playa de morro de gos es más larga y más estrecha que La Concha, discurriendo desde las faldas de la montañeta de San José hasta la desembocadura del río Chinchilla (a la altura de los primeros edificios de Marina D’or). Precisamente la postal que ilustra esta entrada está hecha desde un extremo de la playa observándose al fondo las primeras edificaciones de la famosa «ciudad de vacaciones».

Varias cosas me llaman la atención de esta imagen tomada hacia 1990. Por un lado está el mítico locutorio telefónico situado en la arena de la playa; y es que en aquella época dónde los teléfonos móviles eran cosa de películas de James Bond si quería hablar por teléfono y no tenías uno en casa sólo te quedaban dos opciones: o hacías cola en una cabina o te acercabas al locutorio para charlar un rato y pagar al salir.

Comentar también que en la postal se puede ver que no existía todavía el paseo marítimo que se construyó años después y que va precisamente desde el mencionado locutorio hasta el conocido Hotel Koral. Lo que había por aquel entonces no era más que una carretera de asfalto que se unía con la arena de la playa sin acera alguna por la que pudiera transitar la gente. Y es que ya os dije que por estos años Oropesa pasó de ser un pueblecito costero casi desconocido a uno de los puntos fuertes del turismo en España.

Otros pequeños detalles que podemos apreciar son los coches de la época (Renault 11, Seat Ritmo…) o las papeleras, y es que siendo estas últimas todas azules implica que no se hacía recogida selectiva de residuos como en la actualidad, dónde hay recipientes de tantos colores como tipos de residuos se recogen.

En cuanto a los edificios presentes en la imagen, podemos apreciar que hasta llegar al hotel Koral el paisaje urbano apenas ha variado, ya que al estar casi toda la primera línea ya edificada pocas modificaciones se han podido hacer desde entonces. Sin embargo, en el tramo que existe entre el citado hotel Koral y la urbanización Marina D’or sí que crecieron en los años siguientes grandes edificios de extrañas formas geométricas.

El pub «El molí» de Oropesa del Mar

NOTA: me dicen en los comentarios que el pub sigue abierto; y aunque el aspecto de su terraza de a entender justo lo contrario, no tengo motivos para pensar que esa afirmación sea inventada. Sea como sea, si el pub sigue abierto yo me alegro sinceramente por ello, pues no me gusta que cierren negocios que llevan toda una vida dando servicio a la gente.

Tengo algún vago recuerdo del pub «El Molí» de Oropesa del Mar; supongo que de finales de los 90 cuando solía salir de marcha con mi grupo de amigos por algunos de los numerosos locales de ocio que por aquellos años había en esta localidad donde ahora vivo y trabajo.

Aquellos tiempos de pelo largo...

Lo recuerdo como un lugar tranquilo en el que podías charlar tranquilamente en su terraza cuando el calor apretaba en las noches de verano; si bien la pega que tenía es que estaba situado en el casco urbano del pueblo y a los que teníamos el apartamento en la zona de la playa no nos apetecía mucho caminar hasta allí, de modo que al final solíamos frecuentar otros locales más próximos como Roxanne, La bohemia, Marengo o el mítico Coco-Surf.

Y no sé por qué, pero ahora mismo se me viene a la memoria cómo nos reíamos de uno de los miembros de aquella pandilla que siempre se refería a este tipo de bares como «paf» sin hacer caso de nuestros consejos para que no pronunciara aquello como si se tratara de la onomatopeya de una bofetada. También me acuerdo ahora de que por aquellos tiempos algunos de nosotros ya teníamos la edad suficiente como para entrar en los bares y otros no; de modo que siempre estaba la inquietud de saber si el portero de turno dejaría a alguno en la calle o haría la vista gorda (que, dicho sea de paso, era lo habitual).

El caso es que cuando esta mañana paseaba por el pueblo con mi cámara en la mano y me encontré abierta la puerta de la terraza de El molí no me lo pensé dos veces y entré con intención de hacer unas fotos, pues ya sabéis lo mucho que me atraen los lugares abandonados. Cierto es que después de la experiencia perruna de aquella casa vieja cerca de la carretera me lo pienso mucho antes de husmear en algún sitio aparentemente deshabitado, pero esta vez lo vi claro y me animé a ir en busca de signos que denoten el paso del tiempo.

Pub El Molí

Pub El Molí

Pub El Molí

Pub El Molí

Pub El Molí

Pub El Molí

Pub El Molí

Como podéis ver, el sitio no es que lleve cerrado uno o dos meses, pues la presencia masiva de óxido así como la «misteriosa desaparición» de todo aquello que pudiera tener un mínimo de valor (grifos, lámparas…) demuestra que hace tiempo que aquello no funciona.

No sé si el pub cerraría hace dos, cinco o diez años; pero al menos los minutos que pasé entre sus restos me trajeron buenos recuerdos de épocas pasadas.

La calle del Astor hace diecisiete años

Ya sabéis lo mucho que me llama la atención todo lo relacionado con el paso del tiempo y el efecto que tiene en los lugares; de modo que hoy me gustaría hablaros de un rincón de Oropesa del mar al que solíamos en bicicleta ir mis amigos y yo a mediados de los noventa. Se trata de la calle del Astor, que cuenta con un fuerte desnivel en el que podías alcanzar grandes velocidades sin correr peligro de que te atropellara un coche gracias a la gran visibilidad que había.

Calle del Astor (1994)

Como podéis apreciar en esta foto que hice durante el verano de 1994, en dicha calle no existía vivienda alguna y, de hecho, no había ninguna construida entre este lugar y el pueblo de Oropesa que se divisa al fondo; consistiendo toda esta extensión en campos de almendros.

Cierto es que aquellos campos parecían estar medio abandonados porque recuerdo que año tras año se acumulaban las almendras en el suelo sin que nadie (al margen de la gente que pasaba por allí) se preocupara de recolectarlas para sacar así un dinero. Sin embargo, reconozco que descubrí con sorpresa hace cerca de una década que la zona se había parcelado y empezaban a levantarse multitud de viviendas unifamiliares hasta el punto de que hoy en día el aspecto de este lugar es radicalmente distinto como podéis apreciar en la siguiente imagen:

Calle del Astor (2011)

Obviamente han pasado casi dos décadas y es normal que durante todo este tiempo las casas hayan florecido como las setas en otoño (sobre todo en localidades turísticas como esta) pero no me negaréis que es curioso ver en un par de imágenes diecisiete años de evolución. Por cierto, atención a la caja del contador eléctrico que hay en la parte izquierda de la fotografía, porque aunque se le haya aplicado un lavado de cara, sigue siendo estando exactamente en el mismo lugar.

Hoy he cumplido uno de mis sueños fotográficos

Cuando me planteé los requisitos que debería de cumplir la sustituta de mi fiel D40, uno de los más importantes (tal vez el que más) era que contara con motor de enfoque en el cuerpo para mantener plena compatibilidad con ópticas de tipo AF y así abrir mi abanico de objetivos a modelos antiguos pero muy efectivos.

Como ya sabréis, todo lo que hago tiene un fin. No sé si es mentalidad ingenieril o se trata simplemente de mi manera práctica de ver las cosas; pero nada es casual y hoy por fin ha llegado a mis manos una óptica que ya tenía en mente cuando di el salto a la D300.

Creo recordar que hace ya tiempo comenté algo acerca de que uno de mis «sueños fotográficos» era tener un teleobjetivo Nikon f/2.8; pero también es verdad que no estaba dispuesto a dejarme 2000 euros en un 70-200 VR II y el resto de marcas (Sigma, Tokina, Tamron) nunca me han dado tanta confianza como la propia Nikon a la hora de fabricar ópticas. Por eso, ya con la nueva cámara en mis manos, comencé a buscar sin prisa pero sin pausa un objetivo mítico dentro del catálogo del fabricante japonés al que tenía unas ganas tremendas: el AF Nikkor ED 80-200mm f/2.8 D que os presento en esta imagen tomada rápidamente con mi móvil junto al veterano Nikon AF 50mm f/1.8 D para que os hagáis una idea de sus dimensiones:

Se trata de un teleobjetivo de gama profesional fabricado a mediados de los años 90 y antecesor de los actuales 70-200 f/2.8. No cuenta con sistema de estabilización ni enfoque por motores ultrasónicos, pero tiene una construcción a prueba de bombas (cuerpo completamente metálico), una luminosidad que me vendrá de perlas la próxima vez que vaya a fotografiar una obra de teatro y una capacidad de desenfocar los fondos que me permitirá retratar de un modo muy especial los rincones por los que vaya pasando.

Obviamente se trata de un objetivo que también tiene sus defectos; y es que el enfoque no es tan rápido como en los modernos teleobjetivos AF-S y no se trata de una óptica para llevar todo el día montada en la cámara debido a sus 1450 gramos de peso y lo mucho que llama la atención de la gente con sólo sacarlo de su estuche. Sin embargo, para el tipo de fotografía tranquila que me gusta hacer estoy seguro de que será un fiel compañero que me dará muchas imágenes inolvidables.

Pero todo esto es sobre el papel; porque ya os digo que el objetivo acaba de llegar a mis manos y todavía no he tenido ocasión de probarlo. Será a lo largo de las próximas semanas cuando vaya haciendo uso de él y saque mis propias conclusiones que, antes o después, os contaré por aquí. De momento voy a pedir prestada una carretilla para poder meterlo en el maletero del coche y llevarlo hasta mi casa…  😀

Los recuerdos del L’Atall

Durante los días que pasé recientemente en Oropesa del Mar hubo una tarde en la que me puse a caminar hasta llegar al inicio del camino L’Atall». Allí, a apenas unos metros del nuevo centro médico recién inaugurado distinguí un edificio que me transportó a aquellos años en los que compartía mañanas, tardes y noches de verano con mis amigos y que tan atrás parecen haber quedado ya.

Cine L'Atall

El cine L’Atall cerró hace ya varios años y daba por hecho que habría sido derribado para construir en su lugar algún edificio de apartamentos como ha ocurrido con buena parte de los terrenos que rodean a esta localidad castellonense. Desde principios de los 90, el perfil de esta zona costera ha cambiado radicalmente y ya nadie se extraña si de un año para otro ha aparecido alguna nueva mole de ladrillos en cualquier lugar.

En Oropesa llegó a haber tres salas de cine por aquellas épocas. Bueno, llamarlas salas no es del todo correcto porque en realidad dos de ellas eran terrazas al aire libre y la tercera (situada muy cerca de la plaza del pueblo) añadía una zona cerrada que se utilizaba durante el invierno. En aquellos cines vi varias películas de la época con mis amigos, pero de la sesión que más recuerdos guardo fue la de aquella noche de 1990 en la que fuimos a ver La Sirenita precisamente en ese cine que podéis ver en la foto de ahí arriba.

A nuestras edades (yo tenía 10 años por aquel entonces) jamás se nos hubiera ocurrido ir caminando en plena noche por el borde de la carretera que sale del pueblo hasta alcanzar esa verja metálica que franquea la entrada al recinto, de modo que la madre de una de las chicas de la pandilla se ofreció a llevarnos en coche, metiéndonos un total de ocho personas en un Seat Ibiza de la época. Una vez allí, salimos a presión de aquel coche, vimos la película y al término de la misma volvimos a repetir la maniobra de acoplamiento para poder entrar todos en aquel coche tan pequeño. Y menos mal que eramos todos bastante delgados y no excesivamente altos, porque si no a alguno le hubiera tocado ir en el maletero.

De la película la verdad es que no recuerdo gran cosa; pero sí que ha vuelto varias veces a mi memoria aquella sensación tan aventurera que suponía ir al cine L’Atall. Aquella noche fue la última vez que vi una película sentado en sus butacas porque en los años posteriores los integrantes de aquella pandilla fuimos separándonos poco a poco y cuando quise darme cuenta me enteré de que el cine había cerrado sus puertas.

Por eso me sorprendió tanto descubrir que, pese a tener sus puertas ocultas bajo gruesos tablones de madera y ver crecer las hierbas sin control en la explanada donde la gente hacía cola para comprar las entradas, el edificio estaba prácticamente intacto.

Mirándolo detenidamente me pareció volver a aquellos años locos donde cada pequeña experiencia que se saliera de lo normal era para nosotros toda una hazaña; y os aseguro que sentir algo así, aunque sólo sea por un segundo, es algo muy grande.