
Fue su forma de caminar lo que me llamó la atención. Hacía una mañana fantástica, y mientras hacía algunas fotografías de la estatua de Cervantes me fijé en que aquella chica parecía flotar sobre sus zapatos rojos. A veces las cosas más espectaculares pasan completamente desapercibidas ante mis ojos, pero cada día me encuentro con decenas de pequeños detalles que no puedo dejar de mirar; y el caso es que tanto me llamaron la atención aquellos elegantes andares que al momento se dio cuenta de que estaba clavando mis ojos sobre ella sin ningún disimulo.
Nada más percatarse de mi presencia cambió el rumbo de sus pasos para dirigirse directamente hacia donde yo estaba sin dejar de observarme, lo que hizo que el pulso se me acelerara considerablemente. Estando ya muy cerca de mí pude distinguir unos preciosos ojos verdes que daban dos pinceladas de color a un rostro de porcelana. Se detuvo apenas a medio metro y sonriendo dijo:
– Perdona, ¿eres Luis?
– Ehmmm… sí, soy yo – respondí sin saber muy bien por qué aquella chica conocía mi nombre. Supuse que sería por el blog, por Flickr o algo así; pero antes de que tuviera ocasión de indagar tomó ella la palabra.
– Soy Paloma – me dijo al tiempo que me plantaba un beso en cada mejilla y me envolvía un suave aroma a vainilla. – Uf, creí que no vendrías. A última hora estaba a punto de echarme atrás, pero me dije: «Bueno, yo voy a ir, y si no se presenta él al menos tendré la conciencia tranquila». Tenía muchas ganas de conocerte – confesó – Después de tantas charlas por el Messenger ya era hora de que nos viéramos, ¿no?
Hablaba a toda velocidad y atropellando unas palabras con otras. Se notaba que estaba bastante nerviosa porque no paraba de mover las manos y se le escapaba alguna risa floja después de cada frase. Yo no entendía muy bien lo que estaba pasando: no conocía a ninguna chica llamada Paloma y además llevaba años sin usar el odioso Messenger. En cualquier caso, decidí seguirle un poco la corriente porque se la veía tan radiante de alegría que me daba un poco de pena cortar de raíz aquel momento tan curioso.
– Pues sí, algún día teníamos que encontrarnos – respondí sin saber si Paloma me conocía en realidad o era una lunática que pretendía meterme en algún lío extraño – Ya tenía ganas de poder saludarte en persona, sin ordenadores de por medio; y mira, llegó el gran día – me aventuré a improvisar.
– Me alegro de que digas eso, porque con lo que me costó que aceptaras este encuentro creí que no aparecerías. Siendo tan tímido pensé que me habrías dicho que sí para que no te diera más la lata con el tema. Por eso me sorprendí tanto cuando te vi ahí de pie. Por cierto, no sabía que eras fotógrafo – dijo señalando mi cámara.
– Y no lo soy. De hecho estoy empezando como quien dice – afirmé al tiempo que me daba cuenta de que en realidad Paloma nunca había visitado mi blog ni sabía de esa afición por la fotografía que saco a relucir en todo lo que hago.
– Pues ya me podías haber mandado alguna foto tuya; seguro que las haces muy bonitas. Y además, eres muy guapo…
Con el segundo de silencio que se creó tras aquella frase Paloma se sonrojó un poco. Eso me hizo darme cuenta de que era tímida y que, sin duda, aquel paso que había dado queriendo conocerme en persona tuvo que ser algo bastante costoso para ella.
Sin embargo, aquello no me cuadraba por ningún lado: Paloma hablaba de charlas por Internet que yo no recordaba en absoluto y además no conocía mi afición por la fotografía; algo que toda persona que sabe mínimamente de mí habrá notado alguna vez. Tenía la sensación de que Paloma se estaba equivocando de persona, algo que se confirmó segundos después.
– Bueno, dijiste que conocías un sitio muy chulo para ir a tomar algo. ¿Dónde me vas a llevar?
Yo no sabía dónde me conduciría nuestra extraña conversación, pero aquella muchacha tenía algo que me hacía no querer terminar con la manifiesta equivocación. Estaba claro que no había hablado con ella en mi vida, ni en persona ni por Internet, y que el Luis con el que había quedado era otro; pero por extrañas circunstancias ella pensó que la persona que estuvo todo el tiempo al otro lado del ordenador era aquel chico que minutos antes hacía fotos a Cervantes.
– Podemos ir al café Renacimiento. Es una antigua iglesia que restauraron y en la que hace tiempo hubo una discoteca. El efecto de estar sentados bajo su torre es bastante curioso. A mí me encanta ese sitio, ¿no lo conoces?
Abrió los ojos como platos sorprendida por la descripción del lugar y dijo que no había estado nunca allí, así que guardé mi cámara en la bolsa y recorrimos la calle Libreros con paso lento mientras hablábamos de cosas intrascendentes. No podía preguntarle por temas de estudios, trabajo ni nada parecido porque era muy posible que hubiera hablado mil veces de ello con su auténtica cita y quedara en evidencia, así que bajo un manto de timidez fui dejando que fuera ella quien sacara a la luz casi todos los temas de conversacion.
Criticando el tráfico del centro de la ciudad y mostrando extrañeza por el buen tiempo reinante esos días llegamos a la puerta de la cafetería; y si no llego a coger del brazo a Paloma hubiera seguido su camino hasta acabar en la fuente de Aguadores, porque iba tan entusiasmada con la charla que no parecía preocuparle lo más mínimo el resto del universo.
– Espera, espera, es aquí. ¿No has estado nunca?
– No, qué va. He pasado muchas veces por delante, pero nunca he entrado. Ni siquiera me había fijado en el nombre del sitio.
– Pues vamos, te va a gustar un montón, ya lo verás.
Abrí la puerta y dejé pasar delante a Paloma (viejas costumbres que no han de perderse). Nada más subir los escalones que llevaban a la sala principal se giró y me dijo en voz baja que era un sitio muy original, a lo que respondí que ya me imaginaba que le sorprendería si nunca había estado allí antes porque se trataba de un lugar muy diferente a todo lo que se estilaba en Alcalá.
Nos sentamos frente a frente en una mesa bajo una gran lámpara y pedimos un par de zumos que el camarero trajo enseguida acompañados de unas gominolas. Con la charla, el paseo, el calor y los lógicos nervios ante la extraña situación que estábamos viviendo los dos nos encontrábamos bastante sedientos, y durante los primeros tragos no intercambiamos ni media palabra. Sin embargo, tras morder un osito de goma, Paloma rompió el hielo una vez más:
– Me alegro de que nos hayamos podido ver. Después de lo que les pasó a mis padres necesitaba olvidarme de todo por un rato. Por eso me puse tan pesada con lo de vernos en persona, y de ahí vino también la comparación con la princesa encerrada en su castillo y el príncipe que acude a su rescate que tanto te gustó.
Aquel fue un momento de bastante peligro. No tenía ni idea de lo que aquella chica que acababa de conocer me estaba contando, pero se supone que debía saber lo que les había ocurrido a sus padres. Podría ser un accidente de coche, un divorcio, una infidelidad o un cambio de trabajo; así que debía buscar una respuesta lo más neutra posible y, dentro de lo malo que soy improvisando, creo que conseguí salir del paso más o menos airoso:
– Ya te dije que podías contar conmigo. Me costó decidirme porque, al igual que tú, soy tímido con las personas hasta que las conozco bien; pero tú necesitabas ayuda y en el fondo no podía negarme – dije midiendo muy bien cada una de mis palabras.
– Gracias, Luis; eres un sol – respondió al tiempo que sonreía con una cierta amargura.
En ese momento estiró su brazo izquierdo y me acarició el hombro en un gesto entre cariñoso y complaciente. Me hizo sentir un poco como el delfín al que obsequian con una sardina porque ha hecho bien su salto, aunque aquello no me molestó en absoluto. Fue entonces cuando me di cuenta de que Paloma necesitaba un poco de afecto. Son pequeños detalles muy reveladores que siempre me han dado pistas sobre la forma de ser de la gente que me he ido encontrando por la vida, y estaba claro que Paloma se sentía muy sola y que al quedar conmigo trataba de encontrar un poco de cariño que la hiciera vivir por un rato en un mundo mejor.
Estuvimos cerca de media hora charlando sobre diversos temas, hasta que en un momento indeterminado Paloma miró el reloj y dijo que se tenía que marchar. Su abuela estaba sola en casa y no podía ausentarse demasiado tiempo por si necesitaba algo. Pagamos la cuenta a medias y salimos a la calle, donde el sol brillaba con una fuerza inusitada. Era casi mediodía, y por allí poca gente quedaba ya; de hecho, a esas horas yo tendría que estar ya en casa comiendo.
– Ha sido un rato fantástico, Luis. Tenemos que repetirlo, ¿eh? – dijo ella con los ojos chispeantes de felicidad.
– Sí, lo mismo digo. Cuando quieras volvemos a vernos.
– ¡Genial! Después de cenar hablamos por el Messenger y hacemos planes, ¿te parece?
Había llegado incluso a olvidar por unos minutos que aquella chica y yo no nos conocíamos de nada y que el verdadero Luis se quedaría con cara de bobo cuando se conectara a Internet esa noche. De todos modos, había sido un rato tan agradable el que había pasado con Paloma que no lo quise estropear al final, así que le prometí que allí estaría y que le iba a contar algo que sería toda una sorpresa para ella.
– ¿Sorprenderme? ¿A mi? – dijo en voz alta mientras se señalaba con su dedo índice.
– Sí, ya verás. Es algo que incluso dentro de mucho tiempo te hará recordar este día. No te preocupes, que esta noche te lo cuento todo, ¿de acuerdo?
– ¡Siempre estás inventando! ¿Qué será lo que tienes pensado esta vez? – preguntó riéndose.
– Nada; es una tontería, de verdad. Por la noche me meto al Messenger y te cuento. Venga, no le des más vueltas y no hagas esperar a tu abuela, no se vaya a empezar a preocupar.
– Muy bien, pues a las diez me conecto. Cuídate mucho, ¿vale? – dijo al tiempo que me guiñaba un ojo.
– Tú también, Paloma.
Entonces, sin darme tiempo a reaccionar se acercó a mí, puso su mano derecha bajo mi oreja y me dio un fugaz beso en los labios. A continuación se dio la vuelta y se encaminó con paso rápido hacia la estación de tren dejándome allí sin saber qué decir y escuchando hipnotizado aquel alegre repiqueteo de zapatos sobre la acera.
Volví a la realidad, suspiré y un instante después emprendí mi camino hacia casa. Al pasar de nuevo por la plaza de Cervantes un tipo con cara de pocos amigos torcía el gesto apoyado en una farola mientras miraba hacia todos lados a la vez. Supe su nombre en cuanto le vi, así que me acerqué a él y le pregunté:
– Perdona, ¿eres Luis?
– Sí, ¿por qué?
– Bueno, a ver cómo te lo explico…
Me gusta esto:
Me gusta Cargando...